La aventura de escribir
“Escribe un artículo; escribe sobre lo que quieras, tienes muchos años de experiencia y seguro que tienes mucho que decir”.
Yo ya había eludido el compromiso alguna vez; ahora, disfrutando de una suculenta reducción de jornada, la cosa era inexcusable. Reconozco que siempre me ha gustado escribir, me acuso de algún relato corto y algún poema y disfruto redactando temas de historia y crítica literaria; relatos y poemas duermen el sueño de los justos en el cajón del escritorio y los temas ya se puede suponer a quiénes han ido destinados.
Sin embargo, reconozco mi inseguridad y resistencia a elaborar otro tipo de textos, justo lo que parecía que se esperaba de mí. “Bueno –pensé- ya se me ocurrirá algo, al fin y al cabo, llevo desde los veinte años (y de eso, hace cuarenta), tocando casi todos los palos de la enseñanza, tengo conocimientos, experiencia, oficio… así que, a ver: temas relacionados… bueno, ya me pondré a ello por la tarde”.
Bien, las cinco… un cafetito siempre ayuda… El caso es que no se me ocurre nada, vamos, que estoy en blanco ¡Vaya bloqueo más tonto! Bueno, sí, se me ocurre; se me ocurren muchos temas, pero los tópicos se enredan como cerezas, unos con otros… Bloqueada, estoy bloqueada… después de toda una vida enseñando a redactar, dando mil estrategias para superar el pánico a la hoja en blanco, me encuentro justamente en esa situación.
Verídico, son las nueve de la noche, llevo desde las cinco de la tarde y he escrito exactamente veinte líneas; bueno, he escrito muchas más, a mano y en el ordenador, pero he roto y he borrado un montón de veces, ya se sabe: la corrección puede convertirse en deformación profesional.
Pocas veces me he encontrado más en confluencia con el alumnado que esta tarde. Cuando alguna vez he pedido una redacción sobre un tema libre, muchos cuentan una situación similar a esta (excluyo a los vagos, por supuesto). Lo que parece el primer problema es la elección del tema, algo que la Retórica tenía muy claro: “ten el tema y las palabras surgirán solas”. Pero, cuando digo que “parece el primer problema”, es porque creo que hay otro anterior: el puro miedo a escribir y, ahí, la proyección de lo escrito (a quién va destinado o a quién puede llegar) agrava el bloqueo.
El miedo a la escritura es el miedo a exponerse, a descubrirse. En toda escritura uno está dando algo de uno mismo, uno exhibe -entre otras cosas- su capacidad para expresarse no solo en la forma, sino en lo más íntimo de su ser. Uno intuye que aquellas palabras materializadas en el tiempo le desnudan ante la mirada del otro y ante sí mismo, y el temor a la crítica y a la opinión propia y ajena puede paralizar.
Dice Hugh Prather, en Palabras a mí mismo, que “el temor es a menudo una indicación de que huyo de mí” y el espejo de la escritura nos devuelve una imagen que no podemos ignorar; superar el temor a escribir conscientemente desde uno mismo es una aventura, todo un reto para el autoconocimiento y la expresión sincera de nuestra experiencia, un reto que desde la enseñanza debe abordarse con un plus de sensibilidad y respeto.
“La letra con letra entra” decía -¿o escribía?- Salinas, y esto no sólo es aplicable a la lectura: para perder el miedo a escribir hay que escribir y esta tarde tuve que aplicármelo. Recordé el buen resultado que daba con los alumnos y alumnas más recalcitrantes, pedirles que escribieran con la técnica de escritura automática lo primero que se les ocurriera, sabiendo que nadie ajeno a ellos lo leería, a no ser que en algún momento lo quisieran compartir. La segunda fase del proceso era hacer de ese acto de escritura el tema de un segundo texto, es decir, llevarles al “aquí y al ahora” de los hechos, a su propia vivencia de la escritura y daba resultado: escribían. A mí me lo ha dado hoy.