¡Qué partidos! Mis queridos chándal amarillo y camisa de cuadros

Recuerdos de pantalón corto; sí, mogollón, pero… ¿fotos? No, no tengo, excepto las del libro escolar y el boletín de notas. A ver, déjame pensar… Y rebusco, rebusco, pero no encuentro, no: ninguna imagen (excepto familiares), de aquel pequeñajo que se iba metamorfoseando en pretencioso adolescente. Y os lo aseguro: soy demasiado viejo para conservar, ni siquiera apolillado, mi entrañable chándal de algodón amarillo. Sí, sí, de algodón, antes de que se pusiera de moda el estilo goma/espuma. Ese atuendo inconfundible que llevaba de culo a las nubes de mosquitos más glotonas de la ribera del Manzanares y del arroyo/cloaca de la Casa de Campo, por cuyos vericuetos nos perdíamos de pellas en esos años 60 y primeros 70 incluso los que lucíamos fama de “buenos alumnos”. El mismo con el que nos pertrechábamos para defender nuestro honor deportivo frente a los “verdes” del Lourdes o los “azules” del Covadonga en las campas de La Chopera del Retiro o en los desfiles del Palacio de los Deportes… Ni rastro, excepto en la memoria, de aquel chándal estridente, con ribetes negros en empuñaduras y cuello.

En cambio guardo, mucho más atrás de donde habita la retina, vestidos como yo de agresivo canario para la guasa (¿o sería envidia?), de no pocos rivales: los desmarques de Pulido, los regates de Vigo, la contundencia de Ochoa, ese toque exquisito de Patón al lanzar los tiros libres… Porque entonces (con once, doce o trece años) nuestro nombre era un apellido; en algunos casos, como el mío, el que nuestra madre nos legaba para redimirnos de un López, un Martínez… o un García paterno. Esos nombres, digo, sí que vuelven ahora a la memoria como un tiro de magnum, cuando empieza a costarme dios y ayuda recordar los datos más triviales de lo que ocurrió apenas hace cuatro días.

En septiembre de 1969, nosotros arrancábamos en el que sería nuestro 2º curso de Bachillerato. Y como por arte de birlibirloque el paisaje de Santa Cristina se había transformado en otra cosa: de repente se acabaron los padrenuestros, las formaciones a pie de patio, los capones, los regletazos, la permanente -e inútil- exigencia de silencio… Aterrizaron suavemente, como un avioncito de papel, unos/as profesores muchos más jóvenes, que venían a clase sin traje ni corbata, que empezaron a hablar de evaluación continua, que se empeñaron en que era tan importante esa extravagancia de “coger apuntes”. Además, elegimos -en nuestro primer acto de ejercicio democrático- delegados de curso y un día, de repente, vivimos la experiencia de celebrar una Asamblea… La primera entre tantas y tantas posteriores para unos privilegiados adolescentes que, por obra y gracia del destino, comenzamos a vivir en el futuro un poco antes, no ya que nuestros padres, sino que muchos de los muchachos con los que compartíamos generación.

Recuerdo a menudo -y también aparecen en mis sueños pese al tiempo transcurrido- aquellos partidillos disputados entre el polvo y la escasez de medios formativos; me vienen a las mientes escenas, que se diría pescadas con la red entre la marea del pasado, en las que un grupo de jóvenes enseñantes se empeñaban en sacar algo más que el puro aprendizaje de unas pocas reglas entre aquel batallón de chicos de barrio, alevines de hombres que aún no podían imaginar siquiera estar acudiendo al arranque de un tiempo nuevo.

Y confieso que evocarlo me emociona, me reconcilia y me identifica con una historia, la mía, la nuestra.

No, no hay manera de dar con el chándal amarillo. Pero desde hace muchos meses no me quito para nada una orgullosa camiseta verde.