«El principio de integridad va más allá de una simple ética ambiental y constituye un principio moral que tiene que empezar necesariamente por proteger el hábitat de la humanidad.»
Laura Westra es especialista en integridad ecológica. Doctora en Derecho Filosofía y profesora emérita en la Universidad de Windsor (Canadá)
El presente artículo corresponde a la versión en castellano de un fragmento del capítulo del libro Integrity in conflict: a Cosmopolitan approach for survival, que forma parte de una obra más extensa que lleva por título Cosmopolitanisim: between ideals and reality1. A lo largo del artículo se presenta el concepto de integridad ecológica tratado como principio sólido para una nueva ética planteada más allá de una simple ética ambiental, con el fin de que constituya un principio moral que proteja necesariamente el hábitat de la humanidad.
La integridad ecológica o biológica, cuyo origen como concepto ético se remonta a Aldo Leopold (1949), ha formado parte de las políticas públicas y ha estado presente en la legislación, tanto nacional como internacional, desde su incorporación a la normativa estadounidense sobre Aguas Limpias (Clean Water Act, CWA) de 1972. El concepto de integridad ecológica se ha infiltrado también en el lenguaje de un gran número de declaraciones internacionales sobre misión y visión, y su presencia es evidente en el Acuerdo entre Estados Unidos y Canadá sobre Calidad del Agua de los Grandes Lagos, ratificado en 1988.
El concepto genérico de integridad implica una plenitud valiosa, una situación de estar completo o sin merma, sin defecto alguno o en perfectas condiciones. En el uso vulgar, el término integridad constituye por tanto un concepto amplio, que abarca toda una serie de nociones diferentes. Aunque el significado de integridad puede desarrollarse en otros contextos, la naturaleza silvestre proporciona ejemplos paradigmáticos para la reflexión y para su investigación aplicada.
En mi trabajo, baso constantemente mi argumentación en la comprensión científica del concepto de integridad ecológica, porque aceptarlo como una noción definible socialmente, como han hecho algunos, significa perderlo como punto de referencia firme. En ese caso, de estar abierto a diversas opiniones, no podría ser entendido como punto de partida inamovible. Se propone el principio de integridad como principio sólido para una nueva ética2 que vaya más allá de una simple ética ambiental y constituya un principio moral que reconozca la primacía de considerar que los derechos humanos y el bien humano, incluso el derecho a la vida, tienen que empezar necesariamente por proteger el hábitat de la humanidad, que también garantiza, simultáneamente, el respeto a la integridad biológica de todos los seres humanos.
Esta comprensión, basada en la ciencia, tomó cuerpo en todo su significado y sus con- notaciones a raíz del trabajo de los miembros del Global Ecological Integrity Group (GEIG), financiado inicialmente por SSHRC3 (1992-1999). La definición definitiva, acordada y publicada colectivamente, es el resultado del trabajo combinado de expertos en ética, biólogos de la conservación, ecólogos y otros investigadores.4
El Global Ecological Integrity Project (como se le conoce desde su origen) se ha guiado esencialmente por dos imperativos complementarios de políticas: conservar la integridad y vivir sosteniblemente.5 En mi trabajo he definido la sostenibilidad como la capacidad de un sistema para mantener sus funciones específicas, es decir, sus procesos fundamentales de mantenimiento de la vida, así como sus componentes y partes.6 El Grupo nunca renunció al énfasis sobre el significado científico de integridad, pero tras acordar en el año 2000 la definición final, basándonos principalmente en el trabajo de James Karr y en el desarrollo de su Índice de Integridad Biótica,7 la fidelidad al consenso científico alcanzado ha sido constante.
Este punto de partida fue establecido en contra de los argumentos de algunos filósofos de la ciencia,8 y se enfrentó también a la resistencia práctica de los intereses empresariales globalizados, particularmente potentes en las reuniones de los Grandes Lagos y otros encuentros. Su mantra del “desarrollo” a toda costa contradice el propio fundamento de una sostenibilidad fuerte que mi Grupo y yo hemos apoyado,9 pues convierte la integridad ecológica en un concepto impopular y de difícil aplicación.
Aparte de las respuestas hostiles de otros sectores, desde distintos puntos de vista a la primacía otorgada a la integridad, está también la posición “desesperada” en cierto modo de uno de nuestros fundadores, William Rees. Una de las personas de mayor renombre en el ámbito de la economía ecológica y la planificación regional canadienses y co-autor del capítulo introductorio de un libro de texto de derecho utilizado actualmente para enseñar legislación ambiental específica de Canadá, algo que probablemente no ocurriría en EE UU, por ejemplo:
El análisis de huella ecológica, desarrollado por William Rees y sus colegas, es otra herramienta importante para diagnosticar la insostenibilidad en lo referente a impactos deslocalizados. No basta con estabilizar el hábitat o entorno inmediato de una persona, sino que tenemos que garantizar que los ecosistemas terrestres y acuáticos lejanos de los que nos “apropiamos” mediante el comercio y la explotación de los comunes globales… permanezcan en un estado productivamente saludable.10
Pero Rees identifica también un grave problema adicional, del que no podemos culpar solamente a factores externos y a intereses económicos: nuestra propensión a aceptar «mitos sociales» al tiempo que ignoramos totalmente la «realidad ecológica que nos rodea», que nos hace víctimas de una «colección de ilusiones compartidas».11
Otro rasgo exclusivo de Canadá, como veremos, es la referencia frecuente a las Primeras Naciones Canadienses que uno encuentra en la legislación, particularmente en los trabajos académicos sobre normativa ambiental. En cualquier caso, en 1998 yo propuse Ocho principios de orden secundario (POS) para complementar el principio de integridad y desarrollarlo, intentando responder a la cuestión de cómo podemos conservar la integridad y vivir sosteniblemente, preocupándonos por la justicia ambiental y por los derechos de quienes viven en el tercer mundo. La necesidad de pasar de la teoría a las políticas públicas sugería los siguientes principios orientadores prácticos:
POS 1. Para proteger y defender la integridad ecológica debemos comenzar por diseñar políticas que apuesten por la complejidad.
POS 2. No deberíamos realizar actividades potencialmente dañinas para los sistemas naturales y para la vida en general. Las valoraciones sobre daños potenciales deberían basarse en el enfoque de ciencia “postnormal”.
POS 3. Las actividades humanas deberían estar limitadas por las exigencias del principio de precaución.
POS 4. Tenemos que aceptar una “visión ecológica del mundo”, y por lo tanto rechazar nuestra actual “visión expansionista”, es decir, reducir nuestra huella ecológica.
POS 5. Es fundamental que eliminemos muchas de nuestras prácticas y opciones actuales, así como el énfasis en el “maximalismo tecnológico” y en los derechos individuales derrochadores o peligrosos ambientalmente.
POS 6. Es preciso que la humanidad aprenda a vivir como si habitara una “zona de amortiguación”. Se necesitan restricciones zonales que impongan límites a la calidad de nuestras actividades, pero también a su cantidad. De ello se derivan dos principios: (a) tenemos que respetar y proteger zonas “núcleo”/silvestres; (b) debemos considerar todas nuestras actividades como si estuvieran siendo desarrolladas dentro de una “zona de amortiguación”. Este es el significado esencial de la ética de la integridad.
POS 7. Tenemos que respetar la integridad individual de los organismos aisladamente (o micro-integridad), para ser consecuentes con nuestro respeto a la integridad y también para respetar y proteger las funciones individuales y su contribución al todo sistémico.
POS 8. Dadas las incertidumbres implícitas en POS 1, 2 y 3 debemos aceptar la “Tesis de Riesgo” para las inseguridades que se refieren al futuro próximo. Tenemos que aceptar también la “Tesis de Potencia” para la protección a largo plazo de los seres individuales y, también, del todo.12
Puede que los filósofos sigan quedándose horrorizados por mi utilización de un “es” para generar un “debiera”. Pero, siguiendo a Hume, el apoyo de Kant al valor infinito de la vida está más cerca del enfoque que yo he estado adoptando. Onora O’Neill analiza la diferencia entre globalización y cosmopolitanismo. Mientras que el primero es principalmente procedimental en cuanto a estructuras, y está influido sobre todo por poderosos intereses orientados al mercado, el último se basa fundamentalmente en principios morales sustantivos de la justicia, que incluyen pero que también trascienden el ámbito económico, y dependen de principios kantianos. Los Estados pueden ser o no ser absolutamente justos dentro de sus propias fronteras; pero, incluso en el mejor de los casos, podrían perjudicar a quienes se encuentran fuera de sus fronteras mediante prácticas excluyentes, lo que constituye un daño directo.13 En vez de ello, las prácticas que no aceptamos infieren daños indirectos. Esto es una forma de injusticia indirecta, al igual que destruir partes de los entornos natura- les o creados por el hombre perjudica a aquellos cuyas vidas dependen del medio. Además, el principio de destruir entornos naturales y creados por el hombre, en el sentido de destruir su capacidad reproductiva y regenerativa, no es universalizable.14
La integridad ecológica y biológica es precisamente lo que O’Neill califica de “capacidad regenerativa y reproductiva”, o verdadera sostenibilidad.
La justicia ambiental es por tanto una cuestión de transformar los sistemas naturales y creados por el hombre de tal forma que no destruyan sistemática o gratuitamente la capacidad reproductiva y regenerativa del mundo natural, y que por tanto no inflijan daños indirectos.15
Esto es lo que ha sido argumentado en el trabajo del “Global Ecological Integrity Project” desde un punto de vista científico y moral,16 y que hemos referido y resumido aquí.
En términos de O’Neill, los principios morales representan el “modelo” y las “especificaciones” que definen el “producto” que con el tiempo se generará. En el mismo sentido, las estrategias basadas en principios no son, en sí mismas, las herramientas estratégicas que deberán utilizarse para lograr unos objetivos justos, pero definen cómo deberían ser dichas herramientas. O’Neill afirma que: el paso de unos principios de justicia abstractos y no concluyentes a unas instituciones, políticas y prácticas justas es similar a pasar de unas especificaciones de diseño al producto final.17
El cosmopolitanismo basado en el kantismo puede proporcionar los principios y las directrices de las que carecen en gran medida incluso los mejores defensores de la democracia liberal, puesto que estos pensadores rara vez se afanan por buscar las raíces de la injusticia:
[…] la idea de que nuestras políticas económicas y las instituciones económicas mundiales que imponemos nos hacen causal y moralmente responsables de la perpetuación e incluso del agravamiento del hambre mundial, es algo que rara vez se toman en serio los reconocidos intelec- tuales y políticos del mundo desarrollado.18
O’Neill se centra en el papel de conservación y respeto por los sistemas naturales, pues reconoce la interfaz existente entre estos y los derechos humanos. En esta línea de pensamiento, podemos añadir las percepciones propuestas por Alan Gewirth.
Los argumentos fundamentales propuestos por Alan Gewirth contribuyen a arrojar luz sobre la relación básica entre los seres humanos y sus hábitats. Gewirth sostiene que los derechos humanos no se basan principalmente en la dignidad humana,19 sino que este principio kantiano es correcto solo parcialmente. Prefiere fundamentar los «derechos humanos en las condiciones necesarias de la acción humana»,20 puesto que el propósito de la moralidad es dar lugar a acciones morales. «Los derechos humanos son equivalentes a derechos “naturales”, en el sentido en que atañen a todos los seres humanos en virtud de su naturaleza, como agentes reales o potenciales», añade Gewirth.21
Para respaldar esta afir- mación cita cinco razones:
1) «La suprema importancia de las condiciones de las acciones humanas» (volveremos a esto en el siguiente punto); 2) la acción es «el sujeto común de toda moralidad»; 3) el término “acción” es más específico y menos vago que el de “dignidad” o el de “próspero”; 4) en consecuencia, la “acción” otorga a las personas un “estatus moral fundamental”; 5) «las condiciones necesarias para la acción proporcionan justificación a los derechos humanos puesto que todo agente deberá afirmar que tiene derecho a la libertad y al bienestar como condiciones necesarias para sus acciones».22
Beyleveld y Brownsword sostienen que las “necesidades básicas” o “genéricas” que constituyen los prerrequisitos de toda acción, incluyendo la acción moral, son “libertad y voluntariedad” y “bienestar e intencionalidad”, siendo las primeras procedimentales y las últimas “sustantivas”,23 y consideran la libertad como una condición fundamental para el bienestar. Yo propongo invertir este orden. La vida, la salud y la capacidad mental para comprender y elegir son anteriores al ejercicio de la voluntariedad, y no solo necesarias para ello, sino suficientes, cuando se dan efectivamente estas condiciones.
En esencia, este es el argumento expuesto en la sección anterior. Los “derechos básicos”24 representan el mínimo al que tiene derecho todo ser humano, y preceden a todos los demás derechos, tanto conceptual como temporalmente. También para Gewirth, la vida y las capacidades arriba citadas pueden estar “amenazadas o sujetas a interferencias”.25 Afirmar que tenemos derechos es por tanto afirmar igualmente que los prerrequisitos de estos derechos representan algo a lo que tenemos derecho no solamente en términos de moralidad sino también de ley. Dicho de otro modo, cualquier instrumento legal que respalda la existencia de derechos humanos debería proclamar ipso facto la exigencia de que sus prerrequisitos sean igualmente respaldados y respetados.
Hay quien afirma que la dignidad del ser humano solo es parcialmente el fundamento de los derechos humanos y que la dignidad en sí misma se basa en la agencia, pero este argumento permite introducir al menos otro punto a favor de ampliar los derechos humanos a la vida y a la salud. Introducir “prerrequisitos” significa introducir condiciones que no solo son previas a la agencia conceptualmente sino temporalmente; de ahí que proteger estos prerrequisitos implique aceptar las posibles consecuencias de proteger dicha agencia. En consecuencia, el enfoque científico y la consiguiente definición de integridad no solo alientan y respaldan la interfaz entre integridad ecológica y derechos humanos, sino que esta relación aparece asimismo en el pensamiento de los filósofos de la moral, aunque la referencia explícita a la integridad ecológica, un concepto científico reciente, esté claramente ausente.
Sin embargo, el aspecto más significativo de la integridad ecológica en lo referente a Canadá se encuentra en los múltiples ámbitos donde la integridad biológica o ecológica figura de forma destacada en la legislación. Está presente en el Acuerdo sobre Calidad del Agua de los Grandes Lagos (1978, ratificado en 1988). Lamentablemente, es preciso reconocer que sus mandatos son sin embargo papel mojado, puesto que en su mayor parte son ignorados en las reuniones anuales o bianuales, donde cada mínimo avance se describe como un gran éxito, mientras, a excepción del importante proceso de descontaminación del lago Erie, las cosas siguen en general como estaban.
Por el contrario, hay otros dos ámbitos de la legislación donde la integridad ecológica o su equivalente pasan a ocupar un papel central, al menos teóricamente: en primer lugar, los regímenes jurídicos ambientales que regulan los parques canadienses y, en segundo lugar, la extensa jurisprudencia en el pasado y en el presente sobre los derechos de las Primeras Naciones (PN). Shaun Fluker explica el papel de la integridad ecológica en la legislación canadiense:
La actividad humana afecta necesariamente a la integridad ecológica, por lo que el paradigma de la integridad ecológica se refleja en ecosistemas protegidos de la perturbación humana… No es sorprendente por tanto que la norma de integridad ecológica tenga gran relevancia en la gestión de los parques nacionales de Canadá.26
Tras un estudio encargado por el ministro de Patrimonio canadiense,27 los científicos designados para realizarlo confirmaron lo que los canadienses, en especial los ecologistas, saben perfectamente: que la integridad ecológica no ha sido considerada fundamental en la gestión de los parques, pese a que el objetivo teórico de mantener dicha integridad como herramienta de conservación figuraba como objetivo principal de los parques. Pero esta “prioridad absoluta” ha sido olvidada con frecuencia en aras de otros intereses, proponiéndose primar las actividades humanas en los parques en detrimento de la “primacía absoluta” de la integridad ecológica.28 En consecuencia, en 2001 se añadieron a la legislación cana- diense dos secciones:
Sección 2(1) – Definiciones:
En referencia a un espacio protegido, integridad ecológica significa una condición que se establece como característica de esa región natural y que probablemente se mantenga, incluyendo sus componentes abióticos y la composición y abundancia de las comunidades biológicas y especies originarias, los ritmos de variación y los procesos que les respaldan.
Sección 8 (2) – Integridad ecológica.
El mantenimiento o recuperación de la integridad ecológica, mediante la protección de los recursos naturales y los procesos naturales, será la primera prioridad del Ministro a la hora de tener en cuenta todos los aspectos de la gestión de los parques.
Por muy enérgico que sea el lenguaje de estos mandatos para los parques canadienses, la realidad sobre el terreno contradice las grandilocuentes preocupaciones ambientales expresadas en la normativa. Esta contradicción es más evidente que nunca en los casos donde la tenencia genera un conflicto entre los intereses de una Primera Nación y de un parque natural colindante a sus tierras. Es el caso del Parque Nacional del Bisonte Americano de Bosque.29 Este espacio natural se extiende por la provincia de Alberta y los Territorios del Noroeste. En 1998 el municipio de Fort Smith presentó al departamento de Parques de Canadá una solicitud «requiriendo el visto bueno para la construcción y funcionamiento de una carretera que atravesaría el parque en dirección este a oeste siguiendo el curso del Río de la Paz».30
El parque había sido creado originalmente en 1922 para proteger al bisonte americano de bosque (bison bison athabascae), y la carretera propuesta no contribuía en modo alguno a los objetivos del espacio protegido, sino que promovería intereses económicos de contrapartes ajenas al parque. En 2001, el departamento de Parques de Canadá aprobó la construcción de la carretera, sin hacer referencia alguna a la integridad ecológica, y el juez Gibson dictaminó en una revisión judicial solicitada que el hecho de que dicho departamento no hubiese tenido en cuenta la integridad ecológica no invalidaba su decisión.
Por las mismas fechas, existía un litigio pendiente basado en los derechos legales de la Primera Nación Mikisew, que pasó con el tiempo al Tribunal Supremo de Canadá. A diferencia del anterior, en este caso la jueza Hansen dictaminó que aunque la integridad ecológica quizás no fuese la primera prioridad para la toma de decisiones, resultaba absolutamente primordial lograr un equilibrio con los intereses de quienes vivían en las proximidades del parque. En consecuencia, deberían prevalecer los derechos de las Primeras Naciones a la caza y a su forma de vida tradicional.31
Por tanto, pese a la inclusión explícita de estos términos en la legislación canadiense sobre espacios naturales, en muchas ocasiones prevalecen los derechos de las Primeras Naciones a un hábitat bien conservado y que mantenga la vida silvestre. En este caso, la relación entre el entorno natural donde residen y su integridad ecológica está vinculada ineludiblemente a su integridad cultural, a sus derechos, a sus prácticas religiosas y a su forma de vida tradicional en general.32
A modo de conclusión, la integridad ecológica, bien sea citada de forma explícita o no, es algo más que una necesidad fundamental de principios morales correctos en defensa de los derechos humanos, y además adquiere un sabor específicamente canadiense, no solo debido a la cantidad de investigaciones financiadas por fuentes de este país (Social Sciences and Research Council of Canada y Health Canada), sino debido a los derechos legales sobre los “comunes”,33 recogidos en los regímenes reguladores canadienses, bien sea directamente, como en el lenguaje explícito del departamento de Parques, o indirectamente, como elemento sustantivo de los derechos de las Primeras Naciones canadienses.
Pero al mismo tiempo es mucho más que un concepto de interés canadiense. La integridad ecológica es y ha sido un concepto básico para la vida y la salud del hábitat humano y de todas las demás formas de vida. Las implicaciones de la no integridad, sin embargo, son muchas y muy complejas, especialmente porque los hallazgos científicos en este sentido van en contra de los intereses económicos y científicos de los poderosos gobiernos occidentales y de la totalidad del proyecto de globalización que impera a día de hoy.34
Artículo traducido por Isabel Bermejo
1 L. Cebolla y F. Ghia, (eds.), Cosmopolitanism: between Ideals and Reality, Cambridge scholars Publishing, Newcastle upon Tyne, UK, 2015.
2 L. Westra, The Principle of Integrity, Rowman Littlefield, Lanham, MD, 1994.
3 Social Science and Humanities Research Council (SSHRC en sus siglas en inglés)
4 L. Westra, D. Pimentel y R. F. Noss (eds.), Ecological Integrity: Integrating Environment, Conservation and Health, Island Press, Washington, DC, 2000. La definición de integridad procede de L. Westra, P. Miller, J. R. Karr, W. Rees y R. Ulanowicz, «Ecological Integrity and the Aims of the Global Integrity Project», 2000, pp. 19-41.
5 Ibidem, p. 3.
6 Véase L. Westra, Living in Integrity, Rowman Littlefield, Lanham, MD, 1998, cap. 8.
7 IBI (Index of Biotic Integrity) creado por James Karr uno de nuestros fundadores; véase J. Karr, «Assessment of biotic integrity using fish communities», Fisheries 6(6), 21-27, 1981; J. R., Karr, «Ecological Integrity and Ecological Health are not the Same», en P. Schulze ed., Engineering within Ecological Constraints, National Academy Press, Washington, DC.,1996, pp. 97-109.
8 K. Shrader-Frechette y E. D. McCoy, Method in Ecology, Cambridge University Press, New York, 1993.
9 K. Bosselmann, The Principle of Sustainability, Ashgate, Aldershot, UK, 2008.
10 L. Westra, P. Miller, J. R. Karr, W. Rees y R. Ulanowicz, 2000, op. cit., pp. 19-41, p. 32; véase también M. Wackernagel, y W. Rees, Nuestra huella ecológica, Libros Arces-LOM, Santiago de Chile, 2001.
11 W. Rees, y K. Mickelson, «The Environment: Ecological and Ethical Dimensions», en Environmental Law and Policy, 3rd ed., E. Hughes, A-R. Lucas y W. A. Tilleman eds., Emond Montgomery Publications Ltd, Toronto, 2003, pp. l-40.
12 L. Westra, op. cit., 1998. Véase también L. Westra, P. Miller et al., op. cit., 2000, pp. 33-34.
13 O. O’Neill, Towards justice and virtue: a constructive account of practical reasoning, Cambridge University Press, 1996, p.
175.
14 Ibidem, p. 176.
15 Ibidem, p. 177.
16 D. Pimentel et al., op. cit., 2000; R. Karr, op. cit., 2000; L. Westra, op. cit., 1998. L. Westra, D. Pimentel y R. F. Noss, op. cit.; J. Karr , «Health, integrity, and biological assessment: the importance of measuring whole things» en D. Pimentel, L. Westra, et al., 2000, op. cit., pp. 209-226.
17 O’Neill, op. cit., 1996, p. 181.
18 T. Pogge, “Priorities of Global Justice”, Metaphilosophy, 32, 2001, pp. 1-24, p. 15.
19 A. Gewirth, Human Rights – Essays on Justification and Applications, The University of Chicago Press, Chicago, 1982.
20 Ibidem, p. 5.
21 Ibidem, p. 7.
22 Ibidem, p. 5.
23 D. Beyleveld, y R. Brownsword, Human Dignity in Bioethics and Biolaw, Oxford University Press, Oxford, UK, 2001, p. 71.
24 H. Shue, Basic Rights, Princeton University Press, Princeton, n. 4, 1980.
25 D. Beyleveld y R. Brownsword, op. cit., 2001, nota 27, p. 70; Gewirth, op. cit., 1982, nota 23, p. 54.
26 S. Fluker, «Environmental Norms in the Courtroom (The Case of Ecological Integrity in Canada’s National Parks)», 2013, en Confronting Ecological and Economic Collapse, L. Westra, P. Taylor y A. Michelot eds., Routledge/Earthscan, London, UK, 21-31, 2013, p. 23.
27 Parks Canada, Canadian National Parks Act, SC 2000, c. 32.
28 Fluker, op. cit., 2013, p. 23.
29 Canadian Parks and Wilderness Society v. Canada (Minister of Canadian Heritage 2001 FCT 1123).
30 Fluker, op. cit., 2013, p. 25.
31 El Acta constitucional de Canadá de 1982 establece en su Art. 35 (1): «Se reconocen y defienden aquí los derechos abo- rígenes existentes y derivados de Tratados de los pueblos aborígenes de Acanda».
32 L. Westra, Environmental Justice and the Rights of Indigenes Peoples, Earthscan, London, UK, 2007, (especialmente caps.1 y 2).
33 L. Westra, Human Rights: the commons and the Collective, University Press of British Columbia, Vancouver, BC, 2011.
34 L. Westra, Ecological Integrity and Global Governance, Routledge, London, UK, 2016.
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