Capitalismo, precarización e inseguridad social

Capitalismo, precarización e inseguridad social, Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, núm. 140, invierno 2017-2018, pp. 5-10.

Santiago Álvarez Cantalapiera en la Introducción del número 140 de la revista PAPELES dedicada al Empleo Precario afirma que el deseo de protección frente a todas las amenazas que se ciernen sobre la existencia es un contrasentido, pues la esencia de la vida es que venga acompañada de una incertidumbre que solo se acaba con la muerte. La vida es un riesgo: lo incontrolable e imprevisible se encuentra incorporado en su desarrollo. Es muy saludable reconocer que el ser humano se caracteriza por su finitud y vulnerabilidad, y sabernos mortales es el comienzo de la sabiduría. Pero además de un absurdo es un despropósito, ya que la preocupación obsesiva por la seguridad conduce a la imposibilidad misma de sentirse protegido porque instala el miedo en el centro de nuestra existencia. Y no solo en el plano personal la aspiración a la seguridad absoluta resulta perniciosa, tampoco resulta recomendable para la sociedad pues probablemente este deseo entrará rápidamente en contradicción con los principios del Estado de derecho y convertirá a determinadas personas y colectivos en potenciales amenazas o, lo que es peor aún, en candidatos a chivos expiatorios.

  Dicho esto, hay que reconocer sin embargo que la inclinación hacia la protección expresa una necesidad inscrita en el corazón de la condición moderna del ser humano. Olvidarlo nos impide entender por qué ascienden en determinadas coyunturas las fuerzas sociopolíticas más reaccionarias y por qué los movimientos emancipadores no logran conectar con los sectores sociales más vulnerables.

   Aunque poco podamos hacer ante las variadas contingencias de la vida diaria, nos queda mucho trecho por recorrer frente a los males sociales evitables. Hay amenazas que se encuentran asociadas a determinadas formas de organizar la sociedad y riesgos que bajo otro orden social simplemente no existirían. Cabe hablar, al menos, de dos tipos de inseguridades en la vida social: la civil y la material. La primera afecta a la propiedad de los bienes y a la libertad de las personas, y se combate protegiendo a individuos y cosas con las leyes, el poder judicial y las fuerzas de orden público. Requiere, pues, de la presencia del llamado Estado de derecho. La segunda atañe a la integridad y dignidad de las personas, y no es asunto que tenga que ver con policías y jueces, sino más bien con eso que hemos denominado Estado social. Ambas inseguridades están tan estrechamente relacionadas que no parece absurdo considerar que la primera es, en la mayoría de las ocasiones, consecuencia de la segunda. En cualquier caso, sabemos que existe una fuerte correlación entre el alto grado de inseguridad civil en una sociedad y la grave carencia material que sufre una parte significativa de sus miembros. De ahí la convicción de que la inseguridad civil deba combatirse en gran medida a través de la lucha contra la inseguridad social, es decir, erigiendo y desarrollando sistemas públicos de protección.

¿Qué significa estar protegido?

Corresponde a una comunidad construir sus protecciones. En la sociedad moderna, esa tarea ha sido un proceso histórico de larga duración parejo con el desarrollo del Estado y la democracia. Pero ¿qué significa estar protegido en una sociedad moderna?1 En las sociedades antiguas el amo protegía al esclavo por el interés de preservar una propiedad. En la sociedad patriarcal el varón protege a mujeres y niños en la medida en que percibe que actúan a su servicio. Una sociedad mafiosa da lugar a sólidos sistemas de protección que cubre a los miembros leales. Pero para las sociedades que emergen de la modernidad ilustrada el sentido de la protección es diferente, no tiene que ver con la dependencia como con la interdependencia de individuos que aspiran a una mayor autonomía personal. Esto es precisamente lo que significa estar protegido en la sociedad moderna: que las personas dispongan, por derecho propio, de las condiciones sociales –políticas, jurídicas y materiales– para proceder como seres autónomos e interdependientes y, por consiguiente, también responsables. No hay ciudadanía que valga sin protección social. No hay democracia en la inseguridad social.

El capitalismo siempre ha sido una fuente de inseguridad. Inicialmente el problema se concentró en los procesos de desposesión de los medios de vida y apropiación de los recursos comunes de los que dependía la población. Pero la problemática contemporánea de la protección social en el ámbito de una sociedad capitalista desarrollada como la nuestra se encuentra hoy básicamente en la intersección entre el trabajo y el mercado.2

En las sociedades occidentales, tras la segunda posguerra, la desmercantilización de abundantes parcelas de la vida social y la relativa domesticación del mercado a través de regulaciones públicas permitieron la construcción de una sociedad de seguridad. Sin embargo, a partir de la década de los ochenta del siglo pasado se inició una ofensiva remercantilizadora y una mutación de la regulación pública en autorregulación privada. En particular, la remercantilización del trabajo ha sido la responsable principal de la inestabilidad social y de la precariedad vital que hoy nos asola, ya que ese proceso trae aparejado la erosión de todas las protecciones que estaban ligadas al empleo y conlleva la institucionalización del riesgo y la inseguridad.

La precarización en el mundo del trabajo asalariado

Cuando el sustento, la identidad personal y el reconocimiento ajeno dependen en gran medida de la relación salarial, el deterioro laboral se traduce de forma inmediata en precariedad existencial y social. La condición asalariada se ha vuelto cada vez más frágil en una economía crecientemente estructurada por las fuerzas de la globalización, la financiarización y las disrupciones provocadas por las nuevas tecnologías. Estas fuerzas estructurantes no han impactado de la misma forma y con el mismo grado. Si apenas surgen dudas del efecto negativo que han provocado en el mundo del trabajo la globalización y la financiarización, la irrupción de las tecnologías de la información plantea sobre todo interrogantes. Por ejemplo, la llamada ‘economía de plataforma’ se encuentra hoy en el centro del debate ante las protestas de los riders de Deliveroo o de los taxistas ante Uber o Cabify. Queda aún por precisar si estas plataformas actúan como causa o efecto (o como ambas cosas a la vez) en un modelo laboral que ya sobreexplotaba y expandía la precarización por todos los sectores con anterioridad a su llegada.

La precarización laboral en España

Si bien la precarización es un fenómeno general, se muestra especialmente grave en nuestro país debido al modelo productivo y al tipo de inserción subalterna en la economía mundial, sin olvidar la enorme trascendencia que tiene el marco institucional erigido a golpe de dogmatismo ideológico por los gobiernos responsables de las dos últimas reformas laborales (que han provocado una menor protección en el despido y una reducción en la capacidad de negociación colectiva de los salarios).3 Como consecuencia, el mundo del trabajo asalariado en España padece los flagelos del desempleo, la precarización, la desigualdad y la pobreza.

La precarización se ha visto acentuada en los últimos años por el incremento de la temporalidad y por la devaluación salarial. Si recurrimos a los datos que proporciona el INE (a través de la Encuesta de población activa y las Encuestas de estructura salarial), la tasa de temporalidad (el porcentaje de personas que trabajan sin contrato fijo) se ha incrementado hasta el 27,4% (casi el doble de la media de la UE según datos de Eurostat: 14,2%), la más alta desde el cuarto trimestre de 2008 y con una tendencia que la encamina hacia el máximo del 35% alcanzado el tercer trimestre del año 2006.4 Hay otro rasgo de la temporalidad que merece la pena destacar: casi dos tercios de los contratos eventuales que se firman cada mes no responden a nuevas contrataciones, sino a renovaciones de contratos anteriores, por lo que la inmensa mayoría son falsos contratos fijos encadenados. Y frente a este fraude de ley, poco se hace. Recientemente se señalaba en la prensa que la plantilla de inspectores y subinspectores del Ministerio de trabajo no se había incrementado en los últimos ocho años y que solo el 4% de sus inspecciones fueron para combatir el fraude en la contratación temporal.5 Por otro lado, la política de devaluación salarial está precarizando la vida de millones de familias de las clases populares al deteriorar su capacidad de compra:

La pérdida de poder adquisitivo de los salarios entre 2008 y 2014 superó el 10%, según el índice de precios del trabajo elaborado por el INE, y afectó principalmente a los salarios más bajos, y a jóvenes, mujeres e inmigrantes (…) Este proceso de devaluación salarial afecta a las personas que mantienen su puesto de trabajo (o sufren reducciones en el salario nominal, o este crece muy por debajo de la inflación y ven reducido su salario real). Pero afecta con especial intensidad a quienes han perdido su empleo y se han recolocado en otros puestos de trabajo con menores salarios, así como a quienes se incorporan por primera vez al mercado de trabajo.6

Fragilidad laboral e inseguridad social

Si juntamos todas las piezas del puzle del mercado laboral nos daremos cuenta de hasta qué punto resulta relevante la población con una frágil relación salarial. Por un lado, están las personas desempleadas que, según el último dato publicado por el INE, son el 16,4% de la población activa. Por otro, entre los ocupados, nos encontramos con los temporales, los que disponen de un contrato parcial no deseado o los falsos autónomos. Todas estas formas pueden afectar al menos al 40% de la población ocupada.7 Para completar la panorámica, tendríamos que tomar en consideración además otras formas de empleo atípico (contratos en prácticas, becarios, etc.) y los bajos niveles salariales. Un cuadro que atenta contra la seguridad socioeconómica de la mayoría de la población y que tiene profundas consecuencias sobre la vida de las personas, el funcionamiento de la economía y el bienestar social.

La fragilidad laboral resulta devastadora para la calidad de vida de las personas al comprometer la autonomía y la participación en la vida social, deteriorar la salud y la autoestima. La precarización desbarata los proyectos personales, entorpece la formación continua y la adquisición de experiencia e impide el cumplimiento de los requisitos que permiten materializar los derechos asociados al trabajo (una prestación por desempleo o una pensión). Desde el punto de vista colectivo, el escenario de la precariedad no solo dificulta la organización y movilización sindical, sino también –por lo que tiene de dispositivo disciplinario– la concienciación política y sindical. Sobre el funcionamiento de la economía, la precarización es una rémora para el dinamismo de los sectores productivos y la calidad de los bienes y servicios que elaboran, debilita la demanda interna e incrementa la desigualdad (al ensanchar la brecha salarial y disminuir la participación de los asalariados en la renta nacional). No menor es la afectación sobre los sistemas públicos de protección social. La precarización y la devaluación salarial están sometiendo a una presión insoportable al sistema de pensiones. El salario de los nuevos contratados es ahora cien euros inferior que la pensión de los recién jubilados,8 y aunque el crecimiento del empleo podría compensar en parte esta brecha, el incremento de la pensión media y del número de pensionistas en las próximas décadas pondrán las cosas muy difíciles para las cuentas de la Seguridad Social si no se revierte tanto la devaluación salarial como la temporalidad laboral. No obstante, al hablar de pensiones y del resto de ámbitos del Estado de bienestar, conviene no olvidar que en España se recauda ocho puntos menos del PIB que la media del resto de la UE, y que sin esa diferencia existirían recursos suficientes para financiar pensiones, sanidad, educación y otros servicios sociales.

Reconstruir la protección social desde el ámbito de lo común y lo público

El desmontaje de los sistemas públicos de protección se está realizando para mayor beneficio de los modelos de gestión individualizada y privatizada del riesgo social. Frente a este modelo, que únicamente protege a quien se lo puede pagar y solo incide en los efectos sin atender a las causas, reapropiarnos de lo común y lo público es la única alternativa real con la que poder afrontar la escalada de amenazas y peligros que se avecinan (desastres climáticos, desplazamientos masivos de población, racismo y xenofobia, desigualdades abisma- les, empobrecimiento de amplios sectores sociales, etc.).

Para ello resulta imprescindible volver a poner límites al mercado (desmercantilizar) y canalizarlo hacia el interés general allí donde sea conveniente que opere. Sin regulaciones conscientes desde las instancias públicas (ya sean locales, nacionales o transnacionales) no será posible conseguir sistemas justos y universales de protección social. En estas tareas de desmercantilización y regulación racional de las relaciones sociales, serán necesarias todas aquellas propuestas que fortalezcan el poder de negociación del trabajo frente al capital, como la del empleo garantizado, la renta básica y, sobre todo, la más fecunda y preciosa idea del pensamiento anticapitalista que resulta especialmente conveniente ante la crisis ecológica y la opresión patriarcal: la limitación y reparto del tiempo de trabajo (de todos los trabajos, es decir: no solo del empleo).

NOTAS:

1. R. Castel, La inseguridad social. ¿Qué es estar protegido?, El Manantial, Buenos Aires, 2006.

2. Esto no significa que no siga habiendo acumulación por desposesión generadora de inseguridad sobre la población despojada. Al contrario, asistimos a una intensificación de la apropiación privada y de la destrucción de los comunes globales que está provocando amenazas existenciales sobre toda la población mundial. No se trata de obviar este acontecer global que afecta a toda la humanidad, cuya manifestación más clara es la actual crisis ecosocial en todas sus dimensiones, sino de centrar la atención del análisis en la principal fuente de inseguridad al interior de una sociedad capitalista desarrollada. Como esa realidad global es imposible de orillar, la búsqueda de respuestas a la inseguridad que genera el capitalismo en el momento actual tendrá que saber combinar estos dos diferentes planos.

3. En esta década se han producido en España dos reformas laborales: la primera en el año 2010 con el último gobierno del PSOE, centrada básicamente en la ampliación de las causas del despido procedente y en la disminución de la indemnización por despido improcedente; la segunda dos años después, ya con el primer gobierno del PP presidido por Mariano Rajoy, profundiza lo que inicia la anterior y arremete contra el convenio colectivo.

4. Más del 90% de la nueva contratación es temporal, por lo que la tendencia no parece que se vaya a revertir. Pero no solo eso, sino que además la duración de los contratos es cada vez menor: de los nuevos, los más frecuentes son aquellos que tienen una duración inferior a los quince días y una cuarta parte duran menos de cinco.

5. R. Pascual Cortés, «Así es el empleo temporal: menos salario, protección, formación…», Cinco Días, 5 de enero de 2018, Disponible en: https://cincodias.elpais.com/cincodias/2018/01/04/midinero/1515063897_658158.html

6. N. Álvarez y J. Uxo, «I. El empleo. Ideas para acabar con la precariedad», CTXT, 28 de noviembre de 2017, disponible en:
http://ctxt.es/es/20171122/Politica/16374/empleo-recuperacion-desigualdad-Nacho-%C3%81lvarez-CTXT.htm

7. F. Pinto y R. Muñoz de Bustillo, «Sobre la precariedad laboral en España. Una panorámica general», Gaceta Sindical. Reflexión y debate, Nueva etapa núm. 29, CCOO, diciembre 2017, pp. 99-122.

8. El salario medio de las nuevas contrataciones en el año 2016 fue de 1.230 euros brutos al mes y la pensión media de los que se jubilaron en ese año ascendió hasta 1.332 euros.

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