Nieves Salobral Martín
La ética del amor abnegado en el neoliberalismo
Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, núm. 137, primavera 2017, pp. 81-90.
A lo largo de nuestra socialización se realiza todo un trabajo de escultura sobre el cuerpo para que vaya adquiriendo una serie de modulaciones de género, al tiempo que se establecen ataduras cómplices con las exigencias consumistas del capital. Este trabajo previo afianza unas prácticas éticas masculinizadas o feminizadas, que serán inscritas en el cuerpo a través de la fuerza simbólica del dominio, para habitarlos con un conjunto de respuestas auto- matizadas. La ética femenina de los cuidados, en su concepción reaccionaria de darse a los otros por encima de sí mismas, actúa en alianza con el neoliberalismo y hace de la feminidad una subjetividad cómplice con ambos sistemas: capital y heteropatriarcado.
Todo el mundo sabemos, ya sea por una experimentación propia más o menos intensa en algunos momentos, o durante ciertas etapas del ciclo de la vida, o porque se percibe en los otros, que los seres humanos somos vulnerables, a pesar de que se aparente cotidianamente lo contrario. Nuestra vida corpórea, sexuada y hablante, es interdependiente y ecodependiente: es más, se define precaria precisamente por esa necesidad de otros humanos y la naturaleza para su sostenimiento físico y moral. Nacemos abiertos al mundo, sin patrones sobre los sentimientos, ni sus prácticas éticas; por tanto, determinados a interaccionar, no solo para sobrevivir, sino también para obtener un reconocimiento que nos coloque en algún lugar de aceptación en nuestro entorno sociocultural y económico. Y, por este condicionante previo, necesitamos orientarnos socialmente a través de una estructuración moral que nos dirija hacia unos fines éticos. Lo que ocurre es que en nuestras sociedades capitalistas se nos orienta subjetivamente a situarnos, no en un lugar cualquiera de aceptación social, más bien en un lugar individual de privilegio o éxito social.
¿Quién puede ser deseable más acá del “BBVAh”?
El recorrido empieza cuando hay que decidir en la infancia, con suficiente constancia, entre unos juguetes u otros. La publicidad divulga, con mensajes seductores, los juguetes nuevos de última generación, sus novedades electrónicas o sus complejas funciones, o sus brillantes complementos. Y la maquinaria mercantilista del capital espera, además, que niñas y niños respondan con entusiasmo, de manera diferenciada, ante aquellos juguetes que están en el lado rosa o azul de la estantería en el centro comercial.
Mientras los artefactos de la estantería azul representan un conocimiento de la competencia técnica y la competitividad como la construcción, automóviles teledirigidos, helicópteros, o los videojuegos de lucha o fútbol, los juegos de la estantería rosa ensayan los cuida- dos y las tareas domésticas. Todavía hoy, las niñas se familiarizan desde los primeros años con muñecos bebés, cada vez más realistas, junto con sus complementos como biberones, pañales y baberos; y, más tarde, en sentido parecido, con muñecas adultas y sus trajes de fiesta, de princesa, de viaje para ensayar el acicalamiento. Las casitas, los juegos de cocina, y todos sus “cacharritos” ponen el punto definitivo a las primeras tecnologías del género femenino, que nos empiezan a habitar y habilitar en el trabajo de servicios de cuidados y sexuales de seducción en la esfera privada.
Al mismo tiempo, en la escuela, en el instituto, y bajo unas directrices normativas y educativas de género, la tendencia del sistema es continuar produciendo subjetividades acordes con las necesidades de la mercantilización del trabajo remunerado. Todo está dispuesto para que busquemos un lugar de éxito en la clase, compitiendo por ser el número uno por diferentes motivos: por ejemplo, los chicos en el deporte por excelencia masculino, el fútbol, o en las asignaturas técnicas. Las chicas pasarán a un segundo término de poder subordinado por cuyo motivo buscarán ser las más deseadas y queridas por los poderosos varones. Pero se quedarán relegados al rechazo o el ninguneo quienes no cumplan con esos requerimientos subjetivos dualistas, es decir: los varones más afeminados, las chicas más masculinizadas, incluso quienes se muestran ambiguos en su identidad sexual y, por supuesto, también quienes tienen la tez más oscura. Apoyándose en ese trabajo previo de domesticación moral y corporal, la fuerza simbólica de la dominación patriarcal se inscribe en los cuerpos, y generará que las respuestas de género, moduladas durante la infancia y juventud, se disparen sin apenas trabajo consciente. Así lo afirma Bourdieu:
«En otras palabras, la trenza simbólica, encuentra sus condiciones de realización, y su contrapartida económica (en el sentido amplio de la palabra), en el inmenso trabajo previo que es necesario para operar una transformación duradera de los cuerpos y producir las disposiciones permanentes que desencadena y despierta».1
Durante la juventud se puede mostrar ya claramente una amplia corporización del mandato normativo heterosexual, trabajando en íntima vinculación con el consumo que impone el mercado. Y, ¿con qué fin se modelan y practican una autoformación de sí los cuerpos en el capitalismo neoliberal? En general, como dicen Laval y Dardot en las sociedades capitalistas: «cada participante trata de superar a los otros en una lucha incesante para llegar a ser el líder y seguir siéndolo».2 Ambos sistemas, heteropatriarcado y capitalismo consumista, intersectan en el cuerpo bajo su fuerza simbólica, ideológica, abriendo las puertas de nuestro deseo a las exigencias objetivas de la mercantilización del mundo y las relaciones sociales. Su interacción nos dispondrá a desear activamente un lugar de poder y derecho individual, logrado por la posesión de bienes y objetos, pero nos orientará de manera desigual, según el género.
La idea de deseo como posesión de objetos no es nueva; ya la encontramos en el concepto de amor de nuestro pensador católico, San Agustín, que analiza Hannah Arendt en su tesis: «el bien es el objeto del anhelo, es decir, algo útil que el hombre puede hallar en el mundo y puede esperar poseer»,3 cuya definición hace eco literal de una definición del amor en Platón: «el deseo de poseer siempre el bien».4
El capitalismo ha acogido entre aplausos esta relación social deseosa centrada en la posesión, cuando se ha dispuesto a mercantilizar cualquier cosa, sea útil o no, y nos ha llevado a una continua búsqueda de la felicidad a través de la persecución de objetos. Para ello, nos exhorta a buscar el cierre de esa apertura al mundo implícita en el ser humano, pero con la posesión de objetos nunca alcanzamos la satisfacción, al contrario: provoca un continuo espejismo de plenitud que nos hace buscar otro y otro objeto. Ese será el motivo del triunfo: un eterno consumo. En lo que llevamos de siglo se ha exhibido este goce sin freno, por el que muchas familias de clase media poseen o han poseído en propiedad dos o tres casas, tres o cuatro coches, motos, además de un armario con un montón de ropa, una colección de zapatos, o muebles cubiertos de objetos de ornamento. Todo aquello que los instrumentos financieros nos permitieran conseguir con más o menos dificultad.
Esta perenne mercantilización y acumulación de bienes y objetos dispuestos en el mercado pone también en juego la mercantilización de nuestras relaciones sociales y sexuales, como ya afirmaban Bauer y Marx, desde su concepción heteronormativa: «la misma relación de la especie, la relación entre hombre y mujer, se convierte en un objeto comerciable. La mujer se convierte en objeto de negociación».5 El cuerpo femenino es en sí mismo objeto comerciable, pero no cualquier cuerpo, sino aquel que muestre los rasgos adecuados al grupo clase al que aspiran ascender. En general, se espera de nosotras que, como aquellas muñecas adultas con las que jugábamos de pequeñas, nos mantengamos guapas, nos expresemos cuidadoras y , sobre todo, deseables y dispuestas sexualmente.
La fatalidad de esa producción subjetiva, por la que modulamos nuestro cuerpo para obtener ese modelo de objeto de amor y cuidados, es que al mismo tiempo que nos hace deseables socialmente, nos produce un goce insaciable. Eso mismo le ocurre a una masculinidad dispuesta a gozar, competiendo para aproximarse a un referente ideal en la cúspide social, que se puede describir de la siguiente manera: raza blanca, burgués o de economía muy saneada, leído como varón, adulto y heterosexual, que abreviamos desde el feminismo como “BBVAh”.
Si las personas somos objetos de consumo –amables, o deseables, o no– en función del valor de nuestra clase, género, raza, capacidad funcional, etc., para otros u otras con un lugar de más poder, hay que poner urgentemente en análisis y transformación nuestra producción subjetiva y ética junto con el concepto de amor o de afecto. Hemos llegado a un punto en que, según nuestro valor de mercado, somos «vidas lloradas» o no. Así lo analiza Butler6 en su publicación de 2009. O, dicho de otra manera, quienes se alejan más de ese referente ideal del “BBVAh”, se pueden convertir en meras imágenes lejanas y desafecta- das, como las mujeres asesinadas por violencia machista o los muertos en la guerra de Irak o Siria.
De manera que, la feminidad, para lograr valor social, o ser una vida llorada, tiene que mantener todos sus complementos intactos: convertirse en un objeto deseado, conseguir tener una familia nuclear donde proyectar sus cuidados, pase lo que pase, y que su esposo se aproxime lo máximo posible a ese modelo ideal de la cúspide.
¿Cómo una subjetividad feminizada es cómplice con el capital y muere singularmente en el intento?
El capitalismo consumista convoca a competir a las mujeres por ser el sujeto más abnegado, expresando más habilidades de cuidados que nadie en nuestro entorno. Las madres narran, por ejemplo, cómo son capaces de hacer dos cosas a la vez recogiendo, sin pensarlo, todo aquello que dejaron los niños por el suelo, al tiempo que hablan por teléfono. En cambio, los varones saltan por encima de esos mismos juguetes sin sentirse interpelados a recogerlos, aunque no estén ocupados en nada más. Pero sí se sienten con derecho a solicitar que les asciendan sus jefes, o a exigir que la falda de su novias no sea corta cuando salen sin ellos, a controlar lo que “whatssapean” con sus compañeros masculinos del trabajo, e incluso a bromear o ningunear sus opiniones con paternalismo cuando ellas pretenden llevar la razón en un debate entendido como masculino.
Estas manifestaciones de feminidad o masculinidad muestran el gran trabajo práctico de género, realizado sobre sí, de ambas subjetividades a través de una ética diferenciada. Sus fines de género mercantilista suponen todo un continuum de ese dominio de una misma o uno mismo, de modulación corporal, para ajustarnos a cualquiera de las relaciones, sean laborales o amorosas; en concreto, lo describen Christian Laval y Pierre Dardot de la siguiente manera: «un proceso de descubrimiento y aprendizaje que modifica a los sujetos ajustándolos unos con otros».7 Pero no nos vincula en relación con una semejanza previa, sino que el sistema capitalista genera un contexto cambiante que pone en acción mecanismos psicológicos y competencias específicos, para que los sujetos se los apropien voluntariamente.
La subjetividad de género mezclada con el neoliberalismo resulta ser un curso activo de «autoformación del sujeto económico»,8 en el que aprendemos a orientarnos a través de un proceso «auto-educador y auto-disciplinario», por el que adquirimos rasgos morales cuyo fin es un sujeto «emprendedor» o «emprendedora» de sí y, en el caso de la feminidad, haciéndose valer como objeto cuidador. Las supuestas elecciones de novio se rigen en función de la información que ganan sobre el amado; y digo supuestas porque dichas elecciones estarán siempre restringidas a una determinada y próxima clase y campo simbólico.
Actitudes como competencia, alerta y oportunidad son elementos fundamentales en este dispositivo de emprendimiento, que van a acompañar a un sujeto con libertad individual para “pseudoelegir” y auto-transformarse en una subjetividad femenina «de complacencia respecto a las expectativas masculinas, reales o supuestas, especialmente en materia de incremento del ego».9 Hay que buscar la información y aprovechar la oportunidad para informar- se de ese deseo concreto masculino, ya sea para realizarse las operaciones quirúrgicas precisas en el cuerpo y adquirir sus cánones corporales, o modelar las capacidades acordes con dichas expectativas de los varones.
En muchos grupos sociales las mujeres no esperan ser empleadas: se preparan únicamente para encontrar amor y casarse. Ellas son paradas eternas o, mejor, parte de los «in-empleados» estructurales tal y como lo designa Jorge Alemán,10 que esperan que les salve el matrimonio de la pobreza, adquiriendo un lugar de más poder de consumo a través del amor. Pero no solo estas «in-empleadas» estructurales: muchas mujeres de otros grupos sociales más altos que, de una manera más o menos consciente, buscan, por encima de su propia autonomía, una familia a quien cuidar y ejercer sus cuidados.
Cuando las mujeres afirmamos que lo que deseamos nosotras fundamentalmente es cuidar a una pareja y a unos hijos, alabando lo cuidadoras que somos frente a los varones, estamos siendo cómplices del capital y el heteropatriarcado. Cuando ellas dejan el empleo para cuidar a la familia liberando al varón, tenemos que ser conscientes de que esos cuidados son trabajos que el capitalismo invisibiliza y no se tienen en cuenta como tiempos económicos, ni se tendrán en sus derechos sociales. Con esta feminización de los cuidados solo se logra una autoexplotación entre las mujeres, para que el capital extraiga ese tiempo liberado de cuidados a los varones, por el que a su vez ellos serán más explotados por el mercado o tendrán tiempo de ocio.
¿Cuál es el precio del amor en la ética de los cuidados reaccionaria?
La psicóloga y filosofa Carol Gilligan investiga el desarrollo moral de las mujeres, que valora diferenciado de los varones, debido a la socialización de género. Según ella, se distingue por lo siguiente: «[…] los juicios morales de las mujeres difieren de los de los hombres en la mayor medida en que los juicios de las mujeres van unidos a sentimientos de empatía y compasión […]».11 Estos sentimientos no son puramente inocuos, si ellas no se tienen en cuenta a sí mismas en sus propias decisiones morales y prácticas: pueden aliarse con una ética de cuidados reaccionaria, además de expresar complicidad con el capital. Esto ocurre en la medida en que las mujeres, de manera abnegada, se autoinmolan en favor de los cuidados familiares, ya sea para cercenar su autonomía o para olvidar sus propias inquietudes.
Estos sentimientos pueden expresar un amor altamente perjudicial para su salud, como reclamaba una campaña feminista. Asimismo, expresan misoginia cuando se espera esa misma abnegación en la distribución de los cuidados entre mujeres de la familia, o en las mujeres migrantes contratadas. Pero también esos sentimientos abnegados suponen una manera de control sexual, porque se ajustan a la fidelidad absoluta en el matrimonio. Control que es resultado de las normas y mandatos de la heterosexualidad normativa –no es un elemento privativo del sentimiento de amor, como veremos más adelante. Gilligan afirma que las mujeres encuentran una doble experiencia en esta feminización ética: «[…] pueden observar el potencial de la conexión humana tanto para el cuidado como para la opresión».12
El fin de ese afán femenino de modulación reaccionaria como objeto cuidador y sexual, es lograr tener las mejores habilidades como madres-esposas, hasta llegar a convertirse en su goce principal puesto que, como todo ideal provoca una eterna insatisfacción. Una mujer, realmente mujer, se siente madre abnegada para sus hijos como también para su esposo, luego va a sacrificarse a sí misma para apoyarles en cada momento a ambos (esposo, e hijos e hijas). Lo hará por encima de sí misma y desde la trastienda, pero nunca será suficiente sacrificio, siempre buscará un sacrificio más. Esta ideología de la inmolación la ilustró Esperanza Aguirre hablando de Ana Botella: «Ana ha sido esa gran mujer que está detrás de un gran hombre… Ana ha ayudado en todo momento al Partido Popular, ha ayudado a José María y luego ella, en su propia carrera política».13 Ahora bien, esta feminidad que antepone su familia y esposo desde atrás espera obtener cierto poder procurado por la posición social del esposo. Ese es el precio a cambio de su tiempo de cuidados: apoyo y orientación.
La complicación para desmontar este amor feminizado, inmerso en la ética reaccionaria, es que los cuidados proporcionan un sentido en la vida de las mujeres, les concede un lugar de gran importancia en el mundo y poder sobre los otros: su cuidado le proporciona conocimiento, control y organización sobre sus vidas, como se expresa en los colectivos de diversidad funcional (con el agravante de que también muchas mujeres buscarán, a través de ese poder sobre su familia, situarse en competición con el resto de mujeres y sus familias para lograr más poder de consumo, más derechos individuales). Dispondrán de lo imposible para que sus hijos e hijas tengan alimentación, vestido, juguetes y les respeten lo que entienden por sus derechos individuales, pero no se harán cargo del resto de las necesidades de la infancia, como narran muchas asociaciones de familiares de alumnado de los centros escolares, ni “llorarán” la muerte de miles de niños y niñas al otro lado de la cámara de Televisión. Y, mucho más, ellas se desentenderán de esas otras identidades no hegemónicas como lesbianas o trans, que son socialmente entendidas como lo abyecto y patológico, en la medida en que no se asimilan a los rigores de un esquema binario heteronormativo: esa norma que exige dos producciones subjetivas (feminizada y masculinizada) encaminadas amorosamente a lograr una familia nuclear heterosexual.
Ese es el foco de consumo del neoliberalismo: un individualismo familista, que se desafecta de lo diferente, y deja a un lado el resto de amores, incluso el de amistad, con el fin de privilegiar los derechos individuales de su familia nuclear “normal”.
El amor romántico es un auténtico mecanismo de control femenino
Durante estos últimos años, esta unión amorosa de carácter burgués se ha venido llamando “amor romántico” o “amor Disney” desde el análisis feminista. Hoy todavía se sigue difundiendo ampliamente en muchas producciones cinematográficas comerciales, como Crepúsculo (2008) o 50 sombras de Grey (2015). Ambas películas representan este arquetipo de amor fusión o complementario entre un varón de clase más alta y una mujer de clase más baja, que se basa en el intercambio de cuidados y sexo y apoyo abnegado a cambio de poder procurado a través del varón. Están condimentadas con una continua exhibición de riqueza y consumo, mucho más en el caso de la segunda película, cuyo protagonista es un alto empresario hecho a sí mismo, todo un “BBVAh”. Representa la virilidad emprendedora y autosuficiente, capaz de encandilar todas las fantasías de sujeto salvador, dispuesto a solventarle la vida a cualquier mujer realmente amorosa. Muchas jóvenes suspiran con sus imágenes de afecto y miradas de ternura varonil, pero también gozan con sus manifestaciones heroicas o los regalos que les ofrecen a sus amadas. Y no pensemos que solamente este tipo de romances interpelan a las jóvenes: otras adultas se enganchan a las telenovelas con alto aderezo amoroso o a los programas del corazón, que ofrecen modelos más realistas pero igualmente idealizados.
Este producto amoroso viene investido de una serie de requerimientos, unos compromisos concretos que le harán verdadero a ojos de la sociedad, que claramente los señala Mari Luz Esteban: «monogamia, procreación, fidelidad y cohabitación».14 Añado, además, vinculo eterno. Si no se logran estos requisitos no hay tal amor verdadero. Lo más curioso es que, a pesar de estos compromisos y de las anteriores cualidades dignas de cuentos de príncipes y princesas, se le llama amor puro, sin ideología. La realidad es que este esquema amoroso se muestra, tarde o temprano, como un espejismo para muchas mujeres, porque no logran mantener el vínculo eterno, tampoco la fidelidad, y este último es motivo de un alto número de separaciones; pero también en otros muchos casos, a pesar de que el amor ya no exista, terminan representando un simulacro de familia feliz. Por supuesto, el ideal de virilidad todopoderosa se les muestra como lo que es, una mala y dura representación teatral, o como analiza Bourdieu sobre la novela Al faro de Virginia Woolf:
«En efecto, es posible descubrir, en el trasfondo de ese relato, una evocación incomparablemente lúcida de la mirada femenina, a su vez especialmente lúcida sobre ese tipo de esfuerzo desesperado, y bastante patética en su inconsciencia triunfante, que todo hombre debe hacer para estar a la altura de su idea infantil del hombre».15
A pesar de las relaciones nefastas, incluso violentas, que mantienen muchas mujeres buscando ese ideal, continúan disparando flechas de amor en cuanto identifican ese modelo viril soberano en el espacio público. Se reflejan feminizadas, como nunca antes en su virilidad, activando inconscientemente todos los relatos del amor romántico, mostrando claramente el férreo destino que se les ha designado socialmente. Incluso reproducen una y otra vez relaciones de violencia, emprendiendo continuos vínculos con el mismo perfil: varonil dominador, empresario de sí, o proveedor y competitivo. Esperan lograr ese ideal amoroso, complementario al fin ético reaccionario, para dar ese falso cierre feminizado a nuestra apertura constitutiva. Una y otra vez nos sometemos al mismo sino esperando felicidad donde solo hay dominio patriarcal. Así lo recuerda Mari Luz Esteban: «[…] los análisis feministas que ya desde el siglo XIX rechazaron la visión de que el amor romántico es un vehículo de libertad y satisfacción, y retrata a éste más bien como el camino hacia la servidumbre […]».16
Los pequeños cambios que se han producido en la práctica paternal de algunos grupos sociales no son suficientes: de fondo, los varones leídos como tales, esperan todavía alcanzar ese ideal de “BBVAh”, liberado incluso de sus propios cuidados, y procurando una servidumbre amorosa femenina para lograrlo. Y esto se consigue a través de la violencia simbólica de la dominación, que atraviesa el reconocimiento y los sentimientos femeninos. No hay necesidad de golpes: solamente es suficiente la exhibición de una virilidad privilegiada, para que las mujeres confundan la erótica de la dominación y el poder con afecto, y así se sometan de manera voluntaria a su tiranía. La misma servidumbre que Etienne de la Boétie describe entre el pueblo y el tirano: «la libertad de actuar, hablar y de pensar les está casi totalmente vetada con el tirano y permanecen aislados por completo en sus fantasías».17 Asimismo, se puede describir la relación de muchas mujeres en calidad de servidumbre feliz y consentidora hacia el tirano viril, en la que el amor romántico actúa como dispositivo ético de control.
La subjetividad femenina heteronormativa está tan íntimamente orientada a dichas fantasías románticas, que sus prácticas éticas reaccionarias convierten este amor en un destino seductor, sometido al poder, que toda mujer debe cumplir para ser tal mujer. El amor romántico funciona como mecanismo de control y servidumbre femenina, que sacrifica la singularidad de cada una en favor de poder procurado por el varón, porque si una mujer no tiene marido y no tiene hijos a quienes cuidar con abnegación ha perdido su rumbo.
Ya es hora de romper con el amor romántico, como destino, y aceptar el amor como lo que es: una emoción excepcional, que igual que puede aparecer en un incierto momento, puede desaparecer con esa misma lógica.
Nieves Salobral es doctoranda de la Facultad de Filosofía de UCM.
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NOTAS:
1 P. Bourdieu, La dominación masculina, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 54.
2 C. Laval y P. Dardot, La nueva razón del mundo, Gedisa, Barcelona, 2013, p. 148.
3 H. Arendt, El concepto de amor en San Agustín, Encuentro, Madrid, 2011, p. 28.
4 Platón, El Banquete, Gredos, Madrid, 2014, p. 105.
5 B. Bauer y K. Marx, La cuestión judía, Antropos, Barcelona, 2009, pp. 160-161.
6 J. Butler, Marcos de guerra. Vidas Lloradas, Paidós, Madrid, 2009.
7 C. Laval y P. Dardot, op. cit. p. 140.
8 Ibídem, p. 140.
9 P. Bourdieu, op. cit. p. 86.
10 J. Alemán, Horizontes neoliberales en la subjetividad, Grama, Buenos Aires, 2016, p.112.
11 C. Gilligan, La moral y la teoría: psicología del desarrollo femenino, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 120.
12 Ibídem, p. 272.
13 EFE, «Aguirre dice sobre Botella que “ha sido esa gran mujer detrás de un gran hombre», eldiario.es [en línea], 18 de Mayo de 2015.
14 M. L. Esteban, Critica del pensamiento amoroso, Bellaterra, Barcelona, 2001, p. 159.
15 P. Bourdieu, op. cit. p. 90.
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