Cuerpos vulnerables

Cuerpos vulnerables: La intensificación del trabajo en las residencias de personas mayores

Paloma Moré

Este artículo forma parte del ESPECIAL Cuerpos frágiles y capitalismo publicado en el número 137 de Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global. Presenta los resultados de una investigación sobre cuidados a personas mayores en España y Francia. Más que resaltar los aspectos comparativos, el texto se centra en analizar el papel del cuerpo como elemento central del trabajo de cuidado en las residencias de personas mayores.

Esta dimensión corporal del cuidado se pone en relación con la organización del trabajo en estos centros y, concretamente, con la presión de tiempos. El objetivo es poner de manifiesto cómo la intensificación del trabajo en los centros residenciales tiene nefastas consecuencias tanto sobre los propios residentes como sobre las auxiliares que cuidan de ellos. Así, se pone de manifiesto una contradicción entre la noción de “cuidar”, y lo que esta implica, y el trabajo “real” llevado a cabo en las residencias.

El trabajo de cuidado es indispensable para mantener la vida humana, principalmente en las etapas de mayor vulnerabilidad y dependencia, como son la infancia y la vejez. En sociedades que están en pleno proceso de envejecimiento, como es el caso de España, donde las proyecciones1 estiman que las personas de 65 y más años supondrán el 38,7% de la población en 2064 ascendiendo a casi 16 millones de personas, los cuidados de larga duración para personas mayores se están convirtiendo en una preocupación creciente. En este contexto, las residencias se ofrecen como una solución integral para los cuidados de personas que ya no pueden permanecer en su domicilio y suponen un sector con una creciente demanda de fuerza de trabajo.

Por tanto, en la actualidad, la preocupación por los cuidados es creciente, pero no siempre ha sido así. A pesar de tratarse de un trabajo universal, su importancia no se ha tenido en cuenta mientras han sido prestados por las mujeres en el entorno familiar. En este sentido, el valor de los cuidados y su reconocimiento como trabajo no se ha producido hasta que, debido a una serie de factores sociales, las mujeres, de manera masiva, han ido orientando en mayor medida su tiempo de trabajo hacia el mercado laboral y menos hacia la familia, dando lugar a lo que se ha denominado la «crisis de la reproducción social». Así, de manera paradójica, los cuidados se han hecho «visibles» como problemática política, social y académica cuando han entrado en «crisis», es decir, cuando han dejado de ser prestados silenciosa y gratuitamente, como obligaciones familiares del género femenino, para transformarse progresivamente en servicios mercantilizados. En este contexto, desde los años noventa, las migraciones internacionales de mujeres han comenzado a abastecer de mano de obra destinada a atender la creciente demanda de trabajo de cuidados en las zonas ricas del Norte Global,2 algo que también ha sucedido en España.3 De esta manera, quienes a menudo desempeñan el trabajo de cuidado en los servicios mercantilizados, como son las residencias de personas mayores, siguen siendo mujeres, pero de origen inmigrante.

Los cuidados se han hecho «visibles» como problemática política, social y académica cuando han entrado en «crisis».

Este artículo recoge parte de los resultados de una investigación comparativa sobre los empleos de cuidados a personas mayores en España y Francia.4 La metodología utilizada combina varias técnicas de investigación con un enfoque cualitativo: entrevistas a trabajadoras, entrevistas a informantes clave y observación participante. Concretamente, aquí se analiza el estudio sobre el trabajo en residencias, para el que se realizaron 35 entrevistas en profundidad: doce entrevistas en profundidad con trabajadoras en Madrid y quince en París, además de siete entrevistas con informantes clave, entre los que se incluyen dos directoras de residencias (una en Madrid y otra en París), un trabajador social contratado en una residencia (Madrid), un director de centro de día (Madrid) y tres responsables técnicos de servicios sociales (dos en Madrid y uno en París).

Estas entrevistas se han complementado con un proceso de observación participante bastante intenso en el que se “siguió” a las trabajadoras durante sus jornadas laborales con el fin de poder “ver de cerca” la realidad de su trabajo y poder contrastarla con sus relatos biográficos. Esta técnica se llevó a cabo en dos residencias. Por un lado, en una residencia municipal de la periferia madrileña, de tamaño mediano (70 plazas) gestionada por una empresa privada. Por otro lado, en una residencia de gran tamaño (150 plazas) situada en la periferia parisina y que, pese a pertenecer a una entidad sin ánimo de lucro, estaba gestionada por una empresa privada. En ambos casos, la observación consistió en diez días de seguimiento del trabajo de las auxiliares, entre seis y ocho horas por día, en los turnos de la mañana y de la tarde.

Anclajes teóricos

Los cuidados, estén remunerados o no, deben ser considerados trabajo y, como cualquier otro trabajo, se definen por una organización social, unas relaciones sociales concretas y unos modelos «ideales» de realización que cobran sentido en contextos específicos. La división sexual del trabajo, entendida como el reparto jerarquizado del trabajo entre los sexos,5 ha motivado que, al estar adscritos al género femenino, los cuidados se hayan considerado actividades reproductivas y no un «verdadero» trabajo. A partir de los años ochenta, gracias a los estudios con perspectiva feminista, esta idea ha ido superándose.

Si bien en las primeras definiciones del cuidado se ponía el énfasis en que era un trabajo «de amor»,6 posteriores estudios han avanzado mucho en desvincular los cuidados de una supuesta inclinación femenina y han puesto el énfasis en la idea, inspirada en el Buen Vivir, de que los cuidados sostienen la vida.7 Esta noción de asociar los cuidados a una pretensión de mantener la vida para que «podamos vivirla de la mejor manera posible», no escapa a la percepción práctica de las propias trabajadoras. A menudo señalaban que en su trabajo era difícil priorizar las tareas (alimentación, aseo, refuerzo emocional, etc.) porque el cuidado consistía en un “todo” difícil de desagregar. Así lo resumía Emma, una de las empleadas entrevistadas en esta investigación, cuando se le preguntaba por la tarea o actividad más importante en su trabajo: «Todo es importante, es la vida la que es importante, en su globalidad».

Tal y como señala Emma, en el cuidado no se pueden jerarquizar las tareas y «todo es importante»8 porque lo esencial es mantener la vida y el entorno en su conjunto. En esta misma línea, Fischer y Tronto señalan que:

«Cuidar es una actividad genérica que comprende todo aquello que hacemos para mantener, perpetuar y reparar nuestro “mundo”, para que podamos vivir en él lo mejor posible. Este mundo comprende nuestros cuerpos, a nosotros mismos y nuestro entorno: todos los elementos que se articulan en una red compleja de sostenimiento de la vida»..9

Esta definición sitúa a los cuidados en el centro de las relaciones sociales –no solo familiares, domésticas o interindividuales– sino en todo tipo de relaciones entre seres humanos, y de estos con su entorno, y, además, permite visibilizar que las relaciones de cuidado son diversas, transversales y multidireccionales. Por tanto, los cuidados se articulan en “distintos niveles”, desde los intercambios cara a cara, donde las emociones y los cuerpos son fundamentales, hasta las relaciones sociales en el ámbito institucional y político. Esta concepción permite pensar que las personas que trabajan como cuidadoras no solo son “proveedoras” de cuidados, sino que también son  “receptoras” de cuidados en un complejo entramado de relaciones sociales en el que viven las consecuencias de las políticas migratorias, las políticas públicas en torno a los cuidados, las políticas de empresa sobre la organización del trabajo, las decisiones de sus empleadores, etc. En este sentido, las cuidadoras y sus cuerpos, pueden estar más o menos cuidados por la organización concreta del trabajo, como se verá más adelante.

La división sexual del trabajo ha motivado que, al estar adscritos al género femenino, los cuidados se hayan considerado activivdades reproductivas y no un «verdadero» trabajo.

Sin embargo, en lo que respecta al desempeño de su actividad, las residencias de personas mayores se caracterizan porque los cuerpos son un elemento central, pues gran parte del trabajo se realiza sobre cuerpos ajenos siendo, además, la exposición del propio cuerpo particularmente destacable.10 Por «trabajo sobre el cuerpo» (body work) se entiende el trabajo que se centra directamente en los cuerpos de los demás: manipular, evaluar, diagnosticar, y supervisar los cuerpos, que se convierten así en objeto directo del trabajo, implicando un contacto muy intenso, íntimo y, a menudo, sucio con el cuerpo, con su desnudez y sus secreciones.11 El trabajo sobre el cuerpo no está exento de relaciones sociales de género, clase social y etnicidad; así, las ocupaciones que desempeñan un trabajo sobre el cuerpo más “sucio” suelen implicar un menor reconocimiento y estar desempeñadas por personas en categorías sociales más desfavorecidas,12 como es el caso de las mujeres de clase trabajadora, y a menudo de origen inmigrante, que trabajan como auxiliares en las residencias de personas mayores.

Además, en las residencias el tiempo es un factor determinante para entender cómo se realiza el trabajo de cuidado. Así, mientras en entornos domésticos el cuidado se organiza en torno a las tareas y no implica una distinción clara entre la “vida” y el “trabajo”, en las residencias el tiempo está organizado de manera industrial, casi taylorista, y todo está medido a través de un horario estricto y supervisado a base de reloj. Sin duda esta forma de organizar el trabajo de cuidado es más eficaz en cuanto al ahorro de tiempo y costes, pero también resulta más difícilmente «comprensible» desde el punto de vista humano.13 De esta manera, la cuestión de establecer rutinas, estándares, horarios y tiempos de trabajo resulta una condición necesaria pero sumamente problemática para mantener una organización del trabajo que cumpla con unos estándares de eficacia racional.

La intensificación del trabajo y sus repercusiones

En la residencias, el proceso de trabajo para organizar la rutina diaria de los residentes implica una concatenación de tareas secuenciales, bien definidas, y marcadas según un horario preciso que rige la marcha del centro y armoniza los distintos equipos: levantar a todas las personas antes de las nueve, desayuno hasta las diez, etc. Este proceso de trabajo se caracteriza por su rigidez frente a las características generales del trabajo de cuidado, que difícilmente puede ser medido14 y, de manera particular, frente a las características específicas de la población destinataria, que tiene en la mayoría de los casos algún grado de dependencia. De esta forma, la enorme cantidad de retrasos que pueden producirse, ligados a la actividad humana, simplemente, no están previstos. Así, cualquier incidente o  accidente, como puede ser una persona que se desorienta, que no colabora para levantarse, etc., es un obstáculo que entorpece la cadencia del «bien organizado» proceso de trabajo.

En cuanto a la organización de los horarios de trabajo, para prestar cuidados durante las veinticuatro horas del día, las residencias se organizan siempre a través de tres turnos de trabajo de ocho horas: mañana, tarde y noche. Por las mañanas, las auxiliares comienzan por las habitaciones, solas o en parejas, para ir despertando, levantando, quitando los pañales sucios de la noche, llevando al baño, aseando las partes íntimas, duchando, poniendo nuevas protecciones y vistiendo a cada residente, haciendo un intenso trabajo sobre el cuerpo. Una vez la persona está limpia, cambiada, vestida y perfumada, se la acompaña hasta el salón, en silla de ruedas o caminando, donde se le da el desayuno, si no lo puede hacer por ella misma, y se regresa a la habitación donde debe hacerse la cama, cambiando las sábanas si es necesario, y limpiar y retirar todos los desechos relacionados con los excrementos de la persona. Estas tareas materiales se complementan con otras ligadas a la dimensión psicológica de la persona mayor. Así, las auxiliares deben procurar dejar un margen de autonomía para no atrofiar las capacidades que las personas todavía tienen, deben intentar darles ánimos, conversación, estimularlas, motivarlas… Para reforzar la autoestima de las personas y para que, en la medida de lo posible, sientan que la residencia “es su hogar”. Pues, como las auxiliares suelen repetir, lo que ellas hacen es “un trabajo humano”. Sin embargo, este contacto personalizado que otorga “humanidad” lleva su tiempo, ralentiza el ritmo de trabajo, les hace implicarse, detenerse, prestar atención, y ellas “no tienen un minuto que perder”.

En las residencias, el tiempo es un factor determinante para entender cómo se realiza el trabajo de cuidado

Esta secuencia de trabajo con la que las auxiliares empiezan la mañana es agotadora, especialmente teniendo en cuenta que debe repetirse cada día al menos ocho o diez veces consecutivas y con sus todos los imprevistos que, por supuesto, van surgiendo.15 Las estimaciones sobre el tiempo recomendado para hacer este proceso de manera satisfactoria rondan los cuarenta y cinco minutos. Sin embargo, la observación participante puso de manifiesto que la carga de trabajo obligaba a las auxiliares a reducir drásticamente los tiempos dedicados a estas tareas. Así, en la residencia estudiada en París este proceso se limitaba a veinte minutos por persona, mientras que en la residencia de Madrid se llegaba a reducir incluso hasta doce minutos. Evidentemente, esto implica una desmesurada intensificación del trabajo y la eliminación de las tareas menos visibles, como todo el trabajo sobre las emociones, al ser consideradas “accesorias” a las tareas más evidentes. A continuación, se ofrece un extracto del cuaderno de campo de una jornada de observación en la residencia de Madrid para ilustrar cómo las trabajadoras lograban mantener esa disciplina horaria a través de la intensificación del trabajo sobre los cuerpos ajenos y de un enorme coste físico, emocional y moral para sus propios cuerpos:

Extractos de los Cuadernos de Campo: Madrid, 17 de enero de 2014

 Desde las siete y media hasta las nueve de la mañana, que es la hora del desayuno, dos auxiliares, Mercedes y Marisa, tienen que despertar, levantar, duchar y vestir a dieciséis residentes totalmente asistidas, con movilidad muy reducida y un deterioro cognitivo severo que limita la interacción y la comunicación con las auxiliares. Cuando terminan con una, mientras avanzan a otra habitación, la dejan en su silla de ruedas en el pasillo, esperando a que alguien la baje al comedor, porque ellas no pueden “perder tiempo” en esa tarea.

 Una de estas residentes es Doña Antonia –me dicen– es una de las más difíciles de levantar: con la cabeza completamente perdida, tarareando sin parar canciones que aún perduran en su memoria, esta anciana senil no facilita en absoluto el trabajo: peso pesado, con brazos y piernas rígidas que ofrecen resistencia, moverlas supone un gran esfuerzo, y levantarla de la cama a pulso es arriesgado. Con ayuda de la grúa, y entre dos auxiliares, la levantan y la sientan en una silla geriátrica para poder ducharla, pero la señora no puede detener su incontinencia y pone todo el suelo de la habitación perdido. Entonces, mientras Mercedes la lleva al baño y comienza a ducharla, Marisa se va corriendo a la habitación siguiente para ir adelantando trabajo. Me van diciendo todo el rato: «fíjate el ritmo que llevamos, y aun así nunca llegamos a tener a todos listos para las nueve, que es la hora del desayuno». «No paramos en toda la mañana y a las doce tenemos que volver a cambiarlos». «A este ritmo no sé hasta dónde llegaremos». «Sobre todo ahora, después del ERE –expediente de regulación de empleo–, tenemos dos auxiliares menos, en media jornada». Efectivamente, con un trabajo así, cada persona cuenta y, a causa de la remodelación de plantilla tras el ERE, ahora hay dos compañeras que están a tiempo parcial. «Les intentamos hablar para que nos ayuden, pero no podemos hacer más». ¿Estimular, “dejar hacer”, dar conversación? No hay tiempo para eso.

 Mercedes suda hasta chorrear la camisa. Su compañera, Marisa, que es mucho más joven, también suda y corre con las mejillas enrojecidas por el esfuerzo. Las posturas en las que se ponen implican que la espalda esté constantemente tensa, tienen que estar medio agachadas, con el cuerpo doblado a cuarenta y cinco grados, tanto para ducharlos como para levantarlos, vestirlos… Solo de verlo duelen los riñones.

 Doña Antonia, recién duchada, de nuevo no puede evitar su incontinencia y los excrementos empiezan a chorrear por el agujero de la silla hasta el suelo. A toda prisa la limpian como pueden con una toalla, pues no hay tiempo para volver a lavarla o sentarla en el váter hasta que termine. Le ponen un pañal, la visten a la carrera y con ayuda de una grúa la trasladan a la silla de ruedas. Los restos de excrementos se quedan esparcidos por el suelo, se los llevan arrastrando con la silla de ruedas y los recogen como pueden con papel higiénico. ¿Pararse a limpiarlo? ¡Imposible! «Te vas a hartar del olor» –me dicen– y es verdad que es muy desagradable. Seguimos avanzando y Mercedes exclama: «¡ay, qué sudores!» –mientras se seca la frente con el brazo–. «¡Habrá quién no se crea que tenemos que estar dos horas así! ¡A este ritmo y sin parar! Esto es así a diario, no es que nos lo estemos inventando».

Este extracto muestra que la repercusión de la intensificación del trabajo sobre los cuerpos, las emociones y el sentido moral que las trabajadoras atribuyen a su trabajo es muy negativa. Además, se pone de manifiesto que el trato hacia las personas mayores deja mucho que desear en cuanto al respeto de su integridad como personas. En este sentido, desde una aproximación profesional a los cuidados geriátricos16 se remite a menudo a la importancia de hablar con las personas mayores, estimularlas, motivarlas, dejarles hacer por ellas mismas y no hacer en su lugar, no infantilizarles ni anular sus posibilidades, respetar su intimidad, no entrar en las habitaciones sin llamar, consultarles a la hora de vestirles, etc., pero, ¿cómo hacerlo cuándo la intensificación del trabajo llega a este punto? Por ejemplo, en la observación se constató que, en lugar de pedir permiso antes de entrar a las habitaciones o de saludar, las auxiliares, presionadas por el ritmo de trabajo, se dirigían sin mayor dilación directamente a levantarlas de la cama o a quitarles la ropa, casi sin dejarles tiempo para despertarse. La organización del trabajo estaba establecida en ambos casos como si fuera una secuencia lógica de tareas que las auxiliares pudieran desempeñar “limpiamente” siguiendo un ritmo de trabajo constante. Sin embargo, las personas residentes, aunque suene obsceno tener que recordarlo, son seres con vida, que se mueven o no quieren moverse, a quien hablar, dar conversación, que hacen preguntas, o se quejan, gritan, lloran y se resisten a moverse, necesitan ir al baño, a veces insistentemente, etc. Y las auxiliares sortean todo esto, como una carrera de obstáculos, dejando claro que cuanto más están obligadas a correr, más desagradable se vuelve el trabajo y más escollos éticos encuentran.

Cuerpo a cuerpo

Una constante en los relatos de las trabajadoras en los dos estudios de caso son los problemas de salud ligados al trabajo. Esto es una consecuencia directa de las características del trabajo antes descritas: por un lado, la realización de esfuerzos físicos como levantamiento de pesos y movimientos repetitivos que implican que continuamente se fuerce la espalda y los brazos; por otro, la intensificación de los ritmos de trabajo, que contribuye a incrementar los niveles de riesgo, porque bajo la presión de tiempos a menudo se descuida la atención a mantener posturas ergonómicas y se fuerzan ciertas partes del cuerpo. Así, la mayoría de las trabajadoras entrevistadas habían tenido algún problema de salud relacionado con la espalda, ya fuera por acumulación de fatiga y malas posturas o debido a algún accidente de trabajo.

En este sentido, en Madrid, de las doce informantes que habían trabajado como auxiliares, siete afirmaron haber sufrido problemas de salud relacionados con el trabajo. La mayoría de ellas relataron el momento preciso (una caída o un mal movimiento) en el que habían sufrido un accidente. En el caso de París, de nueve auxiliares de enfermería, cinco relataron también accidentes o problemas de salud directamente relacionados con el trabajo y, de las seis auxiliares de cafetería, cuatro también relataron problemas de salud ligados al trabajo. En ambos casos, las personas que no habían sufrido ningún problema de salud relacionado con el trabajo habían llegado recientemente al oficio o habían ejercido durante periodos cortos. Por eso su respuesta a menudo dejaba entrever más bien un “no, todavía” que un “no” rotundo. De todas las auxiliares a quienes se realizó entrevistas en profundidad y que llevaban diez o más años en el oficio, solamente dos de ellas declaraban no haber sufrido problemas “todavía” a pesar ser buenas conocedoras, a través de otras compañeras, de la problemática. Además, durante los periodos de observación en ambos terrenos se constató, a través de numerosas charlas informales y de la propia observación de los movimientos y las posturas de las trabajadoras, la constante presencia de estos problemas, como explica Heidy, una auxiliar entrevistada en Madrid:

«Mira, por querer avanzar hacemos movimientos que no son anatómicos: llevamos con esta mano la silla y queremos llevar con la otra mano el oxígeno y así haces fuerza. “¡Déjalo, mira como está tu muñeca, mira como está tu mano!” –les digo yo­–. O se están agachando y yo les digo: “¡dobla las rodillas, dobla las rodillas!”».

En este sentido, la observación participante puso de manifiesto que, casi constantemente, las auxiliares reclamaban una mirada de atención a las posturas que deberían mantener: la inclinación de la espalda cuando se trabaja sobre una persona encamada; los levantamientos de peso cuando se hacen las movilizaciones de la cama a la silla, y viceversa; las cabriolas que debían hacer con las muñecas al empujar las sillas de ruedas para entrar y salir de los baños y las habitaciones; la fuerza que debe hacerse para empujar a una persona de 70 kilos en una silla de ruedas, etc.

La repercusión de la intensificación del trabajo sobre los cuerpos, las emociones y el sentido moral que las trabajadoras atribuyen a su trabajo es muy negativa

Por otra parte, durante la observación realizada en los talleres que una asociación de mujeres migrantes que trabajan en cuidados en Madrid, imparte para formar a cuidadoras domésticas en atención geriátrica, se presenció la manera en que las auxiliares que impartían los talleres hacían hincapié en estos aspectos, mostrando de manera práctica la forma correcta de hacer estos movimientos para no lastimarse.  Sin embargo, tanto formadoras como alumnas coincidían en que, si bien es necesario conocer “la teoría”, en la práctica las posibilidades de aplicarla se limitan: por un lado, por la imposibilidad de utilizar material mecánico y, por otro lado, por la intensificación de los ritmos de trabajo. Así, pese a que en las formaciones se aconseja e informa acerca de la manera en que se deben hacer los movimientos para evitar hacerse daño o tener un accidente, y pese a que se han introducido mejoras técnicas, como camas medicalizadas o las grúas, para aliviar la carga física de trabajo, estas recomendaciones de ergonomía no son suficientes a la hora de impedir los accidentes y las dolencias físicas.

Conclusión

El cuidado de personas mayores supone un trabajo donde la exposición corporal de las personas implicadas se sitúa en el centro de la relación, tanto para quienes tienen la responsabilidad de cuidar como para quienes reciben el cuidado. En este sentido, el cuidado, más que un “cara a cara”, implica un “cuerpo a cuerpo”. Por un lado, las auxiliares manipulan repetidamente los cuerpos ajenos en su sentido más íntimo tratando de mantener la vida en condiciones dignas a quienes no pueden ya realizar por sí mismos las tareas más básicas y necesarias. Por otro lado, la exposición corporal de quienes realizan este trabajo es particularmente intensa.

Una rígida organización del trabajo y su intensificación mediante la presión de tiempos son mecanismos de gestión económica que, al ser aplicados al ámbito de los cuidados, tienen consecuencias nefastas. En este caso, se ha mostrado que los cuerpos de las trabajadoras, maltratados y desgastados por el trabajo, como los de las personas residentes, atendidos deficitariamente y deshumanizados, sufren enormemente como consecuencia de la organización del trabajo. Por supuesto, las consecuencias no son solo físicas, sino que son indisociables de la dimensión emocional  y moral.17 Así, se ha intentado mostrar cómo, a ritmo de cadena de montaje, las auxiliares manipulan y transforman el “producto” de la mañana a la noche, tratando de mantener la vida de la mejor manera posible, pero sabiendo que el cuidado es el gran ausente en esa relación de trabajo, tanto para ellas como para “sus” residentes.

En definitiva, se pone de manifiesto una gran contradicción entre una noción holista del cuidado que se basa en la responsabilidad de dar una respuesta adecuada ante una necesidad, y el trabajo “real” que las auxiliares pueden desempeñar en entornos donde la organización del trabajo es excesivamente economicista.

Paloma Moré es Doctora en sociología y Licenciada en periodismo.

Acceso al artículo completo en formato pdf: Cuerpos vulnerables: La intensificación del trabajo en las residencias de personas mayores

 

NOTAS

1 INE, Population Projection for Spain, 2014-2064 [en línea], 28 de octubre de 2014. Acceso el 9 de marzo de 2017.

2 S. Sassen, «Global cities and survival circuits», en B. Ehrenreich y A. R. Hochschild (eds.) Global Woman: Nannies, Maids and Sex Workers in the New Economy, Granta Books, London, 2002.

3 V. Rodriguez (ed.), Inmigración y cuidados de mayores en la comunidad de Madrid, BBVA, Madrid, 2012.

4 P. Moré, Los cuidados en las grandes ciudades, Colección Monografías, Centro de Investigaciones Sociológicas, Madrid (en prensa).

5 D. Kergoat, «Division sexuelle du travail et rapports sociaux de sexe», en H. Hirata, F. Laborie, H. Le Doaré y D. Senotier (eds.) Dictionnaire critique du féminisme, PUF, Paris, 2000.

6 H. Graham, «Caring: a labour of love», en J. Finch y D. Groves (eds.), A labour of love: women, work and caring, Routledge and Kegan Paul, Londres, 1983.

7 C. Carrasco, «La sostenibilidad de la vida humana: ¿un asunto de mujeres? », Mientras Tanto, Nº 82, Barcelona, 2001.

8 P. Molinier, Le travail du Care, La Dispute, Paris, 2013, p. 224.

9 B. Fischer y J. Tronto, «Toward a feminist theory of care», en Abel, E. y Nelson, M. (dir.), Circles of Care: Work and Identity in Women’s Lives, SUNY Press, Albany, 1990, pp. 36-54.

10 N. Foner, The Caregiving Dilemma: Work in an American Nursing Home, University of California Press, Berkeley, 1994, p. 190.

11 C. Wolkowik, «The Social Relations of body Work», Work, Employment & Society, 16(3), 2002, pp. 497-510.

12 Ibidem, p. 501.

13 E. P. Thompson, «Time, Work-Discipline, and Industrial Capitalism», Past and Present, núm. 38, 1967, pp. 56-97.

14 C. Vega, Culturas del cuidado en transición. Espacios, sujetos e imaginarios en una sociedad de migración, Editorial UOC, Barcelona, 2009, p. 297.

15 N. Foner, op. cit.

16 En este sentido el documental Me llamo Carmen [en línea] realizado por la diócesis de Málaga de la organización Caritas, ilustra estas expectativas que se recaen sobre las personas que trabajan en los centros residenciales. Acceso el 9 de marzo de 2017.

[17] P. Moré, «Cuidados «en cadena»: cuerpos, emociones y ética en las residencias de personas mayores», Papeles del CEIC, 1/2016.