Las élites de poder

 

¿Quién manda aquí?,
pregunté
Me dijeron:
“El pueblo naturalmente”
Dije yo:
Naturalmente el pueblo pero,
¿quién manda realmente?
Erich Freíd, Cien poemas apátridas1

 

Las élites de poder es el título de la INTRODUCCIÓN escrita por Santiago Álvarez Cantalapiedra para el número 151 de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global,

Hacerse la pregunta de «quién manda aquí» tal vez sea el camino más directo para averiguar la naturaleza de una organización. Sin embargo, ¡qué pocas veces se formulan preguntas como esta! Y en las escasas ocasiones en que alguien se atreva a formular la incómoda cuestión, lo más probable es que, ante la respuesta recibida, tenga que verse obligado a repetir la pregunta. El poder y quien lo detenta, aunque arrogantes, también son cautelosos y, por ello, la mayoría de las veces más bien opacos.

En una sociedad capitalista es el capital el que marca el conjunto de las relaciones sociales, de manera que el poder de los individuos viene determinado por su posición en la estructura social.

Detenta el poder quien dispone de la capacidad de hacer prevalecer su voluntad sobre la de los demás, incluso a pesar de la resistencia que estos eventualmente muestren. El poder está presente por todas partes y en todo tipo de relaciones, sean personales o sociales (económicas, políticas o culturales). Hay poderes duros o coercitivos y poderes blandos o persuasivos, pero todos responden al mismo esquema: la capacidad de que A logre que B haga C, tanto si B está de acuerdo como si no. Aunque siempre es relacional, hay formas de poder que tienen que ver más con las estructuras que con la buena o mala voluntad de quien se encuentra en disposición de exigir algo a su prójimo. Es el caso de las sociedades clasistas o patriarcales. En una sociedad capitalista es el capital el que marca el conjunto de las relaciones sociales, de manera que el poder de los individuos viene determinado por su posición en la estructura social. En la sociedad patriarcal son los roles socialmente atribuidos los que marcan las capacidades y oportunidades de las personas en función del género.

 

Las elites de poder

El poder no se ejerce solo. Hay personas que lo ostentan y representan. Las elites del poder cumplen esa función. Así pues, no nos referimos a las elites que poseen ciertos atributos socialmente valorados gracias a los que pueden influir sobre la sociedad en mayor medida que el resto. Nos referimos, más bien, a lo que Charles Wright Mills denominó en los años cincuenta del siglo pasado elites del poder, aquellas formadas por individuos que, situados en posiciones estratégicas en la estructura social, concentran el poder en sus diversas manifestaciones.2 Su presencia afecta al funcionamiento de los diferentes órdenes de la vida social y, por ello, ponderar su peso y examinar su comportamiento resulta crucial para evaluar el carácter democrático u oligárquico de una sociedad.

Los miembros de la elite del poder comparten origen, trayectorias y experiencias vitales y suelen estar ligados por lazos familiares, económicos o sociales. Poseen además el interés común de mantener el sistema que les favorece, por lo que trenzan redes de relaciones y troquelan instituciones para mantener y reforzar su posición prominente.

El estudio de la historia se alza como una de las formas más apropiadas de abordar el análisis de las elites del poder. La perspectiva histórica permite reconocer procesos de continuidad y momentos de ruptura, valorar el nivel de unidad o disgregación que alcanzan en torno al poder y, por consiguiente, el grado de dominación que logran sobre el conjunto de la sociedad.  En el momento en que Mills publicó su obra, el año 1956, la elite del poder en la sociedad norteamericana estaba formada por los propietarios y managers de las grandes corporaciones, los políticos y los altos mandos militares. En la España de aquella época, sin embargo, el poder era atributo de una sola persona que apenas accedía a compartirlo con un círculo cercano de generales y obispos. Con la modernización del régimen franquista, a partir del Plan de Estabilización de 1959, los tecnócratas vinculados al Opus Dei y el mundo empresarial comienzan a desplazar al ejército, a la jerárquica actualidad, es probable que cueste incluir al ejército o a la Iglesia católica entre las principales elites del poder,3 al menos si establecemos la comparación con el papel que han ido adquiriendo en los últimos tiempos empresarios, constructores, financieros y políticos vinculados con ellos.

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Elites económicas e instituciones “extractivas”

En el estudio de la economía brilla por su ausencia la cuestión del poder. De esta manera el enfoque convencional suele dejar en la oscuridad actividades económicas que no son más que meras operaciones de apropiación de la riqueza (social y natural) que llevan a cabo determinados individuos y empresas con el apoyo del Estado a través de la distribución discrecional de contratas, concesiones o licencias. Esta circunstancia ha sido explicada con largueza, para el caso de nuestro país, en el libro editado por Federico Aguilera y José Manuel Naredo titulado Economía, poder y megaproyectos, una de las escasas aproximaciones que han estudiado los discursos, las prácticas y los rasgos del nuevo poder oligárquico en España.4 Ahí se muestran, con numerosos ejemplos, cómo negocios inmobiliarios, megaproyectos hidráulicos y otras infraestructuras (desde plantas nucleares hasta autopistas o puertos), han servido para que unos pocos puedan lucrarse en perjuicio de la mayoría. En el país de los aeropuertos y radiales sin tráfico que los justifique, del boom inmobiliario y del tsunami urbanizador sin apoyatura demográfica y de las corruptelas que asoman por cada esquina, es muy probable que el grado de fusión alcanzado entre las elites económicas y políticas no encuentre parangón con el de otros países de nuestro entorno.

Los grupos dirigentes no ejercen el poder en el vacío, sino al amparo de marcos institucionales que establecen las reglas de juego propicias para sus exclusivos intereses

Lo que nos lleva a la cuestión principal de que los grupos dirigentes no ejercen el poder en el vacío, sino al amparo de marcos institucionales que establecen las reglas de juego propicias para sus exclusivos intereses. Son las instituciones económicas y políticas las que hacen que unos sean prósperos a costa de los demás y las que presentan al enriquecimiento personal como el indicador de la riqueza. Esta circunstancia ha hecho que se preste mayor atención, incluso desde el propio enfoque convencional, al papel que desempeñan las instituciones. De ahí la resonancia que ha logrado, tras el marasmo financiero de la Gran Recesión, la distinción realizada por Acemoglu y Robinson entre instituciones inclusivas y extractivas.5  Las primeras buscan conciliar los intereses privados con el interés general, requiriendo Estados fuertes, transparentes y democráticos. Las segundas, por el contrario, tienen como objetivo extraer rentas y riqueza de una parte de la sociedad para beneficio de un subconjunto distinto de ella. Predominan allí donde el espacio público se encuentra opacado y falto de dinamismo democrático, contribuyendo a la clausura de la movilidad social. Así pues, estas instituciones sirven para que las elites económicas, financieras y políticas se asienten y se perpetúen en el poder. Las instituciones extractivas no son únicamente políticas, también abarcan todo tipo de mecanismos y herramientas económicas como, por ejemplo, las operaciones financieras de alta frecuencia (high speed trading), que se han convertido en una poderosa palanca de redistribución de la riqueza en favor de gestores y propietarios de fondos de capital riesgo y en detrimento de la estabilidad del propio sistema financiero, cuyas crisis son soportadas por el conjunto de la sociedad.

 

El triunfo de la plutocracia

A un mes de las elecciones presidenciales The New York Times publica la noticia de que Trump pagó 750 dólares en impuestos durante los años 2016 y 2017. El multimillonario Warren Buffett reconoció en su día que contribuye al fisco menos que su secretaria. ¿Cómo es posible? En primer lugar, porque sus negocios se organizan de tal forma que gran parte de lo que ganan no está clasificado como ingresos y, en segundo lugar, porque el sistema fiscal actual de los EEUU grava menos a las rentas de capital que a los salarios que perciben las secretarias. En las economías capitalistas, donde el poder está fundado en la riqueza, los ricos tienen una enorme capacidad de influencia sobre la legislación tributaria, de manera que la línea que separa la evasión fiscal, que es un delito, de la elusión de la carga impositiva dentro de unos planes fiscales que no son delictivos es tan delgada como imperceptible.

La plutocracia destruye las normas de confianza y cooperación que anidan en el corazón de cualquier sociedad avanzada.

En El triunfo de la injusticia, los economistas Saez y Zucman documentan cómo los gobiernos han permitido sistemáticamente a los ricos evadir impuestos y luego, justificándose en ese hecho, han reducido las tasas impositivas corporativas, provocando una desigualdad desbocada. Los autores muestran en el libro, para el caso de los EEUU, la tasa impositiva promedio del 50% de los adultos con los ingresos más bajos en comparación con las 400 personas que más ganan desde el año 1960. La conclusión a la que llegan no admite matizaciones: antes de la dé- cada de 1980, los más ricos pagaban tasas impositivas más altas que las del 50% inferior (en 1970, por ejemplo, los estadounidenses más ricos pagaban, con todos los impuestos incluidos, más del 50 por ciento de sus ingresos en impuestos, el doble que los individuos de la clase trabajadora), pero en 2018, luego de la reforma tributaria de Trump, y por primera vez en los últimos cien años, el 50% inferior ha pagado más que los 400 primeros (el 0,001% de la población), es decir, las principales fortunas de los EEUU pagan menos impuestos que la clase obrera, de manera que los ricos han visto cómo sus impuestos se han reducido al nivel que había en la década de 1910.6

La plutocracia destruye las normas de confianza y cooperación que anidan en el corazón de cualquier sociedad avanzada. Las consecuencias que acarrea son múltiples. Por un lado, el agujero provocado por los impuestos que los ricos dejan de pagar necesariamente ha de ser cubierto por el resto, haciendo más regresiva la distribución de la carga fiscal y afectando a la igualdad de oportunidades. Esta brecha y la clausura de la movilidad social solo resulta funcional para la reproducción de estos grupos de poder. Así se muestra en un informe que estudia las elites en el Reino Unido: en aquel país, afirma el informe, a pesar de que se ha incrementado el número de empleos de alta gestión y cualificación, habitualmente ocupados por las elites, las oportunidades de acceder a ellos para quienes proceden de los hogares menos acomodados han disminuido considerablemente. Un 20% de los nacidos entre 1955-61 que ocupaban ese tipo de empleos provenía de clases menos favorecidas, pero para los nacidos entre 1975-1981, ese porcentaje es sólo del 12%.7

La arrogancia de los vencedores que impone un severo juicio sobre los demás genera una legítima frustración e indignación entre las clases trabajadoras.

Por otro lado, estas reglas e instituciones que solo favorecen a las elites asientan la polarización política y cultural que hoy padecemos. Las crecientes desigualdades y el atasco de la movilidad social se compadecen mal con el discurso meritocrático que afirma que todo el mundo puede triunfar si lo intenta. Sin embargo, las elites se aferran a esa cultura del mérito como justificación, y no solo dan la espalda a quienes se quedan atrás, sino que además se sirven de ese discurso para culpabilizarlos de su retraso. Esta arrogancia de los vencedores que impone un severo juicio sobre los demás genera una legítima frustración e indignación entre las clases trabajadoras que perciben que aquello que se presenta como fruto del esfuerzo individual no es sino el resultado de posiciones de privilegio.

Percibir en su justa medida la magnitud de este malestar social y, sobre todo, acertar a canalizar la indignación popular y la desconfianza en las instituciones, requiere comprender –como señala Sandel– que no estamos únicamente ante un problema de justicia y redistribución, sino también ante un problema de reconocimiento y estima social hacia unos sectores que se sienten humillados además de desposeídos.8 Líderes carismáticos y otros aparentes outsiders de las elites, que no por ello dejan de formar parte del establishment aunque exuden por sus poros populismo, parecen ser los únicos que se han dado cuenta del problema, aunque su presencia, de momento, solo ha servido para crispar y polarizar la política y el espacio público sin que se perciba aún ningún fruto relativo a la justicia y al reconocimiento.

Puedes descargar el texto completo en formato pdf: Las élites del poder.

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NOTAS:

1  En traducción de Michel Faber-Kaiser y J. Francisco Elvira-Hernández, Editorial Anagrama, Barcelona, 1978.

2  Charles Wright Mills, La élite del poder, FCE, México, 1978.

3  Lo que no significa que no mantengan una notable capacidad de influencia. La institución militar, más que a través de sus altos mandos, mantiene todavía un destacado influjo en la economía y en los presupuestos del Estado mediante el peso del gasto militar, la I+D y la industria y el comercio de armas [véase el libro de Pere Ortega, Dinero y militarismo. Del franquismo a la democracia (1939-2018), así como el artículo «La economía militar en España del franquismo a la democracia» del mismo autor publicado en el número anterior de esta revista]. En cuanto a la institucional eclesial católica, aún quedan activos demasiados vestigios de la cristiandad en la esfera pública (la confesionalidad encubierta en los artículos 16.3 y 27.3 de la Constitución, el Acuerdo con el Vaticano de 1979, la enseñanza confesional de la religión en el sistema educativo, la asignación tributaria, las exenciones fiscales, las inmatriculaciones indebidas, etc.) y la beligerancia de un sector de la jerarquía que actúa sin ningún disimulo como lobby en la legislación en materia educativa y moral privada.

4  Federico Aguilera y José Manuel Naredo (eds.), Economía, poder y megaproyectos, Economía & Naturaleza, Fundación César Manrique, Lanzarote, 2009.

5  Daron Acemoglu y James A. Robinson, Por qué fracasan los países: Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, Deusto, Bilbao, 2014.

6  Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, The Triumph of the Injustice. How the Rich Dodge Taxes and How to Make Them Pay, WW Norton, Nueva York, 2019, p. 22 y 23.

7  Katharina Hecht, Daniel McArthur, Mike Savage y Sam Friedman, Elites in the UK: Pulling Away? Social Mobility, Geographic Mobility and Elite Occupations, London School of Economics y The Sutton Trust, enero de 2020.

8  Michael J. Sandel, La tiranía del mérito, Debate, Barcelona, 2020.