Polarización: ¿sociedad en crisis?

Santiago Álvarez Cantalapiedra introduce el número 152 de Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, con el texto titulado: Polarización: síntoma mórbido de una sociedad en crisis.

 

El pasado seis de enero cientos de partidarios de Donald Trump asaltaron el Capitolio de los Estados Unidos apenas unos minutos después de que comenzara la sesión destinada a certificar la victoria de Joe Biden en las elecciones del tres de noviembre.

Este acontecimiento se ha convertido en un símbolo de la polarización política que atraviesa aquel país. Entre los asaltantes, un hombre ataviado con pieles de un bisonte que se hacía llamar el lobo de Yellowstone en su canal de YouTube, desde el que defiende las teorías del movimiento QAnon (acrónimo de Q-Anonymous).

Este movimiento surgido de foros de internet ha visto su mensaje propagado y amplificado gracias a los algoritmos que utilizan las redes sociales para captar la atención del usuario primando los contenidos más controvertidos y disparatados.

Las redes digitales están redefiniendo la naturaleza del espacio público. La información contrastada y de calidad está siendo desplazada por mensajes sensacionalistas y adhesiones emotivas.

El mensaje de QAnon no puede ser más delirante: Q –un insider del círculo más próximo a Trump con pleno acceso a información confidencial– es el encargado de destapar la agenda oculta de las elites globales que gobiernan el mundo, así como el plan de Trump para hacerle frente. Estas elites no sólo mueven los hilos del poder, sino que también son responsables, entre otras cosas, de la propagación de la pandemia del COVID-19 y de una monstruosa red de pedofilia a nivel mundial.

Para los seguidores de QAnon, Trump es su salvador, mientras que Q, su profeta, es el encargado de revelar a sus seguidores –a través de breves entregas que reciben el nombre de drops (gotas)– las acciones del plan maestro que el expresidente tenía preparado para contrarrestar la perfidia de los globalistas. Podría servir perfectamente de materia narrativa para una entretenida ficción distópica. Pero resulta más esclarecedor si contemplamos lo que realmente significa: el síntoma mórbido de una sociedad en crisis.

Problemas con la verdad

Vivimos en una sociedad que padece un grave problema en relación con la verdad. En el ámbito del conocimiento tal vez no podamos aspirar –como señala la ciencia– más que a certezas (provisionales), pero en la vida política y social la renuncia a una búsqueda honesta de la verdad solo conduce a la mentira y a la trapacería.

Si esta actitud desaparece de nuestras virtudes cívicas, las consecuencias son catastróficas. Es la conclusión a la que llega cualquiera que haya visto la miniserie Chernobyl basada en muchos de los testimonios recogidos por la escritora bielorrusa Svetlana Aleksiévich (ganadora del Premio Nobel de Literatura del año 2015) en su libro Voces de Chernóbil. Es la conclusión que cabe aventurar de la forma en que estamos encarando el cambio climático u otras de las manifestaciones de la crisis ecosocial en la que andamos metidos.

Fruto del llamado paradigma de la posverdad, que no reconoce más que juicios subjetivos, surge una nueva lógica política marcada por la confrontación y la polarización de posiciones al no existir ninguna realidad verificable, sino únicamente controversias interminables sobre “hechos alternativos”.

En la vida política y social la renuncia a una búsqueda honesta de la verdad solo conduce a la mentira y a la trapacería.

Cuando a una astracanada no se la reconoce como un disparate, ni a una mentira como una falsedad, considerando ambas solo como realidades “controvertidas”, quedamos entrampados en un «relativismo nihilista, que no reconoce ningún conocimiento ni ninguna norma, que todo lo iguala, y que legitima como “opiniones” diferentes lo que debería ser considerado falso o inhumano».1

Este relativismo ético y epistémico se propaga al conjunto de la sociedad a través de unos medios de comunicación que han experimentado una transformación radical con la digitalización, intensificando sustancialmente esa tendencia. Pero la cosa viene de más lejos, pues la base intelectual de la posverdad se puede percibir en la filosofía posmoderna que empieza a dominar el pensamiento occidental a partir de la década de los setenta del siglo pasado coincidiendo, curiosamente, con el arranque de la hegemonía neoliberal.

También las mutaciones en los medios de comunicación son anteriores a la irrupción de la digitalización. Lo que los situacionistas de los años sesenta del siglo pasado llamaron Sociedad del espectáculo no era más que el aviso temprano de hacia dónde nos conduce la mercantilización de la información: al primado de las emociones y los sentimientos frente a la información objetiva y rigurosamente contrastada.

Con estos mimbres intelectuales y comunicativos no ha sido difícil trenzar el cesto de la posverdad. Ahora, bajo el capitalismo digital que sacrifica la búsqueda de la verdad por la captación de la atención del usuario, la manipulación alcanza el grado de perfección que supone el paso de lo artesanal a lo tecnológicamente sofisticado.

En esta nueva modalidad del capitalismo histórico las empresas digitales nos conocen mucho mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos. Y no solo porque disponen de toda la información que voluntariamente ponemos a su alcance, sino también porque su operativa, basada en algoritmos, se ha construido teniendo presente lo que sabemos por la biología evolutiva y las neurociencias: que el cerebro del ser humano es bueno para distinguir objetos y responder a deseos y pulsiones, pero no tanto para comprender de forma intuitiva el conocimiento complejo. Al no estar adaptados para estos menesteres, nuestra mente se deja seducir por atajos sencillos. Rehuimos lo complejo, refugiándonos y encastillándonos en lugares comunes. En un contexto como el actual, en el que prima la incertidumbre y la inseguridad, la tentación simplificadora actúa como bálsamo de Fierabrás a la hora de comprender y buscar soluciones a los problemas de la realidad. La insistencia en la política actual de la necesidad de un relato para comprender y actuar expresa bien esta predisposición a los atajos.

Problemas para representar la realidad social

Así pues, existe en la actualidad un nexo directo entre la posverdad y el modus operandi de los medios de comunicación, y entre estos y la polarización política. Pero el problema de la polarización no se reduce a esos vínculos. Desde luego que esos nexos explican buena parte de los discursos políticos crispados, el auge de las teorías conspirativas y el negocio de las fake news, pero dejan en la oscuridad otro problema tan importante como el poco aprecio que mostramos por la verdad y que tiene que ver con la escasa representatividad de las instituciones democráticas.

La polarización, al fin y al cabo, es solo un síntoma de la involución que han experimentado en las últimas décadas las democracias. Esta erosión democrática tiene muchas vertientes: una de ellas, tal vez la principal, es el cuestionamiento de los derechos sociales y las libertades fundamentales bajo el orden neoliberal. Durante este periodo la razón democrática se ha visto asediada por el cerco de los intereses particulares de quienes detentan el poder económico. La dominación neoliberal ha destruido el frágil equilibrio entre la libertad individual y la preocupación por el bien común que había constituido el fundamento de la democracia liberal.2  Sin embargo, hay otras vertientes a las que se presta menos atención y que tienen que ver con la forma en que la clase política desatiende los problemas fundamentales de la gente y con la creciente desconfianza y desafección que, como consecuencia, muestra la ciudadanía hacia las instituciones.

En la actualidad hay un nexo directo entre la posverdad y el modus operandi de los medios de comunicación

El problema de la creciente desconexión de los políticos profesionales de sus representados no es algo nuevo y fue puesto de manifiesto por movimientos como el 15M tras la Gran Recesión de principios de siglo.

La quiebra del sistema tradicional de partidos y la irrupción de nuevos actores en el escenario político pudieron ser la oportunidad de aminorar esa brecha. Sin embargo, las formaciones políticas emergentes, que se atrevieron a denunciar que la ciudadanía era tratada poco menos que como una comparsa en un juego ceremonial de elecciones a la que era convocada periódicamente para luego ser desplazada de nuevo entre bastidores mientras el escenario era ocupado por castas y camarillas políticas, no solo revelaron poseer grandes carencias organizativas y una desigual implantación territorial, sino también poca representatividad de las clases populares fuertemente dañadas por la crisis y las políticas de ajuste.

La composición del Parlamento que ha surgido de las dos últimas elecciones generales revela avances en la renovación generacional de los diputados y en los objetivos de paridad entre hombres y mujeres, pero no ha logrado reflejar en la misma medida la estructura social del país. Es más, Podemos, el partido con una vocación más manifiesta para romper esta brecha de representatividad ofrece entre su dirigencia un perfil sociológico tan homogéneo como poco próximo al de las clases populares que cabría suponer quieren representar.

Una mezcla explosiva

La mezcla de poco aprecio por la verdad e insuficiente representatividad institucional de las necesidades reales de las mayorías sociales puede dar lugar a un cóctel peligroso para el sistema democrático.

Sectores cada vez más amplios de la población se consideran abandonados al tiempo que crece el descrédito por valores liberales como la tolerancia y el respeto a los adversarios políticos. Este es el caldo de cultivo de la cultura de la polarización.

Es un terreno propicio para la consolidación de nuevas formaciones políticas. El vacío que deja tanto el desprecio por la verdad como el desapego a las más elementales virtudes cívicas de convivencia, unido al sentimiento de orfandad en la representación política, está siendo ocupado con asombrosa rapidez por formaciones que hacen del resentimiento y la crispación su bandera política y que tienen la habilidad de ocultar, en medio del ruido y la confusión mediática, las verdaderas razones del descontento social.

Se trata de un movimiento tan extendido como dispar en sus posiciones. En los EEUU, los terrores demográficos de la (aún) mayoría blanca anglosajona y los efectos sociales de la desindustrialización provocada por la globalización, con el trasfondo de un racismo irresuelto, ha precipitado en el trumpismo. En la Europa oriental, el desencanto por el poscomunismo y la democracia liberal está precipitando regímenes tradicionalistas y autoritarios. En el occidente y norte de Europa, frente a la impotencia y fracaso del proyecto de integración, arraiga un sentimiento de pérdida de “la identidad de la nación” al tiempo que se extiende la islamofobia y xenofobia en nombre de una supuesta defensa de los valores de la laicidad:

En 2017, El Tribunal Europeo de Justicia dictaminó que los empleadores podrían prohibir a sus trabajadores la exhibición de símbolos religiosos. El asunto fue remitido por un tribunal belga en 2006, cuando una recepcionista de la filial en Bélgica de la empresa de seguridad británica G4S fue despedida porque quería llevar chador. Aunque los principales objetivos de la prohibición eran las mujeres musulmanas, la resolución significó que, en teoría, un empresario podría impedir que un hombre judío llevara una kipá, un sij llevara un turbante o las personas cristianas llevaran cruces. Entretanto, en Francia, Dinamarca, Bulgaria, Austria, Bélgica y zonas de Suiza está prohibido llevar en espacios públicos burka y nicab (prenda que cubre el rostro), una decisión que Amnistía Internacional lamentó apoyándose en el evidente principio liberal de que «todas las mujeres deberían tener la libertad de vestir como quieran y llevar ropa que expresa su identidad o creencias».3

Esta particular reinterpretación de la laicidad como espacio en el que no cabe ninguna religión (en lugar de la genuina afirmación laica de que en una sociedad caben todas las confesiones) es, sin embargo, la antesala para reivindicar las creencias propias (religiosas o políticas) como las únicas legítimas, que además ayudarán a recuperar el alma perdida de la nación. Continuemos con la cita:

En Baviera, en cambio, el ministro presidente Markus Söder, de la Unión Social Cristiana (CSU), aprobó una ley de «crucifijo obligatorio» (Kreuzpflicht) que compelía a colgar una cruz en la entrada de todos los edificios públicos. Una idea similar fue puesta en marcha en Italia por Matteo Salvini (…) Ambas iniciativas se toparon con la firme desaprobación de la Iglesia Católica. En Baviera, el obispo de Wurzburgo, Franz Jung, el cardenal Reinhard Marx, arzobispo de Múnich, y otras eminencias eclesiásticas que, obviamente, saben más de principios de laicidad que el ministro presidente bávaro, lamentaron la decisión. En Italia, el periódico católico Famiglia Cristiana, apoyado por obispos y jesuitas, condenó la iniciativa mostrando en primera plana el titular «Vade retro, Salvini».4

La política del resentimiento siempre tiene a mano un chivo expiatorio (inmigrantes, minorías étnicas o religiosas, etc.), una teoría conspirativa (la judeo-masónica o la de España nos roba), el mito de un pasado glorioso y, sobre todo, mucha agresividad para quienes se atrevan a desvelar que son formaciones que no representan la solución de nada sino únicamente el síntoma mórbido de un problema complejo. Un problema para el que no hay atajos y que tiene que ver no solo con cuestiones materiales de fondo (la inseguridad e incertidumbre que provoca la combinación de crisis en la que estamos), sino también con el desapego a la verdad, la falta de unas instituciones confiables en su representatividad y el abandono del ejercicio de la tolerancia y el respeto.

Vivimos el final de un orden neoliberal en descomposición en medio de una crisis ecosocial con una envergadura civilizatoria. Las grandes transiciones históricas nunca han sido procesos ordenados y lo común en ellas es la manifestación de síntomas mórbidos. En el plano político, está por definir –recuerda César Rendueles en su lúcido panfleto igualitarista– qué «características políticas, morales, culturales y sociales tendrán los regímenes que gestionarán el final del imperio del mercado y reintroducirán la política en nuestras vidas. Este es el gran conflicto de nuestro tiempo».5. Hoy el peligro para la democracia no son los fascistas sino «los demócratas sin ideal democrático».6

El apego a la mentira, el desprecio a las clases populares y la xenofobia se pueden ejercitar sin necesidad de apelar a la superioridad racial ni cuestionar la democracia. Basta con apelar al discurso meritocrático que culpabiliza a las víctimas de su suerte o que hace creer que los responsables de sus males son otras víctimas. Basta con deslizarse por la arrogante pendiente de creer que con tener razón ya es suficiente (como ocurre tantas veces en la izquierda y en el seno de los movimientos sociales), ignorando de este modo las necesidades de las clases subalternas para las que las grandes respuestas a los problemas del presente pueden tener resonancias diferentes según su situación concreta.

Hoy el peligro para la democracia no son los fascistas sino «los demócratas sin ideal democrático»

Antes de descalificar de forma facilona a quienes simpatizan o siguen los signos mórbidos de los tiempos, y para no incurrir en exhibiciones de superioridad moral que solo generan rechazo y desconfianza, lo que nos hace falta es leer la realidad a partir de los últimos y de las víctimas de las estructuras de opresión, la única capaz de dar sentido y esperanza a todos, lo que implica –según Ignacio Ellacuría– al menos tres cosas: «hacerse cargo de la realidad» (dimensión intelectiva), «cargar con la realidad» (dimensión ética) y «encargarse de la realidad» (dimensión de la praxis).7

La gravedad y celeridad del deterioro ecológico y social hacen que solo podamos actuar ya sobre la amplitud de la tragedia, y en estas circunstancias la honestidad con la verdad, la solidaridad con las víctimas y el apoyo mutuo parecen las únicas sendas que quedan transitables para reestablecer la confianza que nos libre de la polarización.

 

NOTAS

1  Carolin Emcke, «El fantasma sigue presente», El País, 28 de noviembre de 2020.

2 Me he referido a ello con mayor detenimiento en los capítulos 3 («La gran involución») y 4 («El gran vacia­miento») de mi libro La gran encrucijada. Crisis ecosocial y cambio de paradigma, Ediciones HOAC, Madrid, 2019.

3  Donald Sassoon, Síntomas mórbidos. Anatomía de un mundo en crisis, Crítica, Barcelona, 2020, p. 51.

4  Ibidem, p. 51.

5  César Rendueles, Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista, Seix Barral, Barcelona, 2020, p. 361.

6  Emilio Gentili, Quién es fascista, Alianza, 2019, p. 203.

7  Lo señala Jon Sobrino al recordar al compañero asesinado en El Salvador en el primer capítulo de su libro Fuera de los pobres no hay salvación, Trotta, Madrid, 2007, p.18.

 

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