El malestar de nuestro modo de vida
«El malestar de nuestro modo de vida» de Santiago Álvarez Cantalapiedra, es el título de la INTRODUCCIÓN del número 158 de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global.
El malestar en la cultura es un ensayo de Sigmund Freud publicado en 1930 en un contexto sombrío marcado por el cruce de los efectos que aún perduraban de la Gran Guerra con los emergentes de la Gran Depresión del 29.
Este texto, considerado uno de los más influyentes del siglo XX, tiene que ver con el antagonismo entre las exigencias pulsionales del ser humano y las restricciones impuestas por la cultura. Ese antagonismo termina transformándose en un profundo sentimiento de culpa. El descontento y la insatisfacción no serían sino la consecuencia inevitable de la condición cultural de nuestra especie.
En el momento actual, y llevado a un terreno que trasciende el psicoanálisis y la psicología social, cabría identificar en el malestar que hoy nos asola no tanto un sentimiento de culpa como de ansiedad y frustración ante una cultura que promete lo que no es capaz de colmar, que exige lo que no somos capaces de dar y que, lejos de reprimir, favorece unas pulsiones dionisiacas (en lo que se refiere a los deseos) y fáusticas (en relación con las capacidades) que desatan nuestra hybris (o desmesura).
De ser así, las raíces del malestar contemporáneo se encontrarían en el tipo de civilización que hemos construido. Una civilización que encadena una crisis tras otra sin llegar a superar ninguna.
Nos encontramos exhaustos como consecuencia de los acontecimientos recientes: en el transcurso de apenas tres lustros, y con el trasfondo de una crisis climática de consecuencias impredecibles a la que no prestamos la debida atención, hemos asistido a una crisis financiera de una dimensión descomunal (La Gran Recesión del año 2008), a la primera pandemia global en sentido estricto (la COVID-19 del 2020) y, en el presente año, al comienzo de una guerra en Ucrania que acelera la tendencia armamentística que se venía incubando desde hace años y que aviva la pesadilla exterminista siempre asociada al gigantismo nuclear.
La fatiga de la sociedad del rendimiento
Los impactos que han provocado estos hechos se suman a la fatiga crónica que arrastramos en la vida cotidiana. El capitalismo actual ha impuesto la sociedad del rendimiento, un tipo de sociedad donde la coerción, una vez interiorizados sus dictámenes, deja de ser externa y pasa a convertirse en un imperativo que surge del interior de los sujetos. Ya no hay «sujetos de obediencia» sino «sujetos de rendimiento».1 El sujeto transformado en emprendedor de sí mismo, forzado a rendir a cualquier precio y a cumplir con los objetivos marcados, se autoexplota hasta la extenuación pensando que así se acaba realizando.
Uno de los síntomas de esta sociedad del rendimiento es el cansancio. El binomio rendimiento/ cansancio nos hace añorar la vieja reivindicación del derecho a la pereza de Lafargue. Una fatiga permanente que nos acompaña a todas horas y cuyas manifestaciones se dejan ver por todas partes.
Manifestaciones del malestar
En Japón hace tiempo se puso nombre a la muerte provocada por estrés: karoshi. El término sirve para describir las consecuencias de unas agotadoras jornadas de trabajo para defender el estatus adquirido en un contexto fuertemente competitivo. Fenómenos relacionados, como el desgaste profesional (burnout), el síndrome de fatiga por el exceso de información o el “jet lag social”, caracterizan el panorama patológico de una sociedad que contiene demasiados factores neurotizantes.
Este último síndrome, que comparte los síntomas que sufrimos por los cambios horarios que implican los largos viajes (alteraciones del sueño, dificultades de concentración, fatiga o problemas digestivos), surge de las agotadoras e interminables jornadas que fracasan en su propósito de conciliar vida laboral, familiar y de ocio.
Como el día no tiene las suficientes horas para responder a los deberes autoimpuestos ni al consumo de ocio al que aspiramos (visionar nuestra serie preferida o comunicarnos con los amigos a través de las redes sociales), prolongamos la vigilia hacia la noche, provocando que el final de la jornada llegue cada vez más tarde. Sin embargo, el despertador suena por la mañana a la misma hora para recordarnos que debemos cumplir de nuevo con las obligaciones laborales y familiares. Así día tras día, acumulando cansancio y una deuda de sueño que surge de las horas que vamos robando a la noche e, inevitablemente, a nuestro descanso. Cuando llega el fin de semana o un día festivo, tratamos de compensar ese déficit durmiendo más, provocando ese desfase que se conoce como “jet lag social”.2
Un modo de vida que genera un ambiente tóxico
Estos y otros síndromes nos deberían llevar a revisar radicalmente nuestro modo de vida. Hemos creado una sociedad cuyo funcionamiento normal impide desarrollar una vida tranquila y saludable. Vivimos rodeados de exceso de ruido, de iluminación, de calor y de sustancias tóxicas. La contaminación acústica, lumínica o atmosférica están haciendo del silencio, la oscuridad o del aire limpio “bienes raros”, escasos. El ruido está desplazando al silencio, la luz artificial a la oscuridad y la contaminación del aire está acabando con una atmósfera sana. Las consecuencias sobre nuestra salud (física y emocional) y, por ende, sobre el bienestar social y la calidad de la vida son cada día más evidentes.3
Un informe de la Comisión de Contaminación y Salud de la revista médica The Lancet señala que los diferentes tipos de contaminación (principalmente la polución del aire y la contaminación química debida al plomo) son responsables cada año en el mundo de la muerte prematura de nueve millones de personas, más que todos los fallecimientos registrados hasta el momento por la pandemia de COVID-19 y que la suma de las que ocasionaron en el año 2019 las guerras, el terrorismo, el SIDA, la tuberculosis, la malaria o el consumo de drogas.4 En las últimas dos décadas, estas muertes causadas por las formas modernas de contaminación han aumentado un 66%, impulsadas por la industrialización, la urbanización incontrolada o la combustión de combustibles fósiles. Y, como ya se ha señalado, más allá de provocar un exceso de muertes prematuras tiene otros muchos efectos sobre la salud, el desarrollo cognitivo y el bienestar emocional de humanos y otras especies, lo que convierte a la contaminación en el principal factor de riesgo ambiental de la salud en el planeta.
La contaminación, el cambio climático y la pérdida de biodiversidad están estrechamente vinculados y constituyen una amenaza existencial para la salud humana y planetaria.
El modo de vida de la civilización industrial capitalista da lugar a este entorno pernicioso que nos vuelve más irritables, agresivos y estresados, debilitando la salud y generando malestar. Una forma de vida que exige por el día un alto consumo de estimulantes para seguir el ritmo trepidante de la jornada y que luego, por la noche, debe ser debidamente contrarrestado con otras sustancias que permitan descansar y conciliar el sueño.5 Se entrega el bienestar a una variedad de sustancias químicas, cuando el origen del malestar no está en nosotros sino en las condiciones sociales y ambientales que nos impiden vivir como seres saludables y tranquilos. Hay quien llama a esta toma masiva de medicación “la epidemia silenciosa”, ya que avanza sin grandes aspavientos, pero de forma imparable y contundente. Dos millones de norteamericanos se han vuelto adictos a los opioides, lo que se considera una crisis sanitaria de primera magnitud.6 ¿Qué dolor nos acompaña que necesitamos calmar con cualquier medio a nuestro alcance?
Un modo de vida que no favorece las conexiones
La angustia se esparce sobre la sociedad como el alquitrán. El desasosiego y el malestar se expresan también en forma de ansiedad y depresión. Se tratan habitualmente como trastornos mentales cuya solución se confía a la farmacopea. Pero el hecho es que las pastillas están cada vez más presentes en la vida de la gente y no por ello disminuye esta epidemia “mental”. «La causa principal de la depresión y ansiedad crecientes –sostiene Johann Hari, quien decidió buscar el origen de la depresión que venía padeciendo desde su juventud– no se halla en nuestras cabezas. La descubrí principalmente en el mundo y en el modo en que vivimos en él. Descubrí que existen al menos nueve causas probadas».7 Según Hari, hay un elemento común en ellas: «todas son formas de desconexión».8 Vivimos desconectados de unos empleos precarios que apenas ofrecen ingresos suficientes y oportunidades de promoción profesional e impiden desarrollar proyectos vitales y trayectorias laborales estables; la aceleración de los cambios sociales nos dificultan conectar con valores significativos que otorguen un sentido a la existencia; la artificialidad de los actuales modo de vida nos separan del mundo natural, etc., etc.
La Gran Disolución
Entre todas las formas de desconexión que experimentamos, tal vez la más importante sea la dificultad creciente para establecer vínculos y lazos estrechos que trasciendan la mera charla o encuentro circunstancial. «La soledad flota hoy sobre nuestra cultura como una niebla espesa. Nunca ha habido tanta gente confesando que se siente sola», sostiene Hari, y en una sociedad compleja como la nuestra, la soledad no es solo la ausencia física de los otros, sino que adquiere un significado más profundo: la de la «sensación de no estar compartiendo nada significativo con nadie», la falta de un proyecto común.9 Es una tendencia destacable en el devenir de las sociedades occidentales desde el último tercio del siglo pasado. Se cumple ahora el vigésimo aniversario de la publicación del libro Solo en la bolera de Robert Putnam, sociólogo y politólogo norteamericano de la Universidad de Harvard.10 El título lo dice todo. Describe a la perfección el colapso comunitario que golpea a la sociedad norteamericana. Jugar a los bolos ha sido una de las actividades recreativas más populares en los EEUU. La gente formaba equipos con sus amigos y organizaba liguillas con las que estrechaban lazos con otros grupos a medida que iban coincidiendo en los torneos. Hoy la gente sigue jugando a los bolos, pero ahora en solitario. Es un ejemplo, entre los muchos que se investigan en el libro de cómo la estructura colectiva de una sociedad ha sido des- mantelada por un individualismo que ha terminado por negar cualquier sentido de lo social.
Sentirse solo y aislado produce malestar. ¿Por qué? Por una simple cuestión evolutiva. Somos seres sociales, y como cualquier especie hipersocial, la cooperación se convierte en una ventaja para nuestras vidas. Los lazos y vínculos personales, así como los compromisos recíprocos, nos hacen sentir mejor y más protegidos. El aislamiento, por el contrario, nos genera ansiedad y depresión al sentirnos más desprotegidos y vulnerables.11
La privatización de nuestro modo de vida ha ido reduciendo progresivamente la idea de lo que entendemos por hogar y comunidad. El hogar ha quedado reducido a las cuatro paredes de la casa sin preocuparnos de hacer de nuestro hábitat urbano y natural el cálido y seguro lugar que protege nuestra existencia. El individualismo competitivo, la desigualdad, el urbanismo disperso y los ataques a las políticas que procuraban cierta cohesión social han hecho el resto. Coincidiendo con la Gran Aceleración en el consumo y degradación de la naturaleza, hemos asistido también a la Gran Disolución de los vínculos y estructuras sociocomunitarias. No se debe únicamente a un cambio en los valores que orientan nuestras conductas. También los lugares que favorecían el encuentro están desapareciendo.12 Los lugares dan forma a nuestra capacidad de relacionarnos.
Eric Klinenberg sostiene en su libro Palacios para el pueblo que las sociedades basan su existencia en esos espacios de encuentro, como las bibliotecas públicas, los parques, las plazas, los bares y tiendas de barrio o las iglesias, espacios en los que interactuamos y establecemos conexiones cruciales.13 La erosión de lo que Klinenberg denomina «infraestructura social» explica parte de ese malestar cargado de orfandad y soledad que siente en las sociedades occidentales el individuo atomizado que vive a la intemperie.
La desconexión de un futuro esperanzador y seguro
También sufrimos la desconexión del futuro. La desestabilización global del clima que hemos provocado ha creado unas condiciones ambientales menos favorables que las disfrutadas en los últimos doce mil años y, por eso, el futuro climático difícilmente podrá ser “mejor” y girará entre lo “malo” y lo “peor”.14 Cualquier intento de mirar al futuro se topa con las amenazas del desastre climático, energético, demográfico, sanitario o de una crisis económica, generando la sensación de vivir asomados al abismo. El periodista y ensayista Héctor García Barnés utiliza la expresión futurofobia para tratar de entender el malestar contemporáneo cuyos síntomas pueden compararse a los de un trastorno de ansiedad colectiva. El proyecto de la Modernidad, con su promesa de progreso, se truncó en algún momento y ahora la fobia al futuro se alimenta de la resignación y la impotencia, la sensación de que se haga lo que se haga, las cosas acabarán mal.15
La dimensión política del malestar
El malestar genera distintas manifestaciones de descontento: por la subida de la factura de la luz, por el incremento de los precios de los combustibles o de los alimentos. Una ciudadanía exhausta, castigada por una sucesión de crisis encadenadas, tarde o temprano termina por manifestar su disgusto. Un grito de disconformidad emitido principalmente por los perdedores de la globalización, por los desamparados de unos servicios públicos sobrecargados, por una juventud que, aunque agobiada en un presente marcado por la precariedad, no se resigna a que la crisis ecosocial les cierre el porvenir. Un grito de indignación ante la desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza. Un lamento que busca ser escuchado y canalizado. Hay que reconocer la capacidad trasformadora del malestar cuando da lugar a una rabia y a una indignación que quiere cambiar el mundo.
Pero el malestar solo no basta. Aunque lleve la semilla del inconformismo, se necesitan mecanismos que traduzcan el descontento en acción política. La ausencia de estos mecanismos no deja más opción que la “patologización” del malestar como un problema individual de salud mental que solo se puede abordar a través de la medicación y la autoayuda. Las democracias liberales son básicamente sistemas de representación política construidas a través de mecanismos de intermediación entre la sociedad civil y el Estado. Si falla ese proceso de intermediación, aparece una crisis de representatividad que se traduce en desconfianza, tanto en los partidos como en la propia democracia. En tiempos de crisis de representación y legitimidad política los límites de lo posible se ensanchan en todas direcciones, tanto reaccionarias como emancipadoras.
Lograr que el descontento no discurra hacia el resentimiento y el odio y que, en su lugar, se canalice hacia una “digna rabia” con potencial emancipador es el dilema ante el que se encuentran hoy las sociedades en estos tiempos de malestar.
Acceso al texto completo en formato pdf: El malestar de nuestro modo de vida
NOTAS:
1 Buyng-Chul Han, La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2012.
2 Se habla de jet lag social cuando el centro del sueño de los días de trabajo difiere en más de dos horas del centro del sueño de los días libres. Se estima que este trastorno lo sufren al menos un 50 % de los estudiantes y si, en lugar de dos horas, contemplamos una sola hora de diferencia, se estima que afecta a siete de cada diez personas. Roco Caliandro, Astrid A. Streng, Linda W.M. van Kerkhof, Gijsbertus T. J. van der Horst, Inês Chaves, «Social Jetlag and Related Risks for Human Health: A Timely Review», Nutrients, 13(12):4543, 2021.
3 El exceso de ruido, iluminación o calor son formas de contaminación y, por consiguiente, despliegan unos efectos perniciosos sobre la salud. La contaminación acústica altera el sistema nervioso, y aunque podamos acostumbrarnos al ruido, no así lo hace nuestra actividad cardiaca, que nunca llega a adaptarse superados determinados umbrales. La contaminación lumínica afecta a la salud humana al alterar el “ritmo circadiano” (un conjunto de relojes biológicos cuyos ciclos están determinados por la sucesión del día y de la noche); esta alteración provoca diversas afecciones sobre la presión arterial, el apetito, da lugar a una mayor irritabilidad, estrés, fatiga o falta de atención. El exceso de calor trastoca el sueño (se sabe que la temperatura óptima para dormir ronda los 17º-18º) y provoca fatiga física, falta de concentración, irritabilidad o trastornos gastrointestinales. Según el Instituto de Salud Carlos III, cabe atribuir, solo a los seis primeros días de la ola de calor iniciada el 10 de julio, un total de 360 muertes por las altas temperaturas en España.
4 Richard Fuller, Philip J. Landrigan, Kalpana Balakrishnan, Glynda Bathan, Stephan Bose-O’Reilly, Michael Brauer, et al., «Pollution and health: a progress update», The Lancet Planetary Health, 17 de mayo de 2022.
5 El Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones (OEDA) documenta que entre los años 2019 y 2020, las drogas con mayor prevalencia de consumo entre la población española de edades comprendidas entre los 15 y 64 años corresponden al alcohol, el tabaco y los hipnosedantes, con o sin receta. Véase: Observatorio Español de las Drogas y las Adicciones. Informe 2021. Alcohol, tabaco y drogas ilegales en España, Ministerio de Sanidad, Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas, Madrid, 2021.
6 Según los datos que proporcionan los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades (CDC) de los EEUU, entre 1999 y 2019 murieron a causa de una sobredosis con opioides más de medio millón de personas en aquel país. Los números parecen haberse incrementado los últimos años, de manera aún más significativa durante la pandemia de COVID-19.
7 Johann Hari, Conexiones perdidas. Causas reales y soluciones inesperadas para la depresión, Capitán Swing, 2019, p. 27.
8 Ibidem, p. 87.
9 Ibidem, pp. 104 y 117.
10 Robert Putnam, Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad norteamericana, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2002.
11 Estar solos o aislados nos enferma. Las investigaciones de John Cacioppo y William Patrick (Loneliness: Human Nature and the Need for Social Connection, WW. Norton, Nueva York, 2008) son significativas a este respecto, pues inciden en cómo estar desconectado de la gente genera ansiedad y provoca depresión. Véase también Melania Moscoso y Txetxu Ausí (eds.), Soledades, Plaza y Valdés, Madrid, 2021.
12 En cambio, proliferan los “no-lugares” (los “non-lieu” de los que habla Marc Augé), espacios indiferenciados de tránsito sin identidad alguna donde prima el anonimato y se aminora la interacción en aras de la eficiencia. Cuando la rentabilidad se pone por delante del bien público, predominan esos “no lugares” sobre los lugares que dan forma a nuestra capacidad de relacionarnos y que desempeñan un papel fundamental en la vida diaria al condicionar las oportunidades de disfrutar de interacciones sociales significativas.
13 Eric Klinenberg, Palacios para el pueblo. Políticas para una sociedad más igualitaria, Capitán Swing, Madrid, 2021.
14 Jorge Riechmann, Otro fin del mundo es posible, decían los compañeros, mra ediciones, Barcelona, 2019.
15 Héctor García Barnés, Futurofobia. Una generación atrapada entre la nostalgia y el apocalipsis, Plaza & Janés, Barcelona, 2022.