¡Moveos, moveos, malditos! Migraciones en el siglo XXI en España
La sección A FONDO del número 160 de Papeles de relaciones ecosociales y cambio global incluye el texto de Andreu Domingo titulado: «¡Moveos, moveos, malditos! Migraciones en el siglo XXI en España».
La intelección de las migraciones durante el siglo XXI y su previsión, parte de dos hipótesis: la globalización económica, y la contradicción entre reproducción demográfica y social, y capitalismo. Patente en la producción de redundancia, la contradicción entre producción y reproducción, el crecimiento de la desigualdad y, por último, el calentamiento global. El caso de España es un buen ejemplo.
Dos preguntas y dos hipótesis para empezar. ¿Qué es lo que explica la creciente importancia de las migraciones en el siglo XXI? ¿Cuál puede ser su evolución futura? Para responder a esta doble cuestión, hay que tener en cuenta que las migraciones dependen de la situación económica, política y demográfica, constituyendo, a la vez, uno de los fenómenos demográficos de más difícil previsión, en parte por su asociación con los ciclos económicos. La principal tesis de la que parto no pretende ser nada original.
La migración internacional, su aceleración, diversificación y crecimiento en el siglo XXI son ante todo producto del proceso de globalización.
Su futuro pues, está fundamentalmente ligado al desarrollo o colapso de ese proceso y al posible impacto de la llamada cuarta revolución industrial.1 La segunda hipótesis, no tan evidente, es que esa relación está marcada por la creciente contradicción entre el sistema de reproducción demográfico y social, y el orden capitalista, definiendo contradicción, como el desarrollo de tendencias antagónicas que conducen hacia una crisis.2
En esta gran contradicción enunciada, podemos encontrar subsumidas otras cuatro contradicciones:
1) La primera y principal es que la creación constante de redundancia forme parte de la estrategia reproductiva del sistema capitalista, y que esta parece que se agudizará con la cuarta revolución industrial.
2) La segunda es la dependencia del trabajo productivo, respecto al trabajo reproductivo, sin que esta se reconozca, de modo que o se mantiene al margen del mercado, o cuando se externaliza en el mismo, lo hace de forma generizada y sistemáticamente devaluada.
3) La tercera es que, a despecho del discurso sobre la “diversidad”, la segmentación del mercado laboral se fundamenta sobre la división sexual del trabajo, la racialización y el crecimiento de la desigualdad entre clases sociales.
4) Por último, pero actuando como marco general, señalamos la contradicción que representa un sistema basado en el crecimiento continuo (también demográfico) y la conservación del medio ambiente, manifestada por el calentamiento global que ha precipitado el cambio climático.
Es a partir de esa doble premisa inicial –globalización y contradicción entre reproducción demográfica y social y capitalismo–, desde donde desgranaré los principales desafíos demográficos y sociales del futuro relacionados con las migraciones internacionales. El caso español, constituye un ejemplo paradigmático de ese proceso, teniendo en cuenta su fulgurante paso de país de emigración secular a país de inmigración a finales del siglo XX y la particular intensidad de los flujos migratorios internacionales recibidos durante el siglo XXI. Estamos hablando de nada menos que dos booms migratorios. El primero de 2000 a 2007, truncado por la crisis económica y el segundo de 2014 a 2019, frustrado por la pandemia, que registraron respectivamente 4,9 millones y 3,6 millones de altas desde el extranjero. A lo que hay que añadir episodios de emigración notable durante la Gran recesión que afectó tanto a la población inmigrada durante el primer boom inmigratorio como a la población nativa, en especial a los jóvenes con mayor nivel de estudios, con 2,2 millones de salidas entre 2008 y 2013.
La pista de baile: globalización y movimientos migratorios durante el siglo XXI
La globalización, ha sido definida como la aceleración de la mundialización económica, caracterizada por la transnacionalización del proceso de producción, de las finanzas y de los circuitos de acumulación de capital, con la emergencia de una clase capitalista transnacion.3 En este proceso la movilización de la mano de obra a escala planetaria ha sido una de sus principales componentes y, como consecuencia, la creación de nuevos “sistemas migratorios”. Entre 2000 y 2020, las personas viviendo en un país que no era el de nacimiento en todo el mundo pasaron de los 152,98 millones a los 280,65 millones (de un 2,5% a un 3,6% de la población mundial, respectivamente), según las estimaciones de Naciones Unidas. Su traducción aproximada en flujos representarían unos 358,2 millones de movimientos en el mismo período. Hay que considerar estas cifras como mínimas, teniendo en cuenta la pobreza de los datos de efectivos iniciales a partir de los cuales se estiman los flujos.
Sea como sea, esas corrientes migratorias que tienden a organizarse como sistemas que incluyen flujos humanos propiamente dichos, de capital y de mercancías, entre diferentes territorios, no solo han crecido en magnitud, se han acelerado y diversificado, sino que se han hecho más complejos. Así que cada vez resulta más difícil clasificarlos por separado si nos referimos a sus causas, mucho menos si atendemos a la percepción de sus protagonistas –trabajo, estudios, ocio, o desplazamientos forzados, dando lugar estos últimos a migraciones por razones políticas, por conflictos bélicos o por razones climáticas o ambientales–. Lo mismo podemos decir de su impacto territorial, siendo cada vez más los países que pueden ser al mismo tiempo receptores y emisores de flujos migratorios a diferentes escalas territoriales, con movimientos de tipo estacional, circular o permanente de difícil previsión y que escapan a la voluntad de los propios migrantes.
Las corrientes migratorias no solo han crecido en magnitud y se han acelerado y diversificado, sino que se han hecho más complejas
El actual escenario de la globalización, que en sí mismo constituye una nueva fase del orden capitalista, ha incrementado la producción de redundancia, entendida ya no como la mano de obra excedente o ejército de reserva, como en la primera industrialización, sino como la masa de trabajadores que no tienen cómo acceder o son expulsados del mercado laboral, que difícilmente podrán reintegrarse al mismo y que, si lo hacen ocasionalmente, será en condiciones de absoluta precariedad y desregularización. En los países del Norte global, como España, esa creación explosiva de redundancia tuvo uno de sus detonantes en la deslocalización, y se acrecentó con el aumento de la desigualdad puesta de manifiesto a partir de la Gran recesión de 2008, el deterioro de las clases medias, acompañado por el descenso de la movilidad social para las generaciones más recientes y el empobrecimiento de las capas populares. La sindemia provocada por la COVID-19 y la crisis energética acrecentada por la invasión de Ucrania no han hecho más que empeorar esta situación, donde la inflación castiga especialmente a los más vulnerables. En el Sur global, el empobrecimiento y los ciclos de expulsiones del mercado laboral, a partir de la aplicación de las políticas de ajuste estructural, que ya se venía dando desde los años ochenta del siglo XX, alimentaron esos flujos necesarios para la globalización, que se apercibieron como yacimientos de mano de obra barata e inagotable. Ciclos de expulsión que afectaron tanto a las clases medias como a las clases populares, provocando desplazamientos forzados en el interior de los países, promovidos tanto por los conflictos políticos como por los bélicos, por la implosión de estados incapaces de garantizar la seguridad de sus ciudadanos. Es en el Sur global además donde las consecuencias tanto de la sindemia ocasionada por la pandemia, como de la inflación y carestía de alimentos provocada por la invasión rusa de Crimea se han magnificado ocasionando hambrunas en los eslabones más míseros. La primera contradicción, pues, la encontramos en que al mismo tiempo que parte de la población trabajadora del centro era expulsada del mercado de trabajo –especialmente en el sector industrial, ampliándose más tarde a otros sectores–, se incrementaba la demanda cubierta por trabajadores del Sur global para un mercado progresivamente dualizado y desregularizado. De hecho, puede considerarse que los migrantes se convirtieron en los conejillos de indias de la desregularización . Esa demanda de fuerza de trabajo se da tanto para cubrir la ocupación en el segmento primario altamente cualificado como, sobre todo, en el secundario, caracterizado por la oferta de baja cualificación. Entre estos últimos, aparte del sector servicios, debemos subrayar aquellos generados por el trabajo reproductivo, y por lo tanto fuertemente feminizado, constituyendo lo que se ha llamado “cadena global de cuidados”.4
Puede considerarse que los migrantes se convirtieron en los conejillos de indias de la desregulación
También en esta transformación el caso español ha sido ejemplar, y por ello la inmigración recibida durante los primeros años del nuevo milenio la situó solo por detrás de los Estados Unidos en la recepción de flujos migratorios. Aunque se ha señalado como principal factor del crecimiento de la inmigración en España la escasez relativa de jóvenes en la entrada al mercado de trabajo producida por la baja fecundidad precedente –las llamadas “migraciones de reemplazo”–, las razones son más complejas. Además de esa escasez relativa, deberemos considerar ante todo el crecimiento económico del país tras el ingreso en la Comunidad Económica Europea en 1986, y la expansión del sector servicios con el turismo a la cabeza, que eclipsaba la desarticulación y deslocalización de actividades industriales tal y como hemos adelantado. Pero también deberemos entender la contribución a esa demanda de trabajo reproductivo que supuso la coincidencia de la mejora de los niveles de instrucción de las generaciones más jóvenes, mucho más entre las mujeres –y consecuentemente el aumento de las aspiraciones laborales de los miembros de las mismas–, en un contexto de debilidad del Estado de bienestar, donde la conciliación entre vida familiar y vida laboral, fue asumida sustancialmente gracias a la participación de las generaciones mayores, lo que se ha llamado “Revolución reproductiva”.5 El alargamiento de la esperanza de vida y la mejora de la salud, que en España alcanzó también máximos mundiales con 85,06 años para las mujeres y 79,59 para los hombres en 2020, actuó como un arma de doble filo: si por un lado facilitaba la citada revolución reproductiva, por el otro a largo plazo incrementaba el número de dependientes. Cuando ese apaño intergeneracional ya no fue posible –entre otros factores por la progresiva pérdida de autonomía de esas mismas generaciones mayores–, la externalización de ese trabajo reproductivo en el mercado –trabajo doméstico, cuidado de niños y ancianos–, actuó como como aspiradora de la migración, predominantemente femenina, activando la mencionada cadena global de cuidados. En el caso español, esa demanda se satisfizo sobre todo con inmigración de procedencia latinoamericana, con más de un tercio de toda la inmigración del siglo XXI, protagonistas tanto del primer como del segundo boom migratorio. Es durante ese tiempo que el mercado laboral español se desregulariza y profundiza en su segmentación. La situación periférica de España respecto a otros países del Norte global y concretamente en la Unión Europea, especializándose en sectores de baja productividad, pero uso intensivo de mano de obra barata, explica también ese crecimiento singular y diferencial de los flujos.
Bajo los focos: mercado y estado
La contradicción entre la creación de redundancia entre los trabajadores nativos y la simultánea necesidad de migrantes se ha querido presentar de dos maneras complementarias: primero, como una prueba de la erosión del Estado, por parte de las instituciones supraestatales que promoverían la globalización; por otra, como un efecto de la “presión migratoria”, fórmula utilizada para sintetizar los factores demográficos que supuestamente aumentan los candidatos a la migración, léase, el diferencial entre fecundidad del Norte y del Sur, o entre las estructuras por edad de la población, envejecida en el Norte y joven en el Sur. Las dos lecturas son tan complementarias como espurias. Primero, la globalización ha sido posible gracias a la acción reguladora y desreguladora del Estado en defensa del capital. Segundo, aunque los diferenciales demográficos puedan traducirse como potencial humano, no son la causa de las migraciones, más de lo que puede ser la demanda económica generada desde el Norte global, la incapacidad del sistema productivo de los países del Sur de sostener un mercado de trabajo que absorba su población joven, o la privación relativa entre la población del Sur global –el efecto de atracción ejercida por los muy superiores niveles y estilos de vida de sus vecinos septentrionales–. Pensemos solo en dos ejemplos, Ucrania es uno de los países más envejecidos de Europa y es emigratorio, de hecho la emigración incide en ese perfil de la pirámide de población. La propia España, con su muy baja fecundidad, en lo peor de la Gran recesión, no solo vio cómo esa escasez relativa de jóvenes en el mercado pasaba a ser irrelevante sino que los jóvenes pertenecientes a las cohortes menos numerosas se encontraron expulsadas del mismo. Eso por no señalar que durante el primer boom la mayoría de inmigrados se acumulaban en las generaciones llenas de los baby boomers, y no en las posteriores relativamente vacías en cuanto al número de efectivos, como sucederá más tarde con los millenials.
Una segunda discordancia aparece cuando a esa demanda constante y creciente promovida por el mercado le corresponde una acción política del Estado restrictiva, tanto en su recepción como acomodación. A veces se ha explicado esa flagrante contradicción como el precio que se paga ante la presión de la opinión pública de los autóctonos en contra de las migraciones, o como pretexto para impedir el supuesto “efecto llamada”. Es decir, aunque se necesiten migrantes, las condiciones para las migraciones se dificultan como forma de evitar o de aplacar el descontento de nacionales y de limitar a la vez los flujos potenciales. Sin embargo, la negativa a diseñar políticas que faciliten las migraciones en los Estados del Norte global –salvo para los inmigrantes altamente cualificados–, lo que refleja es la dependencia conceptual de la política migratoria subordinada a la construcción de un mercado laboral ideal minimizando al máximo los gastos. Política que para empezar exacerba el desequilibrio en la distribución de costos y beneficios de la inmigración entre el sector público y el privado a favor de este último, pero que insidiosamente, esconde la reversión de los costes y los riesgos de la inmigración en los propios inmigrantes, a veces poniendo en peligro sus propias vidas, primero, y en la población que comparte trabajo y lugar de residencia segundo, ahorrándose la inversión en acomodación. Tras la Gran Recesión, la masa de trabajadores nativos expulsados del mercado de trabajo o precarizados y el círculo aún superior de los que temen por su seguridad laboral, han constituido el caladero de los movimientos nacionalpopulistas de derechas dispuestos a explotar esas contradicciones, aprovechándose del resentimiento de la población que ha perdido con la globalización, y presentando a los inmigrantes como chivo expiatorio. Este esquema funciona tanto para el trumpismo en los Estados Unidos, como para el auge de Fratelli d’Italia o de VOX en España.
La crisis de los refugiados de 2015, puso en evidencia esa fragilidad, acabando por beneficiar al régimen dictatorial de Tayyip Erdogan en Turquía y a las facciones libias en connivencia con las mafias que controlan el tráfico de migrantes en el Mediterráneo central. Poniendo en entredicho la fortaleza de la Unión Europea, a costa de los derechos de miles de refugiados, principalmente de origen sirio. La deportación de demandantes de asilo a Uganda o Etiopía, por parte de Gran Bretaña y Dinamarca, ha de considerarse un paso más en esa lógica. Por desgracia, España también destaca en esa faceta, siendo, por un lado, uno de los países pioneros de la externalización –respecto a Marruecos en 2004, extendida más tarde a Mauritania y Senegal–, y hasta cierto punto modelo de la política comunitaria, y, por el otro, manteniéndose como uno de los estados más restrictivos en la concesión de permisos de asilo y refugio desde principios del siglo XXI.
Como corolario de la política migratoria fallida figura la externalización el control de las fronteras y la limitación de la recepción y derechos de los refugiados
La externalización de fronteras nos hace dependientes de autocracias, pero, sobre todo, carcome la propia democracia, no solo por incumplir los acuerdos mínimos sobre refugio, sino por hacer aceptable esa degradación política a su ciudadanía, haciéndola cómplice de la colonialidad de esa política. Esa degradación ha sido defendida bajo la falsa evidencia de la “ética del bote salvavidas”. Recordemos, esa fábula argumentada en los años sesenta por Garrett Hardin6 que sostenía que pese a las buenas intenciones solidarías las poblaciones de los países ricos no podían hacerse cargo de las emergencias de los países pobres, ya que lo que estaba en juego era la propia subsistencia. Traducido a la política de la Unión Europa, la aplicación de esa máxima cínica es la que explica nuestra impasibilidad ante los naufragios de las pateras. Se trataría de enfrentarse a la cruda disyuntiva de elegir entre su vida y nuestro bienestar. Es lo que en alguna ocasión he calificado de tanatopolítica, de respuesta negativa a la pregunta biopolítica de ¿a quién salvar y a quién dejar morir? 7 Los, como mínimo, 37 muertos en junio de 2022, por la acción de la gendarmería marroquí en la frontera melillense y la bochornosa felicitación posterior por parte del presidente del Estado español, son el último episodio de esa política. Siendo habitual que los medios de comunicación y la clase política ponga el foco en “la presión migratoria” y “el aumento de la irregularidad”, sin aplicarse a las raíces del empoderamiento de regímenes antidemocráticos en poner en sus manos el grifo de las migraciones, provocando avalanchas cuando les ha convenido. En el caso de Marruecos, fuera en las relaciones bilaterales como la renegociación de la pesca o la entrada de productos agrícolas o el reconocimiento del frente Polisario y la posterior dejación de la defensa del derecho a la autodeterminación del pueblo saharaui por parte del Gobierno español, o por razones internas. Ese parece ser el mal menor del mantenimiento de nuestro bienestar.
Seguir bailando en la incertidumbre
Si algo hemos aprendido después de la crisis provocada por la Gran recesión y de la siguiente originada por la pandemia, es que las promesas hechas en el punto álgido de las mismas se las lleva el viento de la recuperación con tanta facilidad como las esperanzas que suscitaron en su momento. Relatos como la refundación del sistema capitalista durante la primera, el empujón a la descarbonización y la transición energética, y la conveniencia de aplicar un sistema de renta mínima universal en la segunda han sido fácilmente olvidados con la vuelta a la “Vieja normalidad”. Una vez se ha desvanecido el fantasma del estallido social inminente. El aumento abusivo en el precio de los servicios como el gas y con este de la electricidad, la Guerra de Ucrania y la estanflación han hecho el resto. Esa reincidencia en los errores conocidos no tiene excusas.
La recuperación económica tras la crisis de 2008-2013, se saldó en España con lo que era un segundo boom migratorio que apuntaba a superar al primero, solo truncado por la pandemia cuya afectación ha sido, en lo numérico, coyuntural. Si en el mes de abril de 2020, tras la declaración del Estado de alarma y el cierre de fronteras de marzo, la inmigración internacional llegó a mínimos, ya en el mes de mayo –y la oportuna apertura de fronteras con vistas al negocio turístico–, los flujos empezaron a recuperarse. No todo es igual, en el segundo boom de 2014 a 2019, aunque también protagonizado por latinoamericanos, los factores de expulsión parecían pesar más que los de la posible atracción generada por el mercado laboral español. Expulsiones masivas de población por razones políticas –véase el crecimiento de los flujos de venezolanos–, económicas –consecuencias de las políticas neoliberales en Argentina y Colombia–, o de inseguridad por estados casi fallidos –razón de los nuevos flujos centroamericanos, con hondureños a la cabeza, agravados por el cierre de fronteras de los Estados Unidos, destino tradicional de esos flujos–, constituyen un patrón en España. Una evidencia sangrante de las limitaciones que nos encontramos en materia de migraciones ha sido la recepción de los refugiados ucranianos, por partida doble. Primero por ver como los prejuicios los favorecieron respecto a los refugiados sirios –promoviendo la simpatía incluso de los países como Polonia y Hungría, caracterizados por sus políticas antiinmigratorias–. Segundo, al constatar la completa ineficacia de las políticas estatales que abandonaron a migrantes y familias acogedoras a su suerte. Justificando cínicamente más tarde que el retorno de los refugiados se daba por propia voluntad y porque la situación en el campo de batalla había mejorado (sic!). Solo el storytelling entonado por el neoliberalismo puede explicar que nos mantengamos siguiendo el compás de este perreo como autómatas, bajo la carpa de la resiliencia.
Tampoco la situación de la población inmigrada ya establecida en los diferentes países, entre ellos España, parece mejorar. Con la movilidad social ascendente paralizada para ellos y sus descendientes, pero también para la población autóctona, los recelos y las dificultades para la plena integración económica, política y cultural son cada vez mayores . Si en lo económico, la brecha entre la población africana inmigrada en España y el resto de la población española e inmigrada es muy preocupante,8 la dificultad a la integración política, empezando por el derecho al voto, resulta tan atronadora como obviada.9 Por último, la falta de integración cultural sigue siendo negada bajo la acusación de “separatismo cultural” (donde supuestamente son los recién llegados y sus descendientes los que no quieren integrarse).
El crecimiento de la población africana en los próximos 30 años, pasando de los 1.300 millones de habitantes en 2020 a los 2.500 millones y los efectos sobre las poblaciones de las catástrofes que el cambio climático producirá en ese mismo periodo, combinados, son los dos argumentos para reforzar la previsión de un incremento excepcional de los flujos migratorios desde el Sur global al Norte global. Ese horizonte inquietante adquiere tintes siniestros si añadimos los problemas de seguridad y el aumento de movimientos antidemocráticos que aprovechan la coyuntura. En paralelo, la gran promesa de la cuarta revolución industrial y la panacea del desarrollo de la inteligencia artificial, junto con el internet de las cosas, no parece que pueda absorber la mano de obra redundante creada durante la tercera revolución industrial, antes al contrario, tendería a incrementarla al tiempo que ahonda en la segmentación del mercado. Tanto por la reducción de la ocupación en los sectores nacidos de la innovación y su destrucción en los desfasados, como por el ritmo acelerado de obsolescencia que crea la misma revolución tecnológica. La reordenación geopolítica a escala global y el crecimiento de las tensiones por la hegemonía del sistema, añaden incertidumbre sobre el volumen, características y direcciones que puedan presentar unos flujos migratorios que cada vez más parecen una respuesta de resiliencia a los cambios que se avecinan durante este período crucial para la humanidad. El sueño escapista del transhumanismo, de la expansión espacial o de la huida al Metaverso no parecen ser la solución.
Como el público de la película de Sidney Pollak, de 1969, They Shoot Horses, Don’t They?, estrenada en España con el título de ¡Danzad, danzad, malditos!, en el agobiante contexto de la depresión económica de los años treinta del siglo XX, cien años más tarde la desgracia de los danzantes (migrantes) se nos ofrece como espectáculo morboso donde olvidar nuestra propia fatalidad.
Andreu Domingo Valls es subdirector e investigador del Centre d’Estudis Demogràfics de la Universitat Autònoma de Barcelona.
NOTAS
1 Andreu Domingo y Nachatter Singh-Garha, «La gran mobilització: globalització i migracions», Documents d’Anàlisi Geogràfica, núm. 68 (3), 2022, pp. 467-480.
2 David Harvey, Decisiete contradicciones y el fin del capitalismo, IEN, Traficantes de sueños, Madrid, 2014.
3 William Robinson, El capitalismo global y la crisis de la humanidad, Siglo XXI, México, 2021.
4 Arlie R. Hochschild, «Global Care Chains and Emotional Surplus Value», en Will Hutton y Anthony Giddens, (eds) On The Edge: Living with Global Capitalism, Jonathan Cape, Londres, 2000, 49-63.
5 Julio Pérez, La madurez de masas, Instituto de Mayores y Servicios Sociales, Madrid, 2013.
6 Garrett Hardin, «Living on a Lifeboat. A reprint from BioScience, October 1974», The Social Contract, otoño de 2001, pp. 36-47.
7 Andreu Domingo, «La crisis del Open Arms. Migraciones, Estado y deriva tanatopolítica», en Isidro Dubert, y Antía Pérez Caramés (coords.), Invasión migratoria y envejecimiento demográfico, La Catarata, Madrid, 2021, pp. 47-73.
8 Andreu Domingo, Jordi Bayona y Silvia Gastón-Guiu, «Integración segmentada de la población africana en España: precariedad laboral y segregación residencial», La inserción social y laboral de inmigrantes y refugiados en España. Mediterráneo Económico, núm. 36, 2022, pp. 199-219.
9 Antonio Izquierdo, «La exclusión de vidas ajenas: la integración social de los inmigrantes extranjeros en España (2018-2021)», La inserción social y laboral de inmigrantes y refugiados en España. Mediterráneo Económico, núm. 36, 2022, pp. 125-140.
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