Salud humana y salud planetaria: dos caras de una misma moneda

El Dosier Ecosocial Explorando los vínculos entre la biodiversidad y la calidad de vida incluye un texto de Xiomara Cantera titulado: «Salud humana y salud planetaria: dos caras de una misma moneda«1 que nos adentra en el concepto clave de salud planetaria, mostrándonos cómo la salud humana no puede abordarse aisladamente de la del resto de los seres vivos, pues las personas no podemos estar sanas si las plantas, los hongos los animales y los ecosistemas que nos rodean no lo están.

 

Acababa de quitarse de encima el punto de ansiedad que le despertaba cada mañana. Su primer pensamiento después de la primea dosis del día, antes incluso de que la droga comenzara a hacer efecto, fue cuándo llegaría el momento de preparar la siguiente raya de cocaína. Lo que empezó casi como un juego, como un rito de socialización que le permitía mantener la euforia y la sensación de bienestar más tiempo, beber más copas y alargar la noche, se había convertido, hacía ya tiempo, en un día a día. De unos meses a esta parte, la dama blanca se había comenzado a apoderar no solo de sus noches, sino también de sus días. Casi sin darse cuenta aquel hábito divertido que tantos buenos momentos le había procurado se había convertido en una necesidad irrenunciable tanto para estar con quienes le importaban como para mantener el ritmo de trabajo. Ya no podía estar sin ella.

Explorando los vínculos entre la biodiversidad y la calidad de vida

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Los efectos que provoca el consumo de cocaína son bien conocidos. Además de la felicidad y la euforia iniciales, es muy adictiva. Con el tiempo, la sustancia provoca síntomas que van desde el nerviosismo a la fatiga, de la ansiedad a la paranoia, de la taquicardia al fallo cardiaco, de la alegría a una desesperación que puede conducir a la depresión o al suicidio. Pero las secuelas de esta droga van más allá de las afecciones que sufre cada consumidor. Para preparar cada dosis se requiere una cantidad determinada de hojas de coca, una planta cuyas propiedades analgésicas, estimulantes o antivirales la han convertido en un producto con numerosos usos clínicos. Los nativos del altiplano andino llevan siglos utilizando sus hojas en dosis mucho menores que las que tiene la droga para, entre otras cosas, tratar el mal de altura y poder vivir en lugares como La Paz (Bolivia), que se encuentra a unos 3.600 metros sobre el nivel del mar.

No conozco la cantidad de hojas de coca que requiere la elaboración de un gramo de cocaína, pero sí sé que su producción, dado lo elevado de su consumo, necesita de enormes extensiones de terreno fértil para su cultivo. Los problemas que genera la industria ilegal de cocaína hacen que los gobiernos traten de frenarlo y, para evitar el mercado negro, lejos de intentar atajar el problema evitando su consumo, tratan de parar la madeja del narcotráfico atacando la hebra más débil: la de los cultivadores. El planteamiento es sencillo, si no hay materia prima, no habrá droga.

En Colombia, el mayor productor mundial, el cultivo de coca es una de las causas que fomentan la deforestación de la Amazonía. Los narcotraficantes extorsionan a quienes viven en esas áreas obligándoles a cultivarla. Para tratar de parar la producción, los cultivos se fumigan con glifosato, un potente herbicida —cuyo uso está en proceso de ser prohibido en Europa— que termina con las plantas de coca, sí, pero también con todos los seres vivos que conviven con la planta y con la salud de los agricultores que se ven obligados a producirla (en quienes la incidencia de enfermedades como el cáncer se ha disparado desde que comenzó esta política).2 Para evitar la acción del gobierno, los narcotraficantes compran tierras en áreas de la selva amazónica cada vez más profundas. Esta estrategia, que también les sirve para blanquear el dinero que obtienen de su actividad ilegal, contribuye a deforestar la selva amazónica, que tiene, entre otras muchas funciones, un papel crucial en la regulación de las lluvias del planeta.

Tratar las enfermedades de los agricultores y consumidores requiere de importantes recursos hospitalarios a los que deberían sumarse acciones de protección y regulación de las áreas naturales esquilmadas por el cultivo ilegal. El ejemplo de este círculo vicioso (personas y ecosistemas dañados de manera irreversible) ilustra de manera muy clara cómo la salud de la humanidad, las sociedades y el entorno natural están interconectados. Esta es la idea principal que subyace al concepto de salud planetaria.

 

La salud planetaria

El concepto de salud planetaria descansa en la idea de que la salud humana no puede abordarse aisladamente de la del resto de los seres vivos. Nuestra salud depende de los ecosistemas que permiten que la vida se mantenga en la Tierra. Es decir, las personas no podemos estar sanas si las plantas, los hongos, los animales y los ecosistemas no lo están.

Sin embargo, nuestra visión de lo que es la salud pública es bastante estrecha porque, cuando pensamos en salud, lo hacemos como si solo fuera una cuestión de hospitales, médicos y antibióticos. Pero nuestro bienestar –y en realidad nuestra posibilidad de vivir en la Tierra– depende, y mucho, del medio ambiente que nos rodea. Una forma clara y directa, pero también brutal, de ver que la salud es una cuestión relacionada con nuestro entorno es constatar, por ejemplo, que el origen de la mayoría de los cánceres infantiles está conectado con las condiciones ambientales.3 También podemos percibir esta relación de forma más amigable cuantificando los efectos positivos que tienen los espacios naturales bien conservados en la salud física y mental de quienes viven en contacto con ellos.4 Asimismo, una gran parte de la mortalidad humana se debe a lo que se conoce como muertes evitables, es decir muertes que se han anticipado a la fecha estadísticamente más probable de fallecimiento, y lo han hecho por factores ambientales (Figura 1). Un análisis rápido de estas estadísticas no deja lugar a dudas: muchas se deben directa o indirectamente al cambio climático (causante de medio millón anual de muertes directas y de decenas de millones de muertes indirectas) o a la contaminación atmosférica (causante de más de nueve millones de muertes anuales).5 Estos datos nos muestran, blanco sobre negro, la relevancia que tienen para el ser humano los ecosistemas bien conservados.

 

Figura 1. Principales causas de defunción relacionadas con la calidad del medio ambiente. Se muestra un promedio para el año 2018. Como referencia, en 2 años, la covid-19, una zoonosis de origen ambiental, causó 6 millones de muertes en todo el mundo.6

Sabemos con exactitud qué debe reunir el medio ambiente para que estemos bien. No se trata solamente de que haya menos contaminación, que también, sino de tener algunas especies más en los ecosistemas, sobre todo en los más influidos por las actividades humanas, y que las interaccionen entre ellas y los ciclos de la materia y la energía se desarrollen sin bloqueos; que se regenere el suelo, que se almacene agua limpia en el subsuelo, que la transpiración del bosque atenúe los extremos climáticos, que los polinizadores polinicen y que los dispersantes de semillas las dispersen. En fin, toda una serie de funciones que cuando las piensas tienen una lógica aplastante, pero que parece que se nos olvidan. Un primer paso para empezar a solucionar los impactos de la crisis ambiental pasa, además de por reducir el consumo de quienes más tenemos, por reconocer nuestro error al pensar que con la tecnología seríamos capaces de suplir todos estos servicios de la naturaleza.

 

La inmunidad de paisaje

Uno de los conceptos que popularizó la covid-19 ha sido el de la inmunidad de rebaño o inmunidad de grupo. Esta inmunidad consiste en reducir las probabilidades de que una persona que no ha estado expuesta a una enfermedad la contraiga al estar rodeada de congéneres inmunizados. Pues bien, más importante, más eficaz, más preventiva y más extensiva que la inmunidad de grupo, que nos cuesta fallecimientos, inversión en vacunas y restricciones a la movilidad, es lo que se conoce como inmunidad de paisaje.7 El concepto alude a la idea de que las estructuras y dinámicas de los ecosistemas complejos y ricos en especies reducen los riesgos de desbordamiento zoonótico (es decir, de salto de patógenos entre especies), disminuyendo así la probabilidad de que una infección de origen animal alcance al ser humano.

El 70% de las enfermedades emergentes que afectan al ser humano son zoonosis, esas enfermedades que, como la covid-19, se originan en animales salvajes o domésticos y acaban saltando a la especie humana.8 Las zoonosis son, junto a la resistencia bacteriana a los antibióticos, la principal preocupación sanitaria a corto plazo y un riesgo directo para nuestra salud. ¿Cómo evitar que se produzcan?

Las interacciones que se dan entre las distintas especies de un ecosistema sano reducen la posibilidad de que aquellas portadoras de patógenos se disparen demográficamente, lo que, por una simple cuestión numérica, aumentaría las opciones de que entrara en contacto con la especie humana. Y es que la culpa de una pandemia nunca es del animal portador del patógeno o del propio patógeno, sino del aumento del contacto del ser humano con estos organismos. Más allá de que la población de una especie concreta aumente, la destrucción de la naturaleza que provocamos facilita las condiciones para que se den estos contagios.

En cualquier ecosistema, sea tropical o templado, prístino o profundamente humanizado, existe una estructura y una dinámica entre animales y plantas que confieren una serie de propiedades entre las que se encuentra la protección ante las enfermedades de otras especies. Los virus y las bacterias se multiplican constantemente aprovechando las ventajas que les ofrece una especie determinada que actúa como hospedador. De hecho, los patógenos evolucionan junto a esos hospedadores en una carrera evolutiva en la que unos buscan estrategias para no enfermar y otros buscan maneras de continuar multiplicándose a través del contagio. Cuando la variabilidad genética de una especie es muy reducida, como ocurre, por ejemplo, en los sistemas de producción intensiva de cerdos o de aves, los virus lo tienen fácil para extenderse, ya que los individuos son genéticamente muy similares entre sí y, además, viven en espacios cerrados que facilitan su propagación. La heterogeneidad del paisaje es muy pequeña y la inmunidad general que se obtiene a ese nivel es mínima en estas instalaciones. Una cierta estructura y dinámica funcional en los ecosistemas es lo que da lugar a paisajes complejos en los cuales podemos transitar con más seguridad, y donde tendremos menos riesgo de contraer una nueva enfermedad para la que nuestro sistema inmune todavía no tiene herramientas, ni nuestro sistema sanitario conocimiento. Esa inmunidad de paisaje tan valiosa y preventiva es una de las primeras propiedades que se pierden con la destrucción de hábitats naturales y la degradación ambiental.

La rápida propagación mundial de la covid-19 muestra la vulnerabilidad de la humanidad a las pandemias provocadas por enfermedades zoonóticas. Los cambios de uso del suelo –convertir las playas en áreas urbanizadas, deforestar la selva para aumentar la superficie cultivada o crear barreras en áreas naturales con grandes infraestructuras como presas o carreteras– es el principal impulsor de la propagación de patógenos zoonóticos a las poblaciones humanas. Por otro lado, si los remanentes de hábitats bien conservados son cada vez más pequeños, las poblaciones humanas cada vez más grandes y la presión sobre esos fragmentos de hábitats para explotar recursos cada vez más intensa, la probabilidad de que un patógeno salte a un humano por contacto se dispara.

Ante el avance de la artificialización de los ecosistemas es imprescindible analizar con atención los mecanismos que provocan la cascada de infección y propagación de los patógenos entre diferentes especies a partir de la degradación ambiental. Ello permitirá maximizar la inmunidad de paisaje como una prioridad tanto para la conservación de la diversidad biológica como para aumentar la seguridad sanitaria desde la escala local a la global.9

 

One heath

Preocupados como estamos por las enfermedades infecciosas humanas, es comprensible que se deje de lado la salud de los demás organismos con los que compartimos el planeta. Sin embargo, hacerlo es olvidar que en la biosfera hay una única salud global; un olvido que hará que sigamos enfermando si no la protegemos globalmente.

Como ilustra el Grupo de Salud de la Fauna (WHSG, por sus siglas en inglés) de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN), las poblaciones de animales salvajes tienen cada vez más problemas debido a enfermedades infecciosas que se acentúan por la destrucción y degradación de sus hábitats.10 La destrucción de la naturaleza que implica la relación puramente extractiva que tenemos con ella, tiene consecuencias significativas que van desde impactos en la polinización, en el control de plagas, en las cadenas alimentarias, en la productividad del suelo y en los medios de subsistencia de millones de personas, hasta la salud humana.

La «vacuna de la biodiversidad», ese análogo de una vacuna real que es la naturaleza bien conservada, esa que protege a los humanos de las infecciones que pueden acabar en pandemias, también opera con la fauna silvestre. Y la fauna en declive la necesita más que nunca. Los ecosistemas bien conservados limitan las probabilidades de que los patógenos salten a nuevos huéspedes y amenacen a otras especies. Así lo demuestran estudios como el de Tanner y colaboradores, que comprobaron cómo la presencia de lobos en Asturias reduce la prevalencia de la tuberculosis en jabalís y en el ganado doméstico.11

La salud de la fauna silvestre es la base de la salud de todas las poblaciones de especies animales, sean humanas, domésticas o salvajes. Este es, precisamente, el concepto que fundamenta el programa One Health (una única salud), que desde hace años se lleva desarrollando bajo el auspicio de Naciones Unidas y que, a raíz de la covid-19, ha cobrado una importancia y una visibilidad sin precedentes. La noción de que la salud humana depende de la salud de animales, plantas y ecosistemas es también la base del proyecto Salud Planetaria que la revista médica de The Lancet y la Fundación Rockefeller llevan años impulsando en paralelo.

Dado que la salud de los ecosistemas afecta directamente a la salud humana, la restauración ecológica es, en realidad, un servicio de salud pública. Necesitamos médicos al uso, los de la medicina tradicional, pero también —y cada vez más— médicos de ecosistemas. Medidas como la eliminación de especies exóticas invasoras y la restauración de vegetación autóctona reducen el riesgo de exposición a los patógenos transmitidos por la fauna salvaje mejorando nuestra salud. La colaboración interdisciplinar, los estudios sobre la propagación inducida por el uso de la tierra, la integración de los objetivos ecológicos y sanitarios en las estrategias políticas y el aumento de la vigilancia de los patógenos zoonóticos se vuelven esenciales para que la implementación de estas contramedidas mejore nuestra salud. La restauración ecológica es, por tanto, y para sorpresa de muchos, esencial en el marco de la salud pública, ya que es un elemento inseparable de nuestro bienestar. Así, la gestión para la conservación es la gimnasia que mantendrá nuestros ecosistemas sanos y, con ello, la salud de todos los que vivamos en su entorno.

Tanto las instituciones dedicadas a la conservación como toda la sociedad en su conjunto tienen el imperativo de mejorar la salud y la supervivencia de las especies amenazadas en aras de lograr la conservación de una diversidad biológica que asegure el funcionamiento de los ecosistemas y de nuestra propia salud. Y es que, la simplificación extrema de los ecosistemas que provoca talar y deforestar para convertir la selva en enormes monocultivos como los de coca, soja o palma, tiene dos problemas directos. Por un lado, nos priva de numerosos servicios ecosistémicos y aumenta el riesgo de contraer enfermedades. Por el otro, están los efectos del propio producto sobre nuestra salud: en el caso de la cocaína con los problemas que describíamos al principio; y en el caso de los alimentos que producen y distribuyen las grandes empresas de la industria agroalimentaria, con la hambruna que sufren 1.000 millones de personas que no llegan a tener acceso a la comida y con enfermedades como la obesidad que padecen quienes sí pueden acceder a ella.

No podemos seguir aislando la salud humana del resto de saludes que afectan a los demás organismos con los que compartimos la biosfera, esa fina capa de vida que recubre la Tierra. Actualmente se están destinando muchos fondos y esfuerzos para paliar los efectos de las enfermedades zoonóticas emergentes en humanos. Convendría que la inversión de esos fondos se pensara bien e incluyera la protección ambiental, que es al final la base para evitar las zoonosis que tanto nos preocupan. Resultaría paradójico hacer justo lo contrario.

 

Más allá del medio ambiente

Evidentemente, además de la protección del medio ambiente, necesitamos sistemas de salud que nos protejan. Y el conocimiento de la ciencia médica ha de seguir avanzando. En este sentido, el concepto de salud planetaria también implica que haya unos estándares de salud mínimos a los que acceda toda la población mundial. Toda. Porque de nada sirve que se puedan aplicar técnicas y curaciones extremadamente complejas a una pequeña parte de la población, o que unos pocos tengan acceso a tratamientos carísimos que les permitan llegar a los 100 años, si el resto de la humanidad permanece enferma. Tanto para la detección de enfermedades que pueden convertirse en pandemias como para la protección de toda la ciudadanía, es imprescindible que el sistema de salud nos cubra a todos.

A la hora de detectar una posible pandemia, es necesario contar con sistemas de alerta temprana que permitan dar la voz de alarma en caso de detectar una nueva enfermedad. Estos sistemas no existen en numerosas y pobladísimas áreas del planeta que en su mayoría pertenecen al sur global, esa parte de la Tierra de la que se extraen los recursos para que una minoría viva por encima de las posibilidades del planeta. La importancia de una cobertura y protección sanitarias globales también la hemos visto con la covid-19. Cuando, tras un desarrollo científico espectacular, basado principalmente en la colaboración de la ciencia en todo el mundo, pudimos contar con vacunas, los países ricos se afanaron en contar con dosis para sus poblaciones. No fue tan fácil conseguir vacunas para el sur global, donde todavía hay lugares a los que no ha llegado esta medida de protección. Tras conseguir que la población de los países con más recursos lograra obtener varias dosis de vacuna por persona, creímos —ingenuamente— que el problema estaba solucionado. Sin embargo, el virus continuó mutando y pudo expandirse entre la población que no tuvo acceso a esas vacunas, haciéndose más fuerte y volviendo a infectar a quienes estaba vacunados tras unas cuantas mutaciones que sirvieron al virus para adaptarse a las nuevas circunstancias. Afortunadamente, a estas alturas, contamos con más conocimiento y recursos para el tratamiento de la enfermedad, aunque ésta sigue provocando problemas de diversa gravedad en quienes la sufren.

 

La crisis ambiental

Todo lo ilustrado para el caso de las pandemias se aplica igualmente al cambio climático y sus tremendos impactos en los ecosistemas, así como a los efectos de las distintas formas de contaminación (atmosférica, por nitrógeno, por plásticos, etc.). Más allá de las pandemias, recuperar ecosistemas funcionales es imprescindible para evitar muertes y mejorar la salud física y mental de cada uno de nosotros, pero también para permitir que la nuestra no pase a un catálogo de especies extintas que nadie leería.

El concepto de salud planetaria podía sonar abstracto e incluso esotérico cuando se planteó en 2015, pero la realidad pandémica ha demostrado su importancia. Por eso, debemos valorar en su justa medida otros conceptos que podían sonar también extraños cuando se propusieron, como el de los límites planetarios (esas condiciones físicas del planeta que, al transgredirse, ponen en peligro nuestra propia supervivencia).12 En realidad, todo lo que lleva dimensiones o escalas de planeta suena un poco a ciencia ficción, pero la ecología y la medicina han ido probando una y otra vez las fuertes y notables conexiones entre regiones distantes del planeta y entre procesos aparentemente no relacionados entre sí, como la fertilidad de los suelos, el polvo del desierto que recorre grandes distancias transportando fertilizantes y semillas, las lluvias, la agricultura, las alergias o las enfermedades respiratorias y cardiovasculares. La idea de salud planetaria llevaba circulando muchos años antes de la covid-19, pero lo hacía en ámbitos especializados. Ahora, con la pandemia, y en cierto modo con el cambio climático y la crisis ambiental, el concepto ha saltado al conocimiento general de la sociedad. Parece que, por fin, la noción de que estamos mucho más conectados con todos los demás organismos del planeta de lo que pensamos habitualmente, ha venido para quedarse.

Llama mucho la atención, sin embargo, que pese a la situación crítica en la que nos encontramos, la sociedad capitalista actúe de forma parecida a como lo hace el adicto, que no puede perderse una noche más, una copa más, un trabajo más… Pese a lo incontestable de los hechos, nos empeñamos en mantener un sistema económico y social que exige, tanto a las personas como al planeta, mucho más de lo que nuestros límites naturales nos permiten. Igual que quienes consumen cocaína encuentran que aumentan su energía y su capacidad para mantenerse alerta, que pueden seguir haciendo cosas y continuar a un ritmo sobrehumano, nuestra civilización lleva décadas traspasando los límites planetarios y consumiendo una cantidad de energía que está muy por encima de lo saludable. Para hacerse una idea de lo que estoy hablando, puede ayudar saber que un barril de petróleo, 159 litros, corresponden aproximadamente a 10.000 horas de trabajo manual, y actualmente consumimos casi 102 millones de barriles diarios13. Así, estamos quemando en unos pocos siglos el carbono que se ha ido fijando en forma de combustibles fósiles a lo largo de millones de años.

Como el adicto, seguimos engañándonos y gastando los depósitos de carbono, desestabilizando el ciclo de este elemento vital, aumentando la temperatura y cambiando peligrosamente la proporción de los gases que hay en la atmósfera que nos protege, esa que hace posible desarrollar nuestra vida y la de los ecosistemas que nos sustentan. Nuestra forma de estar en el mundo está provocando la desaparición de miles de especies y poniendo en peligro la supervivencia de otras, incluida la nuestra. Ante esta realidad, quizá haya llegado el momento de cambiar la relación extractiva que nuestra sociedad tiene con la naturaleza y cambiar nuestros hábitos. Nos va la vida en ello.

 

Xiomara Cantera Arranz es responsable de prensa del Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC).

NOTAS:

1 Parte de este texto ha sido extraído del capítulo «One health, la salud no es solo una cuestión médica», del libro La salud planetaria (2022), de la colección de las editoriales CSIC y Catarata ¿Qué sabemos de?, cuyos autores son Fernando Valladares, Adrián Escudero y Xiomara Cantera.

2 Haydi Magali Caro Gutiérrez, Efecto de la aspersión de glifosato en la mortalidad por cáncer en la población rural colombiana, Tesis Doctoral, Pontificia Universidad Javeriana, Colombia, 2019.

3 Rosana E. Norman et al., «Environmental Contributions to Childhood Cancers», Journal of Environmental Immunology and Toxicology, núm. 2, 2014, pp. 86-98.

4 Howard Frumkin et al., «Nature contact and human health: a research agenda», Environ. Health Perspect, núm. 125, 2017, pp. 075001.

5 Richard Fuller et al., «Pollution and health: a progress update», The Lancet Planetary Health, vol. 6, núm. 6, 2022, pp. e535-e547.

6 Organización Mundial de la Salud, Infografía Las 10 causas principales de muerte relacionadas con el medio ambiente, 2019.

7]Jamie K. Reaser et al., «Fostering landscape immunity to protect human health: A science-based rationale for shifting conservation policy paradigms», Conservation Letters, núm. 15, 2022, pp. e12869.

8 Md Tanvir Rahman et al., «Zoonotic Diseases: Etiology, Impact, and Control», Microorganism, núm. 8(9), 2020, pp. 1405.

9 Raina K. Plowright et al., «Land use-induced spillover: a call to action to safeguard environmental, animal, and human health», Lancet Planetary Health, núm. 5, 2021, pp. e237-245.  0

10 Jacqueline Choo et al., «Range area and the fast–slow continuum of life history traits predict pathogen richness in wild mammals», Scientific Reports, núm. 13, 2023, pp. 20191.

11 Eleanor Tanner et al., «Wolves contribute to disease control in a multi-host system», Scientific Reports, núm. 9, 2019, pp. 7940.

12 Johan Rockström et al., «Safe and just Earth system boundaries», Nature, núm. 619, 2023, pp. 102–111.

13 Agencia Internacional de la Energía (IAE), «Oil market Report-December 2023».