Naturaleza sagrada. Cómo podemos recuperar nuestro vínculo con el mundo natural
Naturaleza sagrada. cómo podemos recuperar nuestro vínculo con el mundo natural
Karen Armstrong
Crítica/ Planeta, Barcelona 2022 190 págs.
Reseña publicada en la sección LECTURAS del número el número 163 de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global.
¿Qué cabe hacer para recuperar un vínculo más auténtico y menos destructivo con la naturaleza?
Karen Armstrong nos ofrece una obra notable que replantea nuestra relación nociva y cosificadora con la naturaleza, proponiendo como solución un enfoque espiritual y humanamente sensible hacia el entorno natural, lo cual puede apreciarse desde su mismo título: Naturaleza sagrada. Cómo podemos recuperar nuestro vínculo con el mundo natural.
Su temprana vocación religiosa llevó inicialmente a nuestra autora a un convento católico hasta que, tras siete años en él, colgó los hábitos y comenzó su formación académica en Oxford, pero su convicción de que las tradiciones religiosas y sapienciales tienen algo valioso que ofrecer a la humanidad no la ha abandonado nunca, y así ha terminado escribiendo más de una decena de libros dedicados a la historia comparada y la filosofía de las religiones. Con ello, se ha convertido en una de las mayores expertas en temas religiosos a nivel mundial, siendo Naturaleza sagrada su última obra escrita hasta el momento.
En cada uno de los capítulos que componen esta obra, diez en total, se repite la misma estructura: la autora parte de una idea presente en diferentes tradiciones religiosas y filosóficas, explora sus ramificaciones y desemboca en una sección que denomina «Camino a seguir» en la que, extrapolando las enseñanzas que dichas tradiciones pueden ofrecer a la sociedad occidental actual, pretende motivar un cambio en la mentalidad del lector que genere un mayor respeto y veneración por la naturaleza; todo ello para intentar solventar la crisis ecosocial y medioambiental.
Frente a la actual crisis ecosocial, la autora propone una revolución o conversión en las mentes con el objetivo de recuperar el vínculo espiritual entre el ser humano y la naturaleza (y con ello poder llevar a cabo acciones que verdaderamente supongan una mejora para el entorno natural). Así, Armstrong afirma:
«No basta con cambiar nuestra forma de vida, hemos de modificar también la totalidad de nuestro sistema de creencias» (p. 15)
necesitamos superar la dañina cosmovisión reduccionista y mecanicista que ha propiciado la Modernidad euro-norteamericana. De esta forma, la autora sugiere el cultivo de una sensibilidad de veneración hacia la naturaleza como fin en sí misma y por su valor intrínseco, para lo cual cabría apoyarse en tradiciones desarrolladas especialmente en Oriente (que han mantenido la creencia en la inmanencia de una sagrada fuerza presente en la naturaleza que unía a todo ser, ya fuera persona, animal o vegetal, a diferencia del carácter sobrenatural de un Dios distante propio de las religiones occidentales).
Para ello, al comienzo del libro, Armstrong defiende la necesidad de recurrir a mitos (mythos) positivos con tal de percibir la sacralidad natural mediante la puesta en práctica de rituales o ceremonias artísticas que enseñen a apreciar estética y emocionalmente la naturaleza de manera compasiva, pues el discurso científico de advertencia ecológica parece no ser suficiente. Así, en el capítulo 2 continúa explicando cómo distintas tradiciones mítico-religiosas defienden la existencia de un sagrado principio en forma de energía que mantiene en armonía todo el cosmos y que puede captarse mediante la contemplación de la naturaleza para el desarrollo de una mentalidad antropocósmica, ya sea con el qi en el confucianismo, el tao en el taoísmo, los devas en el hinduismo, la buddhadhatu en el budismo Mahayana, o el Ein Sof en la mística judía de la Cábala.
Siguiendo con la exploración de diferentes narraciones religiosas, durante el capítulo 3, Armstrong invita a la reflexión sobre la santidad de la naturaleza criticando nuestro modo de interactuar con ella en beneficio propio, pues recurrimos a ella únicamente por su valor instrumental. Así, la autora no deja de insistir en que debemos modificar nuestro pensamiento sobre la naturaleza, para lo cual es necesario prestar atención a las “señales” que esta nos envía en forma de desastres naturales.
La naturaleza resulta ser una epifanía que el ser humano moderno debería apreciar (y para ello tiene que aprender a considerar sus acontecimientos como hechos extraordinarios y asombrosos).
Durante el resto de los capítulos, Armstrong explica que la toma de conciencia en forma de responsabilidad humana ante el daño causado al medio ambiente debe ser adquirida por toda la sociedad, reflejando así nuestra gratitud hacia la misma. Para ello, podríamos aprender a acomodarnos al equilibrio natural como ejemplo de biomímesis con la creación de sociedades humanas compatibles con ecosistemas naturales.
En el capítulo 6 expresa que este cambio de mentalidad es un proceso exigente que supone comenzar buscando cierta soledad, alejándonos de las distracciones mundanas, purificando nuestro ser y abandonando nuestro yo para someternos a la divinidad. Esto es lo que en la Grecia antigua se expresaba con el término de kénosis o “vaciamiento” del yo, es decir, un abandono del ego, como muestran figuras tales como Gandhi, M.L. King y Nelson Mandela.
En una kénosis ilimitada «todo se entrega a una reciprocidad creativa y espontánea» (p. 90), y llega a advertirse que todos los seres humanos, animales y vegetales se hallan en un proceso armónico de complementación. En este sentido, los humanos seríamos capaces de sintonizarnos con la naturaleza al dejar de imponer nuestra voluntad sobre ella, permitiendo así una relación armoniosa, de manera que nuestra vida se desarrollaría de un modo más acorde y respetuoso con el medio.
Para que una situación así pueda llevarse a cabo, en el capítulo 8 Armstrong propone que se siga la regla de oro o ética de la reciprocidad, que consiste en no hacer al resto lo que a uno no le gustaría que le hiciesen. Confucio fue uno de los primeros que la expuso como esencia del concepto ren, cuyo sentido remite a las obligaciones de uno con el otro y a la capacidad de ponerse en su situación, mostrando que nuestro comportamiento con el exterior también determina la conducta del otro. Así, preocuparse por el otro supone preocuparse por la naturaleza, honrándola y protegiéndola para participar de su reconstrucción y armonía.
Ahora bien, no se trata de una relación mística, sino de una ética derivada del hábito de la compasión, de ser responsables de nuestros actos y ser conscientes del vínculo humano con lo natural, respetando su equilibrio y sus principios.
Esta regla guarda relación con el principio hindú de ahimsa, que Armstrong introduce en el capítulo 9, cuya traducción sería “no causar daño”. Fueron los jainistas quienes mayor importancia dieron a este principio, pues trataban todo cuanto existe en el universo como poseedor de una yivá −una especie de principio vital− que había de ser respetada y tratada como sagrada y libre.
Señala la importancia de la no violencia explicando que el daño a todo ser que forma parte del todo supone a su vez el daño hacia uno mismo. Lo que Armstrong propone es romper con la alteridad y ampliar miras, comprendiendo que “lo otro” no existe como contraparte de “lo mío”, sino que todo forma parte del todo.
Con todo ello, el capítulo 10 evoca la imagen de los círculos concéntricos, propia de la tradición china, señalando la necesidad de trascender tanto el egoísmo como las ideas posesivas y de extender a los otros nuestra empatía. Esto no se reduce al ámbito privado, sino que es extensible a lo colectivo y, según comenta Armstrong, los chinos ya tenían este pensamiento global desde los albores de su historia.
Siguiendo en este sentido las enseñanzas de Mencio, plantea ir un paso más allá y no circunscribir los límites de nuestra empatía a los de nuestra especie, sino extenderlos a la totalidad de la naturaleza. Esta extensión supone tratar todo cuanto existe como poseedor de un valor que le es propio y que, por tanto, merece en sí mismo respeto. Esta tarea de ensanchar los círculos concéntricos le corresponde al individuo, de tal modo que cada uno tiene una cuota de responsabilidad en la ulterior consecución de la paz, razón por la cual no es algo que dependa únicamente de las decisiones tomadas por los partidos políticos.
Finalmente, Armstrong concluye señalando que para superar la crisis medioambiental resulta necesario reconectar con la naturaleza, y para ello la autora aconseja alejarse del ruido y de la continua actividad de nuestras sociedades para admirar la naturaleza en su silente majestuosidad. Ello implica superar la ruptura histórica entre Dios y la naturaleza, devolviendo a esta su carácter sagrado. Y, para llevar a cabo tal transformación, hemos de cambiar primero nosotros mismos mediante un proceso de toma de conciencia en virtud del cual asumamos las consecuencias de nuestras acciones y adquiramos una postura más biocéntrica que antropocéntrica hacia el medio natural.
«El hecho de que comprendamos al fin que nuestra propia existencia depende de la naturaleza indica que ha llegado la hora de abandonar nuestro antropocentrismo para abrazar, como preocupación última, la totalidad del cosmos» (p. 138-139).
En definitiva, se trataría de conseguir una transformación espiritual comunitaria y antropocósmica a favor de la naturaleza que acabe con las formas más destructivas de conducta humana. Sin duda, ¡no es pequeña tarea!
Inés Sanz Manzano, Elena Pardo Cabrera, María Celina Martínez Cubillo y Luis Sánchez de Benito
Máster en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transición Ecosocial, UAM-UPV.
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