La primavera árabe: el día después

El detonante de la primavera árabe fue la inmolación de Mohammad Buazizi
el 17 de diciembre de 2010. A partir de ese momento, todo un pueblo se puso en marcha sin temor, sin líderes, sin control de ningún partido político. Una vez derribado el muro del miedo, la dictadura se desplomó. El 14 de enero de 2011, Ben Ali huye. El 25 de febrero le toca el turno a Mubarak, apodado injustamente, «faraón de Egipto». Varios meses después, Gadafi es ejecutado. En Yemen, Ali Saleh resiste a la tempestad, pero se ve obligado a renunciar y viaja
a EE UU (¿extraño?) para un exilio médico. Bachar el Asad reprime a discreción, pero está con el agua al cuello. En Bahréin, la monarquía suní minoritaria debe su salvación únicamente al apoyo de las otras petromonarquías y a la complacencia de EE UU, que disponen de una gran base naval en el país.
El brusco surgimiento del hecho revolucionario fue la respuesta de las sociedades civiles árabes a decenios de derivas autoritarias ha sido el desgaste de la lógica autoritaria, o mejor dicho su deriva predadora y dinástica, amplificado por los “vientos de la globalización”, las redes sociales y las cadenas de televisión por satélite.

El estatus internacional de Oriente Medio y los modos de articulación árabe en el sistema internacional se han visto desbaratados. Las grandes potencias, que hasta hace tan poco tiempo eran las que imponían su criterio, son sacadas de los espacios de contestación, pierden sus intermediarios regionales y ven cómo su influencia sobre la región se atenúa.
La primavera árabe altera el juego internacional. Las sociedades árabes, al rebelarse, hacen que se muevan las líneas. El antiguo orden, dominado por EE UU, se tambalea: se establecerá un orden nuevo cuyos contornos resulta difícil atisbar en esta fase. La fluidez será el sello distintivo del periodo que se inaugura: no habrá ya alianzas definitivas, sino intereses nacionales que defender. La política exterior de los países árabes no será ya obra de “lacayos” bajo influencia: deberá reflejar el sentimiento popular y servir al interés público.
Según el autor, algunos de los grandes logros de la primavera árabe son: que cuatro países árabes se han librado ya de sus déspotas: Túnez, Egipto, Libia y Yemen; que Siria, el régimen de Bachar el Asad resiste, pero a costa de una represión incalificable, las consecuencias sobre Argelia y, que todos los regímenes monárquicos, en diversos grados, están expuestos a los mismos problemas sociales agudos: desempleo rampante, escasa apertura del sistema político, desigualdades sociales y regionales, desigualdad entre los sexos.
Las revoluciones democráticas árabes, por su carácter masivo y espontáneo y por su lógica amotinadora, integran las reivindicaciones obreras, superándolas para englobar reivindicaciones más generales: quiere decirse, por tanto, que son a la vez revoluciones democráticas y revoluciones sociales.
Khader destaca también el papel de las cadenas de televisión por satélite árabes, pues no solo han permitido romper el monopolio de la información que ejercían los regímenes autoritarios, sino que también han contribuido a informar de los acontecimientos en tiempo real y a difundir las imágenes en todo el mundo.
Otro hecho destacado en el artículo es el cambio que la primavera árabe ha producido en el concepto que tenían los árabes sobre sí mismos, en la imagen al uso que tenía Occidente del mundo árabe, e incluso ha cambiado también el concepto de la gente corriente, produciéndose una mayor empatía hacia unos pueblos que se levantan contra la dictadura y corean consignas modernas (libertad, dignidad, democracia).