Introducción
Un elemento históricamente regulador de la vida social ha sido el trabajo y las relaciones que conlleva. De un modo muy general, podemos decir que el trabajo es el conjunto de tareas que realizamos para ganarnos la vida o para satisfacer las necesidades humanas. Ese conjunto de tareas va a estar marcado por la distinta posición de mujeres y hombres en la división sexual del trabajo –la especialización de tareas que se asignan en función del sexo y que suponen una distinta valoración social y económica y simbólica. Esto incluye, además, una dimensión temporal: tiempo de trabajo y tiempo liberado de trabajo que también tienen una concreción diferenciada entre hombres y mujeres. De igual forma, la relación de los hombres y mujeres con el trabajo, además de las experiencias subjetivas que comportan, es y son distintas. Todas estas cuestiones son esenciales a la hora de pensar en un modelo de sociedad.
El trabajo es, así, un elemento importante para comprender los modelos de ciudadanía puesto que en nuestra sociedad muchos derechos van asociados a la condición de trabajador o trabajadora asalariada. Sin embargo, otros derechos relacionados con actividades que quedan fuera del concepto de trabajo asalariado han de ser aún conquistados y reconocidos, como veremos. Por otra parte, la relación con el trabajo –o deberíamos decir mejor, los trabajos–, encierra diferencias entre distintos segmentos sociales y productivos y entre unos países y otros. Y son numerosas las injusticias o desigualdades asociadas a este ámbito: por ejemplo, los datos de desempleo o de precariedad laboral o el trabajo dedicado al cuidado de las personas, como veremos. Aspectos que se han agudizado en el actual contexto de crisis.
A partir del siglo XIX, el mercado de trabajo industrial se basó en una profunda división sexual del trabajo que diferenciaba las actividades desempeñadas por hombres y mujeres en función del sexo: las mujeres desarrollan la actividad en el ámbito doméstico –reproductivo– y los hombres en el ámbito público considerado como productivo. En este sentido, capitalismo y patriarcado se han ido articulando para adoptar diferentes formas según el contexto. Lo cierto es que, históricamente, aunque las mujeres han participado de forma muy intensa en la actividad económica remunerada no han participado en igualdad de condiciones con los varones y han sufrido discriminaciones en el mercado de trabajo (a pesar de que, paradójicamente, tienen un nivel formativo y académico similar en unos casos y superior en otros al de los varones). Esta desigual y discriminatoria participación encuentra parte de su explicación en la asignación de la responsabilidad que se asigna a las mujeres del trabajo doméstico y de cuidados en el ámbito doméstico, desprovisto de valor en el mercado.
La economía crítica feminista ha formulado un replanteamiento del concepto de trabajo hegemónico que, en su generalidad, invisibiliza una parte fundamental del trabajo necesario para cubrir las necesidades humanas: el trabajo de cuidados.
3.1. ¿En qué contexto surge el concepto de trabajo que conocemos en Occidente?
Históricamente, tanto desde las interpretaciones dominantes (neoclásica) como desde las críticas (marxismo) se ha privilegiado el trabajo asalariado (compra-venta de la fuerza de trabajo y generador de valores de uso dedicados al intercambio en el mercado) como elemento a considerar. El origen de esta noción hay que buscarlo en la era industrial y moderna, cuando se consolida y extiende por el cuerpo social como otras constitutivas del sistema económico (crecimiento, progreso). Su importancia clásica ha estado vinculada al desarrollo de la gran industria. Sin embargo, el concepto de trabajo ha ido cambiando en el tiempo, como veremos. Pero, lo que aquí queremos destacar, es que esa vinculación de trabajo = trabajo productivo ha tenido y tiene un evidente sesgo de género y deja oculto, invisibiliza, todo lo que no entre bajo el paraguas de esa definición.
"La división del trabajo por sexos parece haber sido universal en toda la historia humana. En nuestra sociedad la división sexual del trabajo es jerárquica, con los hombres arriba y las mujeres abajo. La antropología y la historia sugieren, sin embargo, que tal división no siempre fue jerárquica. […] Yo sostengo que las raíces del status social actual de las mujeres se encuentran en esa división sexual del trabajo. […] Los problemas fundamentales a investigar parecerían ser pues, en primer término, cómo una división sexualmente más igualitaria se convirtió en otra menos igualitaria y, en segundo, cómo esta división jerárquica del trabajo se extendió en el período moderno al trabajo asalariado. Muchos estudios de antropología sugieren que el primer proceso, la estratificación sexual, se dio junto con el aumento de la productividad, la especialización y la complejidad creciente de la sociedad […] ocurrió a medida que la sociedad humana emergía del primitivismo y se volvía “civilizada”. Desde este punto de vista el capitalismo es relativamente reciente, mientras que el patriarcado, la relación jerárquica entre hombres y mujeres en que los hombres dominan y las mujeres están subordinadas, es muy antiguo.
Al investigar por qué los hombres tuvieron mayor habilidad organizativa durante ese período de transición, debemos considerar el desarrollo de las relaciones sociales patriarcales en la familia nuclear, reforzadas por el Estado y la religión. Como los hombres actuaban en la arena política como cabeza de familia y en la familia como cabeza de unidades de producción, parece probable que hayan desarrollado más estructuras organizativas fuera de sus casas. Las mujeres, en una posición inferior en la casa y sin apoyo del Estado, fueron menos capaces de hacerlo. Los conocimientos organizativos de los hombres derivaron, pues, de su posición en la familia y en la división del trabajo. […]
Así, la organización capitalista de la industria, al separar el trabajo del hogar, coadyuvó a aumentar la subordinación de las mujeres al incrementar la importancia relativa del área dominada por el hombre. […] con la separación del trabajo del hogar los hombres pasaron a depender menos de las mujeres para la producción industrial, mientras que las mujeres pasaron a depender más de los hombres económicamente.
[…] cuando las mujeres participaron en el mercado de trabajo asalariado, lo hicieron en una posición tan claramente limitada por el patriarcado como por el capitalismo. El control de los hombres sobre el trabajo de las mujeres fue motivado por el sistema de trabajo asalariado. En el mercado de trabajo la posición dominante de los hombres fue mantenida por la segregación sexista de los empleos. Los empleos de las mujeres eran peor pagados, eran considerados menos cualificados y con frecuencia involucraban menos ejercicio de autoridad".
Heidi Hartmann, "Capitalismo, patriarcado y segregación de los empleos por sexos" en Cristina Borderías, Cristina Carrasco, Carmen Alemany (comps.), Las mujeres y el trabajo. Rupturas conceptuales, Fuhem/Icaria, Madrid/Barcelona, 1994, pp. 255 y 269.
"En primer lugar, en relación al tiempo, si nos situamos en períodos anteriores a la industrialización, observamos que los tiempos de trabajo guardaban estrecha relación con los ciclos de la naturaleza y de la vida humana. Con el surgimiento y consolidación de las sociedades industriales el tiempo queda mucho más ligado a las necesidades de la producción capitalista: el trabajo remunerado no vendrá determinado por las estaciones del año (tiempo de siembra, de cosecha...) ni por la luz solar (se podrá trabajar independientemente de si es de noche o de día). El reloj -como tiempo cronometrado- se establecerá como instrumento de regulación y control del tiempo industrial, pero este último condicionará en parte el resto de los tiempos de vida y trabajo: la vida familiar deberá adaptarse a la jornada del trabajo remunerado. Con el desarrollo del capitalismo, el tiempo de trabajo como fuente importante de la obtención de beneficio, es considerado un “recurso escaso” y se mercantiliza, es decir, asume la forma de dinero. De aquí que características como la productividad o la eficiencia se conviertan en aspectos importantes en los procesos productivos, ya que significan ahorro de tiempo y, por tanto, de dinero.
Y, en segundo lugar, en relación al trabajo, es curioso y sorprendente que hayamos llegado al siglo XXI y no manejemos una definición aceptable de “trabajo”, teniendo en cuenta que es la actividad básica que nos permite subsistir. Si pensamos nuevamente en economías preindustriales, casi todas las actividades que realizaban mujeres y hombres se denominaban trabajo. Parte importante de ellas iban dirigidas a la subsistencia de la población. Es con la industrialización que una parte de la producción se separa del lugar de vida y se comienza a producir para los mercados. Pero parte importante de las actividades necesarias para la vida continúan realizándose en el hogar, aunque a partir de este momento perderán su categoría de trabajo. Desde entonces, la economía (y la sociedad) no consideran “el otro trabajo” o “los otros trabajos”".
C. Carrasco, "Tiempo de trabajo, tiempo de vida: ¿reorganización o conciliación?", Ciudad de Mujeres, 2006 [disponible en: http://www.ciudaddemujeres.com/articulos/_Cristina-Carrasco_].
3.2. ¿Qué desigualdades refleja el actual concepto de trabajo?
Con el desarrollo de la producción mercantil se asentó una definición del trabajo basada en las profundas raíces de la desigualdad sexual que conllevó la desvalorización del trabajo doméstico y de cuidados. Ya entonces, no obstante, algunas voces plantearon debates sobre la responsabilidad social del trabajo de reproducción y el papel que correspondía en ello a los ámbitos privado y público –la familia y el Estado. Si tomamos como referente únicamente el trabajo asalariado –productor de mercancías– se excluyen las tareas propias del trabajo doméstico. Sin embargo, la teoría feminista ha aportado a esta reflexión algunas importantes matizaciones: no solo cabía obtener el reconocimiento de ese trabajo en los mismos términos de trabajo de mercado, sino que incorporaba características propias; era básico para el cuidado y el bienestar de las personas y venía realizándose desde toda la historia de la humanidad. Y, sin embargo, había sido históricamente considerado como trabajo de mujeres, y por tanto, había sido devaluado tanto a nivel simbólico como en relación a los salarios obtenidos por él en el mercado.
"Algunos aspectos del trabajo femenino son sorprendentemente semejantes a lo largo del tiempo y en el espacio: a) la apreciable proporción de mujeres en edad laboral que no tienen un trabajo remunerado; b) el gran volumen de trabajo doméstico que realizan las mujeres empleadas y no empleadas; c) la concentración de las mujeres en los sectores más pobres de la población trabajadora.
[…] para comprender las características generales y persistentes del trabajo asalariado debemos investigar el lado oscuro y oculto del trabajo de las mujeres: el trabajo de reproducción, habitualmente definido como “trabajo doméstico”. Cuando se parte del trabajo asalariado no es posible poner en evidencia de manera adecuada las dimensione y la relevancia de los problemas que se debaten. Una de las razones de esta dificultad procede del hecho de que el análisis del mercado laboral utiliza generalmente planteamientos teóricos que marginan y ocultan todo el proceso de reproducción del trabajo y su especificidad. La incapacidad de situar el trabajo de reproducción en un marco analítico adecuado ha llevado muchas veces a silenciarlo, como si fuese un trabajo invisible. […] Un problema central del sistema económico se ha analizado como una cuestión privada y como un problema específicamente femenino".
Antonella Picchio, "El trabajo de reproducción, tema central en el análisis del mercado laboral" en Cristina Borderías, Cristina Carrasco, Carmen Alemany (comps.),Las mujeres y el trabajo. Rupturas conceptuales, Fuhem/Icaria, Madrid/Barcelona, 1994, p. 453
"[…] la organización de nuestras sociedades vista desde fuera puede parecer absolutamente absurda e irracional. Seguramente si una “extraterrestre” sin previa información viniera a observar nuestra organización y desarrollo de la vida cotidiana, plantearía una primera pregunta de sentido común: ¿cómo es posible que madres y padres tengan un mes de vacaciones al año y las criaturas pequeñas tengan cuatro meses?, ¿quién las cuida? o ¿cómo es posible que los horarios escolares no coincidan con los laborales?, ¿cómo se organizan las familias?, y ya no digamos si observa el número creciente de personas mayores que requieren cuidados directos. Probablemente nuestra extraterrestre quedaría asombrada de la pésima organización social de nuestra sociedad. Sin embargo, tendríamos que aclararle que está equivocada: no se trata exactamente de una mala organización, sino de una sociedad que continúa actuando como si se mantuviera el modelo de familia tradicional, es decir, con una mujer ama de casa a tiempo completo que realiza todas las tareas de cuidados necesarios. Y si esta mujer quiere incorporarse al mercado laboral es su responsabilidad individual resolver previamente la organización familiar".
C. Carrasco, "Tiempo de trabajo, tiempo de vida: ¿reorganización o conciliación?", Ciudad de Mujeres, 2006 [disponible en: www.ciudaddemujeres.com/articulos/_Cristina-Carrasco_].
Es decir, las organizaciones e instituciones sociales –y la sociedad en general–, siguen sin considerar que el cuidado de la vida humana sea una responsabilidad social y política. Esto queda claramente reflejado en los debates sobre el Estado del Bienestar donde es habitual que educación y sanidad se discutan como los servicios básicos y necesarios que debe ofrecer el sector público y, sin embargo, nunca se consideren, ni siquiera se nombren, los servicios de cuidados. Cuando de hecho, son por excelencia los más básicos: si a un niño no se le cuida cuando nace, no hace falta que nos preocupemos por su educación formal, sencillamente no llegará a la edad escolar.
3.3. ¿Cómo afecta esta desigualdad a nuestra vida cotidiana?
La división sexual del trabajo, y la consiguiente especialización y responsabilidad generizada en el trabajo de cuidados ha obstaculizado históricamente el acceso de las mujeres a los niveles de renta y de riqueza en condiciones de igualdad con los varones. Como veremos, las desigualdades afectan al propio acceso, inserción y continuación de las mujeres en el mercado laboral, así como a los salarios que perciben por el trabajo que desempeñan en él, y en ellas está el origen de lo que hoy entendemos como feminización de la pobreza. Están ligadas a una distribución desigual de los recursos, de los tiempos y de las responsabilidades entre hombres y mujeres. Por eso, podemos hablar de una segregación horizontal y una vertical. Se denomina segregación horizontal en el trabajo a la concentración de mujeres y de hombres en tipos y niveles distintos de actividad y de empleo, por la que las mujeres forman parte de una gama más estrecha de ocupación que los hombres. Y se entiende por segregación vertical a la mayor concentración de mujeres en puestos de trabajo inferiores (con menores salarios, cualificaciones) y de menor responsabilidad y a su menor presencia en los niveles de organización y dirección. El concepto “techo de cristal” se acuñó en los años ochenta y resulta una eficaz metáfora para señalar las barreras invisibles pero muy efectivas que dificultan a las mujeres ocupar los niveles de mayor cualificación, responsabilidad y poder en diversos ámbitos (político, académico, laboral). Por ejemplo en el ámbito universitario, donde el 60% de las licenciaturas universitarias las obtienen las mujeres, pero apenas ocupan el 12% de las cátedras y solo son 4 de los 72 rectores (según datos de 2009). Para comprender bien cómo se produce la división sexual del trabajo y de la riqueza además de detenernos en la realidad concreta, es preciso considerar también el contexto social global e interrelacionarlo con el nivel ideológico-simbólico de la experiencia (normas, ideas, símbolos...), las prácticas concretas, individuales y colectivas, y las relaciones sociales, así como todo lo relativo al ámbito institucional, incluida la organización del Estado. Por un lado, veremos en este apartado datos sobre desigualdad salarial. Por otro, veremos algunas características del trabajo de cuidados que pretende poner de manifiesto cómo en algunas ocasiones puede ser experimentado de forma contradictoria o ambivalente por las mujeres. Y por último, y en relación con el trabajo de cuidados, su dimensión global, las cadenas globales de cuidados.
CIP-ECOSOCIAL, área de Democracia, ciudadanía y diversidad
En el año 2010, unos 18 millones de personas trabajaron en España a cambio de un salario. En torno a 8 millones eran mujeres, frente a 10 millones de varones. En muchos casos, el salario percibido por las trabajadoras fue más bajo que el de los trabajadores varones. En conjunto, el valor medio de los salarios de ellas fue de 1.350 euros y 1.787 el de los varones, es decir, que el salario masculino fue de promedio 432 euros superior al femenino.
Estas diferencias salariales se concentran sobre todo en los tramos más altos y más bajos de ingresos. Por tanto, es más frecuente que las mujeres encuentren empleos mal pagados y, por el contrario, que los varones estén mucho más presentes en aquellos empleos con mejores sueldos.
Así, más de un tercio (36%) del total de mujeres asalariadas tuvieron en 2010 un empleo cuyos ingresos medios al mes no superaban los 633 € del salario mínimo interprofesional. Una cantidad tan amplia de sueldos que no superan el SMI (y en muchos casos se encuentran por debajo), solamente se explica por el alto peso del empleo eventual en España (los trabajadores consiguen emplearse solamente algunos meses de todo el año) o el empleo a tiempo parcial (en muchos casos, no elegido voluntariamente).
En el caso de los varones, solamente un 27% se encontraba en este tramo de ingresos inferior o igual al SMI. Si nos referimos a los salarios muy altos (un 2% de los trabajadores españoles tuvo en 2010 un salario mayor o igual de 4750 €), estos son hasta tres veces más frecuentes (3%) entre los varones que entre las mujeres (1%).
Desde hace algunos años, es frecuente que los trabajadores españoles más jóvenes reciban salarios inferiores a aquellos otros de mayor edad. El siguiente gráfico, basado en una fuente estadística diferente a los anteriores y referente a los salarios anuales del año 2008, representa los euros que por término medio recibían los trabajadores de cada grupo de edad (los años cumplidos que tenía cada uno).
Como puede verse, las mujeres reciben salarios inferiores en prácticamente todos los grupos de edad y las diferencias se hacen más amplias en las edades más avanzadas. Desde el punto de vista de las diferencias por género, esta distribución de salarios representa un cierto elemento de cambio: parece que la mayor desigualdad fue vivida por las trabajadoras mayores, aunque esta persista todavía para las más jóvenes.
Más preocupante es que el gráfico apunta también un deterioro histórico paulatino de las condiciones salariales sufrido por una mayoría de trabajadoras y trabajadores. Es significativo que solamente en un grupo de edad (el de los jóvenes que se estrenan en el mercado de trabajo con la edad mínima legal de 16 años) los salarios medios femeninos sean superiores a los masculinos. En esta edad, una parte muy importante de los jóvenes continúa todavía recibiendo algún tipo de formación, un hecho algo más frecuente en el caso de las mujeres que en el de los varones, que seguramente tienen más fácil encontrar empleo en ese momento, si bien, con una menor cualificación y salario.
"Los cuidados a terceros, que forman parte de todas aquellas actividades que tienen como objetivo proporcionar bienestar físico, psíquico y emocional a las personas, implican tareas de gran importancia social, considerable valor económico e implicaciones políticas notables. Pero un aspecto muy significativo de esta importancia es la relevancia numérica de los cuidados domésticos, donde diversas investigaciones han demostrado de una forma clara y contundente que el cuidado de las personas dependientes se ha delegado y se sigue delegando socialmente en las familias; pero que cuando hablamos de familias nos estamos refiriendo a las mujeres, algo que no siempre se recuerda.
Dicho de otra manera, estos cuidados suponen una responsabilidad social absolutamente generizada y naturalizada que se produce a partir de la articulación del sistema de género, sistema de parentesco y de edad, afectando más a las mujeres adultas, y apoyándose en una caracterización social diferente de los trabajos realizados por hombres y mujeres y en una separación cultural de lo racional que queda ligado a los hombres, y lo emocional, asociado a las mujeres.
De todas formas, hay que tener presente que no todas las mujeres cuidan, que otras delegan (o contratan) esta responsabilidad en terceras personas (normalmente mujeres), y que "el cuidado no representa lo mismo en todos los casos".
Es distinto, emocional y vitalmente, el cuidado de la infancia y de la adolescencia o el cuidado de una persona anciana, que "nos enfrenta a la finitud de la vida, a la decrepitud y a la muerte. Como diferente es cuidar a una persona anciana sana que se vale por sí misma o a otra que depende absolutamente de los demás, contar con recursos materiales y/o humanos o carecer de ambos".
La consecuencia principal de la invisibilización y naturalización de los cuidados es que garantiza la continuidad de su ejecución por parte de las mujeres.
[…] en la actualidad se [sigue] argumentando la desigualdad social de las mujeres apoyándose en una biología o una psicología definidas científicamente como diferenciadas, algo que fue perfectamente combatido en los años setenta y ochenta por las feministas desde muy diferentes campos disciplinares y temáticos. Pero, sin embargo, en los últimos años las teorías esencialistas de las diferencias entre hombres y mujeres no solo no se han agotado sino que han surgido nuevas explicaciones para las mismas, y el ámbito de los cuidados es especialmente propicio para ello".
Mari Luz Esteban, "Cuidado y salud de las mujeres y beneficios sociales. Género y cuidados: algunas ideas para la visibilización, el reconocimiento y la redistribución", Cuidar cuesta: costes y beneficios del cuidado, SARE, 2003 [accesible en: http://www.fuhem.es/media/cdv/file/biblioteca/Boletin_ECOS/10/Genero_y_cuidados.pdf].
"La liberación de las mujeres “activas” de los países desarrollados de las responsabilidades de cuidado de las personas dependientes se basa en redes familiares tradicionales que a su vez “liberan” a las trabajadoras domésticas de sus propias responsabilidades de cuidado, generalmente a miles de kilómetros de distancia, a través de mecanismos de intercambio desigual. El concepto vincula trabajo y cuidado de las mujeres de países desarrollados y de las mujeres de países en vías de desarrollo. Mujeres que cuidan los hijos y los hogares de otras mujeres mientras estas realizan el trabajo productivo". [Arlie Hochschild]
Helena González Domínguez, Ana Delso y Beatriz Santiago, ¿Concilia qué? Guía didáctica y audiovisual para trabajar con grupos la conciliación de la vida laboral, familiar y personal, Dinamia, Ayto. Fuenlabrada, 2007, p. 95.
3.4. ¿Qué podemos hacer para evitar el reparto desigual de tareas?
La relación entre trabajo y tiempo es fundamental a la hora de comprender el reparto de los trabajos productivo y reproductivo entre mujeres y hombres. Este aspecto se ha intentado abordar desde las políticas públicas y desde el marco jurídico, con el fin de introducir mejoras en la situación. En las actuales sociedades cuando hablamos de trabajo y tiempo, si lo leemos en clave masculina, tendemos a aludir a empleo y jornada laboral. Es el marco en el que entendemos una serie de derechos y deberes de ciudadanía, incluso a pesar de la actual crisis laboral. En cambio, si esa relación se lee en femenino, el trabajo se convierte en algo más que empleo, y la jornada laboral se hace interminable. El impacto real de algunas de las actuaciones encaminadas a alcanzar la conciliación de la vida laboral y familiar dista de ser el deseado puesto que existen resistencias y condicionantes como las representaciones sociales del modelo familiar que atribuyen a las mujeres unas características pretendidamente innatas de madres y esposas. Para lograr un cambio real, es preciso por un lado avanzar en la igualdad entre hombres y mujeres en el reparto de responsabilidades, en la conciliación de la vida laboral, familiar y personal; aumentar los servicios de atención a la dependencia; y promover y ampliar los permisos laborales. Pero resultaría además totalmente imprescindible lograr un cambio de las pautas socioculturales que definen la relación entre trabajo y tiempo. Y, aún más, transformar el actual binomio hegemónico tiempo-dinero que traslada la lógica del beneficio empresarial y que cuantifica el tiempo en horas y las horas en dinero, al resto de ámbitos de la vida cotidiana.
"Solo en sociedades donde los trabajos de cuidados no estén determinados por sexo, género, raza, o cualquier otra categoría social, entonces puede tener sentido el ideal de igualdad o justicia social... Toda sociedad ofrece y requiere cuidados y, por tanto, debe organizarlos de tal manera que pueda dar repuesta a las dependencias y necesidades humanas manteniendo el respeto por las personas que lo necesitan y sin explotar a las que están actuando de cuidadoras".
M. Nussbaum, "Poverty and Human Functioning: Capabilities as Fundamental Entitlements" en Poverty and Inequality, Standford University Press, 2006, p. 70.
"[Diversos estudios de ámbito europeo concluyen] que los problemas ligados a la relación del trabajo y el tiempo deben pensarse en el entorno de la vida cotidiana y desarrollarse a través de políticas públicas orientadas, principalmente, en torno a tres ejes:
Estos grandes planteamientos de fondo deben además situarse en un horizonte presidido por el tiempo de vida y un objetivo a corto plazo evaluable en términos de bienestar cotidiano. Velar por no aumentar las desigualdades sociales por razón de clase, género y etnia debe completar esas expectativas por utópicas que parezcan.
[…] Los resultados de los estudios dejan pocas dudas sobre la pertinencia de llevar a cabo unas políticas públicas capaces de permitir la revisión del actual contrato social entre géneros. […] La petición de formular otro contrato social entre géneros no es nueva, aunque quizás pueda ser calificada de reciente. Y no es un estrambote feminista sino una demanda de mejora de las políticas del Estado del bienestar, desde la óptica de la equidad.
[…] Lo más oportuno es reclamar de manera inmediata los servicios de atención a la vida diaria. Servicios que deben y han de ser reclamados como derechos de ciudadanía a obtener con carácter universal e individualizado.
Estos servicios deben ir acompañados no sólo de los permisos laborales existentes sino de unas políticas de tiempo que atiendan a los criterios reseñados; reducciones horarias de la jornada laboral con carácter sincrónico y cotidiano; la ciudad puede ser, además, el escenario idóneo para desarrollar políticas capaces de trascender la ambigüedad de las fronteras entre el ámbito público y privado [y] hace falta que ese hombre, devenido sujeto masculino, reflexione, ponga nombre y valore la persona, al contenido y a las actividades que le facilitan su bienestar cotidiano".
T. Torns, "De la imposible conciliación a los permanentes malos arreglos", Cuadernos de Relaciones Laborales, 23, 2005, pp. 15-33.