Desmantelar el búmeran imperial: un balance del poder policial globalizado

Filipinas, 2017, el ataúd de Enrico F. Bernal, un conductor de triciclo de 35 años en su velorio en Navotas. Crédito: © Lynzy Billing / IG: @lynzybilling Twitter: @LynzyBilling
Filipinas, 2017, el ataúd de Enrico F. Bernal, un conductor de triciclo de 35 años en su velorio en Navotas.

 

 

 

 

 

Desmantelar el búmeran imperial: un balance del poder policial globalizado

Joshua M. Makalintal

 Estado del Poder 2021

 

Los asesinatos ordenados por el presidente Duterte y el uso desenfrenado de la violencia policial no pueden entenderse sin comprender las formas en que el imperialismo estadounidense moldeó a Filipinas, que a su vez moldeó la policía estadounidense y, en última instancia, global. El bumerán del imperio no puede ser demolido solo dentro de los Estados Unidos o Filipinas, sino que exige una firme respuesta transnacional para reinventar y transformar los poderes coercitivos del Estado.

 

A primeras horas de la mañana del 30 de diciembre de 2020, unidades conjuntas policiales y militares se embarcaron en dos operaciones simultáneas en las regiones montañosas de la isla Panay en Visayas occidental, Filipinas. Su misión era sofocar la propagación de armas de fuego que supuestamente proliferaban en las provincias de la región mediante la detención de 28 supuestos miembros del Partido Comunista de Filipinas (CPP). Lo que la policía describió como una «actividad policial habitual» terminó en los brutales asesinatos de nueve líderes de comunidades indígenas. Según los informes, los miembros del consejo de la tribu Tumandok estaban dormidos cuando fueron abatidos a tiros frente a sus familias, pero la policía afirmó que se defendieron y se resistieron al arresto. Días después, los habitantes del pueblo donde se produjeron los asesinatos huyeron de sus hogares por temor a más incidentes de violencia estatal.

La brutalidad que llevó a las ejecuciones extrajudiciales y al éxodo del pueblo de Tumandok es solo uno de los últimos de una serie de incidentes policiales y militares de alto perfil que alimentan el debate sobre el papel de la contrainsurgencia y el control policial en la conciencia pública filipina. Aproximadamente dos semanas antes de este incidente, las fuerzas de seguridad del Estado ejecutaron a cinco trabajadores agrícolas en un pequeño pueblo de la provincia vecina de Rizal, en Manila, en lo que se describió como una operación antiterrorista contra presuntos miembros del brazo armado del CPP, el Nuevo Ejército Popular (NPA). Sin citar pruebas, el secretario de Interior del país insistió en que eran parte de «escuadrones de la muerte» acusados ​​de asesinar a altos funcionarios del gobierno.

La violencia patrocinada por el Estado en Filipinas ha tenido lugar durante décadas, y la represión contra presuntos subversivos se ha intensificado bajo la presidencia de Rodrigo Duterte. Su promesa de librar una «guerra» contra las drogas ha resultado en miles de cadáveres en las calles de todo el país, en su mayoría de personas pobres. En sus cinco años de mandato, Duterte ha extendido esta «guerra» movilizando el aparato coercitivo del gobierno para reprimir la disidencia, desde periodistas críticos hasta defensores del medio ambiente y la oposición parlamentaria. En esta «guerra», los que están en primera línea son los agentes del Estado coercitivo: la Policía Nacional y las Fuerzas Armadas de Filipinas.

 

Vestigios coloniales del estado coercitivo

La naturaleza cruel de la policía y el ejército, desenmascarada en violentas cruzadas anticomunistas y ejecuciones extrajudiciales de grupos marginados, se remonta a la historia colonial de Filipinas. La actual policía nacional del país fue precedida por la Policía de Filipinas, una policía militar colonial de la era estadounidense con poderes de policía civil. En su reputado trabajo sobre la historia y las secuelas de la policía imperial estadounidense en Filipinas, Alfred McCoy narra cómo el establecimiento de la Policía se construyó parcialmente sobre el regimiento filipino de la Guardia Civil española, que también era de naturaleza militar y cuya labor era tomar medidas enérgicas contra la actividad revolucionaria de la población civil nativa en la última década del dominio colonial español.[1]

La victoria de Estados Unidos en la guerra contra Filipinas condujo a la creación de lo que McCoy describe como «las unidades de policía y de inteligencia más modernas que se encuentran bajo la bandera de Estados Unidos», que aplastó el primer movimiento anticolonial de Asia. Destaca cómo la construcción de esta vigilancia imperial pacificó la revolución filipina al aniquilar a los ejércitos rebeldes y realizar operaciones encubiertas para corromper y desacreditar a los líderes revolucionarios filipinos, aplastando el movimiento desde adentro.

De hecho, como lo documenta McCoy, las prácticas imperiales en la antigua colonia iban a resultar «un laboratorio ideal para la innovación». Incluso después de la independencia, el Estado filipino heredó este aparato coercitivo, en el que la policía trabajaba junto con las fuerzas armadas del país y mantenía la represión continua contra los movimientos indígenas en el sur del país y las guerrillas comunistas en las provincias de las tierras altas.

Esta inmensa dependencia del poder policial caracterizó los métodos del Estado filipino para manejar la disidencia y conducir el gobierno a lo largo del siglo XX. Las repercusiones en los colonizados fueron evidentes, pero también dejaron una marca duradera en el colonizador, ya que su ingeniería institucional llevó la política colonial estadounidense a su límite, que luego rebotaría al corazón del imperio y eventualmente construiría el primer Estado de la vigilancia moderno del mundo.

 

Represión recíproca en el imperio

La experiencia imperialista estadounidense fue «mutuamente transformadora» según McCoy; incluso hizo a la metrópoli «más consciente de sí misma, más calculadora en la aplicación del poder». Los experimentos estadounidenses con la imposición de una influencia hegemónica en Filipinas importaron después la represión policial al propio Estados Unidos, un proceso al que Connor Woodman se refiere como el «efecto búmeran imperial«, que condujo a la consolidación del poder estatal coercitivo moderno. Describe este fenómeno como un mecanismo imperial que utiliza a «las colonias como laboratorios de métodos de contrainsurgencia, control social y represión, métodos que luego pueden ser trasladados a la metrópoli imperial y desplegados contra los marginados, subyugados y subalternos dentro del país”.

El concepto del efecto búmeran del imperio se remonta a los escritos de varios pensadores políticos, como Aimé Césaire, Michel Foucault y Hannah Arendt. Si bien Césaire mencionó que el proyecto imperial resultaría en un efecto búmeran sobre el colonizador, también caracterizó especialmente la dominación estadounidense como «la única dominación de la que uno nunca se recupera…sin cicatrices».[2] Esta cicatriz va en ambos sentidos para los Estados Unidos y lo que alguna vez fue su mayor colonia oficial.

De hecho, los proyectos imperiales han dejado un legado duradero en las colonias, particularmente en las Filipinas, donde los remanentes del imperio estadounidense llevaron a la institucionalización y legitimación de los aspectos coercitivos del régimen liberal poscolonial en el país, tal como buscaban los líderes filipinos posteriores a la independencia para imitar el lenguaje imperial y perpetuar su propia versión de dominación. Pero, como indicó Césaire, también fue en gran medida una experiencia mutua. Fue lo que McCoy describe como un «proceso recíproco, moldeando la formación del Estado tanto en Manila como en Washington, al tiempo que arrastra a ambas naciones a un mundo poscolonial mutuamente implicado”.

 

Amenazas rojas y veranos rojos

A medida que los imperialistas estadounidenses lograron controlar los experimentos en el otro lado del mundo, la histeria irracional se apoderó de las élites nacionales amenazadas por un movimiento obrero estadounidense en ebullición. En respuesta, buscaron el apoyo del Estado coercitivo repatriando métodos desarrollados originalmente en Filipinas hacia sus propios ciudadanos.

Alex Vitale documenta que la primera agencia de policía estatal de Estados Unidos, la Policía Estatal de Pensilvania, se inspiró en la Policía de Filipinas, y se estableció con el objetivo de ponerse del lado de los intereses del capital. Vitale observa cómo la fuerza policial recientemente institucionalizada reprimió brutalmente a los trabajadores migrantes y sindicalistas que luchaban por una jornada laboral de ocho horas en la huelga de los mineros del carbón de Westmoreland que comenzó en 1910.[3]

Además de ser un instrumento para sostener la desigualdad social y económica, la vigilancia durante este período de la historia de los Estados Unidos también se utilizó para mantener políticas racistas de segregación y criminalización de la población afroestadounidense. Las fuerzas policiales que se encargaron de imponer brutalmente las leyes Jim Crow tuvieron sus orígenes en el sistema de patrulla de esclavos, muy extendido en los estados del sur de Estados Unidos antes de la abolición formal de la esclavitud, lo cual pone de relieve que ya existían prácticas racializadas en la aplicación de la ley.

Las atrocidades de la era Jim Crow incluyeron linchamientos, asesinatos de vigilantes anti-racistas y violencia de supremacistas blancos. Estos culminaron durante el «verano rojo» de 1919 cuando la intensificación de los disturbios raciales y laborales se extendió simultáneamente por los Estados Unidos, provocando decenas de disturbios raciales y cientos de víctimas. El historiador afroestadounidense Raimundo Logan consideró esto como el «Nadir» de las relaciones raciales de Estados Unidos, que marcó una de las épocas más racistas en la historia del país junto con el período anterior a la guerra.[4]

Reconocer la gravedad de esta era histórica implica reconocer el papel del imperio estadounidense. La forma en que Estados Unidos respondió a los disturbios internos también está especialmente relacionada con la forma en que implementó su política exterior, al experimentar con la policía explotadora y represiva. La doble subyugación contra los disidentes y las minorías en los Estados Unidos y contra los rebeldes filipinos en la colonia se sumaría para consolidar los procesos de racialización inherentes a la práctica estatal coercitiva. Woodman subraya la noción de que este proceso de construcción de la raza está «incrustado en las estructuras e historias coloniales«. Esta construcción no solo está entrelazada con métodos de represión importados; también es moldeada por ellos.

Además, el Estado coercitivo y sus prácticas represivas de control policial y racialización también estuvieron marcados por la participación de civiles. Lo que McCoy denomina «nexo de seguridad entre el Estado y la población civil» se ejemplifica cuando la policía local se une a los supremacistas blancos para aplastar los disturbios raciales en los centros urbanos de Estados Unidos, mientras que las fuerzas policiales estatales se ponen del lado de los capitalistas para reprimir a los trabajadores organizados. Había una paranoia entre la élite estadounidense que veía la lucha de los negros estadounidenses por la igualdad racial como una rebelión de inspiración bolchevique. La respuesta inmediata fue la contrainsurgencia y el control coercitivo; y el Gobierno de Estados Unidos tenía un modelo en Filipinas que serviría de base para la instalación de un Estado de seguridad nacional violento.

 

La globalización de las cruzadas contrainsurgentes de Estados Unidos

El búmeran seguiría rebotando a lo largo del siglo XX, consolidando la hegemonía ideológica estadounidense marcada por la política interior racista y la política exterior imperialista. Incluso después de la independencia, la élite estadounidense colaboró ​​con sus contrapartes en Filipinas para mantener una alianza en el desarrollo de estrategias de contrainsurgencia represivas contra los movimientos guerrilleros, métodos que se aplicarían más allá de Filipinas en el sudeste asiático, desde África y Oriente Medio hasta América Latina y el Caribe.

Estos métodos son lo que Stuart Schrader llama “ayuda a la seguridad«, que fue un componente inherente de la política exterior de Estados Unidos durante la Guerra Fría. Schrader señala que se ofrecieron estos servicios de seguridad a los gobiernos en el extranjero para someter tanto la actividad criminal como la comunista. Bajo el Gobierno de Kennedy se estableció un programa llamado Oficina de Seguridad Pública (OPS), que formaba parte de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). La «ayuda» administrada tenía el objetivo de «profesionalizar» la vigilancia policial en todo el mundo mediante la capacitación para contrarrestar la insurgencia, la recopilación de información de inteligencia y el fortalecimiento de la aplicación de la ley.

La OPS no duró mucho, dado que los movimientos sociales de esa época expusieron sus elementos represivos y el hecho de que USAID estaba ayudando a gobiernos autoritarios, desde las Filipinas de Marcos hasta la Nicaragua de Somoza. A través de manifestaciones masivas y seguimiento legislativo, el programa se vio obligado a cerrar 13 años después de su creación. Como escribe Schrader, esto no puso fin a la práctica, sino que simplemente la privatizó. Surgió una coalición de seguridad público-privada a través de contratistas comerciales que ofrecían una capacitación similar, incluso por parte de los propios ex instructores de OPS. El hecho de que formara parte de una iniciativa civil permitió a esta práctica eludir ciertas restricciones legales, lo que continúa hasta la actualidad, convirtiéndola en una empresa exitosa y rentable.

No obstante, el Gobierno de Reagan reavivó la participación del Estado en la formación de policías extranjeros intensificando la «guerra» estadounidense contra las drogas en el país y en el extranjero, especialmente en los países latinoamericanos. En esta ocasión, involucró a varios organismos del gobierno federal, en particular al Departamento de Defensa, al que, según Schrader, se le otorgaron nuevas competencias en la lucha contra el narcotráfico al capacitar a los militares para dar formación a policías extranjeros. Esta militarización de la actividad policial en el extranjero fue denominada eufemísticamente por los expertos policiales «profesionalización», y se convertiría en un proceso perpetuo y en constante expansión sin un final a la vista.[5]

Su objetivo es asumir la tarea de desarrollar formas innovadoras de vigilancia en el extranjero con el fin de «domesticar a los extranjeros mediante la modularidad de la práctica». Esta domesticación implicó definir al Estado coercitivo como el principal protector de una sociedad frágil propensa a los insurgentes, desde los movimientos independentistas hasta los activistas de derechos civiles y los sindicatos de trabajadores. Como señala Atiya Husain, «la contrainsurgencia de las luchas anticoloniales, antirracistas y anticapitalistas, ya sea que realmente dañen o asesinen a la gente» sería la base fundamental de nuestra comprensión moderna del concepto de terrorismo.

El desarrollo de la vigilancia policial en los Estados Unidos está marcado por sus elementos transnacionales que sustentan el autodenominado papel del país como «policía del mundo«. Las conquistas territoriales condujeron a experimentos de represión y control en las colonias que luego llevaron a la expansión de un aparato estatal de seguridad en los Estados Unidos. Esto fue reempaquetado y ofrecido al mundo como «ayuda» al entrenar a los soldados del mundo como policías y, de hecho, entrenar a los policías como soldados. De hecho, esta práctica ha sido como un búmeran que seguía girando, lo que llevó a Schrader a llamarla una «máquina de movimiento perpetuo del imperio estadounidense”.

Vale la pena señalar, sin embargo, que esta máquina de movimiento sin fin incorpora un cierto aspecto multidireccional del efecto búmeran. Concretamente, afirma que la policía racializada preexistente en los Estados Unidos coexistía con sus experimentos coloniales en el exterior, y que estas circunstancias regenerarían la aplicación violenta de la ley a nivel nacional y promoverían las prácticas avanzadas de contrainsurgencia en el extranjero, exportando esas prácticas como capacitación e importando de nuevo las experiencias.

Es esta noción reconceptualizada del efecto búmeran al que se refiere Jeanne Morefield expone la compleja red de interconexiones del imperialismo y el racismo, y explica los entrelazamientos que sustentan las actuales manifestaciones de guerra eterna de Estados Unidos. La expansión de las operaciones de vigilancia masiva de la Agencia de Seguridad Nacional y el uso sin precedentes de ataques con aviones no tripulados, introducidos por la Administración Obama, amplificaron “la ‘retroalimentación’ entre la proyección de poder en el exterior y en el interior”.

 

Domesticar el búmeran en el archipiélago carcelario

La máquina de movimiento perpetuo del imperio estadounidense dejó una marca indeleble en Filipinas. Como señala McCoy, la experiencia poscolonial filipina incluyó una mayor subyugación por la experimentación posimperial de Estados Unidos: «colaborar en el desarrollo de nuevas doctrinas militares para enfrentar una sucesión de desafíos a la hegemonía global de Estados Unidos». El régimen de vigilancia establecido en la Filipinas colonial experimentaría una intensificación de la ocupación estadounidense y la guerra en Vietnam y culminaría en la actual guerra contra el terrorismo estadounidense en Afganistán, Oriente Medio y más allá.

Filipinas siempre ha desempeñado un papel fundamental en estas guerras. En Mindanao en particular, el atroz legado de la presencia militar estadounidense continúa hasta nuestros días. En lo que fue uno de los conflictos más sangrientos de la guerra filipino-estadounidense, en la masacre de Bud Dajo las fuerzas de contrainsurgencia estadounidenses asesinaron a cientos de residentes locales, dejando a la isla prácticamente vacía. Se podría argumentar que este conflicto contra el pueblo Moro en el sur fue el principal frente de la primera guerra eterna de Estados Unidos. Poco después de los ataques del 11 de septiembre en Nueva York y el Pentágono, el Gobierno de Bush etiquetaría a la región como el “segundo frente” de su guerra contra el terrorismo al desplegar cientos de soldados estadounidenses en Zamboanga que entrenarían a las tropas filipinas para combatir a los grupos separatistas islamistas.

El efecto búmeran imperial generaría una versión doméstica moderna en Filipinas, cuyo ejemplo más pertinente es la actual «guerra» contra las drogas encabezada por el Gobierno de Duterte. Como candidato presidencial, Duterte, quien entonces era alcalde de la ciudad de Davao, prometió aplicar su modelo de control del crimen urbano en todo el país. Y cumplió su promesa. Con su bendición, tan pronto como asumió el cargo, la policía y las patrullas de autodefensa civil se involucraron en una ola de asesinatos que se asemejó a los notorios «escuadrones de la muerte» de Davao.

Aunque pueda dar la impresión de que la “guerra” actual contra las drogas tiene sus raíces en la ciudad más grande de Mindanao, Anna Warburg y Steffen Jensen destacan que la represión policial actual de los presuntos delincuentes en la capital urbana se inspira en las operaciones de contrainsurgencia, realizadas con frecuencia en Mindanao, contra el CPP-NPA y los nacionalistas moros. Esta actuación de la policía en una de las áreas más pobres de Manila sugiere que el búmeran de la contrainsurgencia policial represiva empleada en las provincias del sur ha vuelto a la floreciente metrópolis.

Interior de la casa de Ricardo Medina, de 70 años, un empleado que vive y trabaja en el cementerio de Pasay. Medina se enteró de que su hijo de 24 años, Ericardo, había sido asesinado en una ejecución extrajudicial después de verlo en la televisión con la cabeza envuelta en cinta de embalaje y un cartel atado al pecho que decía «camello» el 16 de noviembre de 2016. © Lynzy Billing

 

Sin embargo, como se mencionó anteriormente, la policía filipina siempre ha sido una institución feroz que funciona como músculo del Estado coercitivo. Para Sheila Coronel, la policía filipina siempre ha sido «una máquina de matar dispuesta, deseosa y capaz» que se especializa en la violencia, ya que «es el único tipo de actuación que conocen».[6] También subraya que en un país con un sistema de justicia fracturado, la lucha contra el delito también ha creado oportunidades para obtener beneficios económicos dudosos y, por lo tanto, la línea que separa al delincuente del policía a menudo se diluye, generalmente para buscar ganancias en lugar de impartir justicia. La «guerra» contra las drogas de Duterte empoderó aún más a las instituciones policiales para desmantelar por completo esta línea, a menudo con la ayuda de matones a sueldo, escuadrones de la muerte y policías justicieros.

La externalización de la participación en medios extrajudiciales para abordar la «guerra» de las drogas ofrece una descripción moderna del «nexo entre el Estado y la seguridad civil» mencionado por McCoy, que ahora incluye el reclutamiento de ciudadanos comunes para participar activamente en estas actividades extralegales. Un buen ejemplo de ello son los incidentes bien documentados de residentes y funcionarios locales que elaboraron listas de víctimas relacionadas con las drogas y las enviaron a la policía nacional como prueba.

Aquí es donde la coerción y el consentimiento se cruzan y, como señalan Warburg y Jensen, este nexo –la “asociación civil-militar”– es “donde los civiles son atraídos (y forzados) a participar en la guerra del lado del Estado”. Al mismo tiempo, se instala un clima de desconfianza, aunque de maneras paradójicas. Si bien las encuestas recientes sugieren que la presidencia de Duterte goza de una aprobación masiva constante, deben analizarse junto con las encuestas en que los filipinos expresan que es peligroso ser crítico de las políticas del actual gobierno.

Como resultado, los espacios para la disidencia disminuyen aún más, y el Estado carcelario se beneficia de esta atmósfera de miedo mientras intensifica la securitización de la protesta y la resistencia, recurriendo a medios represivos extraordinarios para exhibir la fuerza contra los progresistas, ya sea mediante el cruelmente llamado “hostigamiento de comunistas” o asesinándolos sin piedad. El 7 de marzo de 2021, solo dos días después de que Duterte reafirmara su directiva de ejecutar a los rebeldes comunistas, las fuerzas gubernamentales organizaron redadas coordinadas en las regiones vecinas a Manila contra grupos activistas. Lo lograron con una eficiencia despiadada que dejó nueve personas muertas en lo que se denominó como otro «domingo sangriento» que marcó una de las ofensivas policiales y militares más amplias y mortíferas contra los activistas bajo el régimen actual. Este tipo de incidentes expone abiertamente la ineptitud de las fuerzas de seguridad del Estado en su incapacidad para distinguir a los organizadores de movimientos de base de los insurgentes armados.

 

Quebrar el búmeran de Manila a Minnesota

Desde el despliegue de agentes federales por parte de la Administración Trump para someter violentamente a manifestantes de Black Lives Matter (BLM) en varias ciudades de Estados Unidos, hasta la cruzada en curso de Duterte para etiquetar a todos los activistas como terroristas y silenciarlos o asesinarlos, la violencia patrocinada por el Estado desde las calles del centro de Portland hasta las tierras altas de Panay encarna la intensificación de la represión contra las voces disidentes en ambos países.

Al mismo tiempo, estos hechos se han enfrentado con un fuerte desafío. La última década ha sido testigo de la proliferación de movimientos y protestas políticas masivas en todo el mundo sin precedentes en el siglo XXI. Un informe de principios de 2020 del Center for Strategic and International Studies señala que en el período entre 2009 y 2019 la frecuencia de las revueltas masivas aumentó anualmente en un promedio del 11,5%.

El informe no preveía las protestas del resto de 2020, que conduciría a una mayor radicalización de la conciencia pública sobre el tema de la policía y el Estado coercitivo. De hecho, el año pasado se produjo un renacimiento radical de los sentimientos antiimperialistas y antirracistas entre la población estadounidense a raíz de los asesinatos policiales de George Floyd, Breonna Taylor y Ahmaud Arbery. Hemos visto cómo estos movimientos por las vidas de los negros contraatacaron, haciendo llamamientos para retirar los fondos a la policía de Minneapolis y otros lugares.

Pero estos llamamientos no son suficientes, sino que deben estar respaldados por el reconocimiento de los nexos entre las experiencias nacionales y extranjeras, una estrategia que implica admitir que la policía estadounidense nunca se ha limitado a la esfera nacional, ya que no se puede ignorar su alcance mundial. Como sostiene Schrader, este es el vínculo fundamental entre una política exterior agresiva sin control y una aplicación de la ley agresiva internamente sin control. De ahí el desmantelamiento del efecto búmeran (la máquina de movimiento perpetuo) a través de iniciativas de desfinanciamiento debe ser proactivo, que incluye frenar el papel de «policía del mundo”.

Esta estrategia de romper el movimiento en espiral del búmeran significa que las demandas internas en Estados Unidos para reducir el poder policial deben incluir también los llamamientos a una política exterior que busque terminar con la globalización de las prácticas estatales coercitivas que se reetiquetan como asistencia o ayuda. Enfrentarse al poder policial globalizado es, por lo tanto, crucial para enfrentar la política exterior de Estados Unidos.

 

Construir una respuesta contrahegemónica

Los nexos de las políticas imperiales han sostenido relaciones de poder desiguales y han reproducido vejaciones, generando la incertidumbre de las personas con respecto a su capacidad de actuar y resistir.[7] Estos sentimientos son también ambivalentes en el sentido de mantener actitudes conflictivas hacia el Estado coercitivo, acepándolo y oponiéndose a él simultáneamente.

La tarea de los movimientos progresistas es superar las contradicciones asociadas con la articulación de respuestas contrahegemónicas al predominio del Estado coercitivo. Esto requiere reconocer cómo se gana y se mantiene el poder mediante el consentimiento y la coerción. Pensar en el contexto de las relaciones hegemónicas también ayuda a generar un entendimiento de que tales coyunturas pueden romperse y desafiarse; y que se pueden forjar estrategias sobre cómo enfrentar con éxito el Estado coercitivo, para después reinvindicarlo y subsumirlo al control popular a fin de aplicar políticas radicales.

Este esfuerzo también implica «vivir» con la ambivalencia, particularmente en países cuyos Estados poscoloniales siguen siendo «el actor fundamental al que pueden apelar los ciudadanos vulnerables, siendo indispensable el entorno nacional para quienes luchan por los derechos y la justicia».[8] Como argumentan Janet Newman y Nikita Dhawan, «vivir» con esta ambivalencia hacia el Estado coercitivo crea un espacio para «proyectos de reinvención progresistas» que implican «una orientación más positiva para crear nuevos recursos, prácticas y formaciones políticas».

 

Hacia un futuro abolicionista

Por tanto, los «proyectos progresistas de reimaginación» deben basarse en aspiraciones radicales. Tales relatos prevalecen en las posturas abolicionistas que piden a las personas que «visualicen un futuro ‘imposible’». Concebir tales futuros alternativos genera consecuentemente una conciencia pública que insiste en una reestructuración del Estado carcelario y coercitivo más centrada en las personas, todo ello dirigido a romper las propias condiciones que crean y recrean las formas más brutales de represión. Tal cambio de perspectiva fortalece una imaginación política empoderada por la búsqueda del florecimiento humano.

El poder policial globalizado está históricamente vinculado a la dominación imperial; y en la coyuntura actual, se ha intensificado para facilitar los medios más crueles de control coercitivo que se manifiestan en la contrainsurgencia aplicada en las calles, donde se securitiza la disidencia y se reprime a los marginados. Los llamamientos liberales para una reforma progresiva que no aborde las raíces sistémicas de la recurrente violencia estatal no llegarán lejos y pueden incluso sostener prácticas brutales. Por tanto, y aunque pueda considerarse una posición extrema, la visión abolicionista radical sería en realidad la menos violenta de todas las soluciones. Como argumenta convincentemente Husain, esto se debe “a que aborda la raíz del problema y no propone soluciones parciales que simplemente reproducen el problema”.

El búmeran del imperio no puede ser demolido a escala nacional, sino que exige una firme respuesta transnacional que implique una reinvención. Y una drástica reimaginación requiere prácticas transformadoras que asuman la tarea de confrontar las estructuras racistas y la influencia neoimperial que caracterizan la coyuntura actual.

El momento presente, por lo tanto, representa una oportunidad para que los movimientos sociales reimaginen los poderes coercitivos del Estado y los pongan al servicio de la política emancipadora contrahegemónica, especialmente a medida que aumentan los llamamientos de los movimientos abolicionistas para desfinanciar a la policía y abordar la reforma radical de las instituciones represivas.

Césaire puede tener razón en que no podemos salir ilesos del dominio imperial, pero eso no significa que la recuperación sea imposible. Por el contrario, perseguir un restablecimiento basado en el activismo abolicionista es un camino con gran potencial hacia una sociedad transformadora. Este es el tipo de futuro radical por el que deberíamos luchar. Un mundo sin necesidad de vigilancia es un mundo sin las manifestaciones más viciosas de la práctica imperial que implica liberar a la humanidad de la dominación.

 

Joshua M. Makalintal es un escritor y activista filipino que actualmente trabaja en la Universidad de Innsbruck. Sus textos han aparecido en Al Jazeera, New Mandala y el Austrian Journal of South-East Asian Studies, entre otras publicaciones. Desde 2017 pertenece al movimiento contra la dictadura #BlockMarcos, así como al Colectivo Alitaptap, una red de académicos y estudiantes activistas filipinos en el extranjero. Twitter: @joshmaks

 

Traducción: Nuria del Viso – FUHEM Ecosocial

 

 Créditos fotográficos

 Foto 1: Nombre de archivo: 09_Billing-Makalintal-1. Crédito: © Lynzy Billing / IG: @lynzybilling / Twitter: @LynzyBilling

Pie de foto: Filipinas, 2017, el ataúd de Enrico F. Bernal, un conductor de triciclo de 35 años en su velorio en Navotas. Enrico fue asesinado el 11 de octubre de 2017 en Navotas, solo un día después de que Duterte emitiera un memorando que retiraba a la Policía Nacional de Filipinas de las operaciones de guerra contra las drogas para permitir que la PDEA tomara el control después de una campaña de 15 meses en la que los oficiales mataron a miles de presuntos narcotraficantes, usuarios y “camellos” en operaciones policiales organizadas. La familia de Enrico rechaza las acusaciones de que estuvo involucrado en drogas y dice que el asesinato fue un caso de “identidad equivocada”, pero la funeraria está segura de que se trataba de un asesinato asesinato extrajudicial y Enrico fue señalado como un presunto consumidor de drogas. Esta imagen se comparte con el consentimiento de la familia de Enrico. “Estos cuerpos serán enterrados en el cementerio público. Para muchos será como volver a casa, donde están sus madres e hijos. Tal vez incluso sean enterrados en el mismo terreno en el que nacieron”, comenta un asistente de la funeraria cuando el cuerpo de Enrico entraba en la incineradora para la cremación.

Foto 2: Nombre del archivo: 15_Billing-Makalintal-2 Crédito: © Lynzy Billing

Pie de foto: Interior de la casa de Ricardo Medina, de 70 años, un empleado que vive y trabaja en el cementerio de Pasay. Medina se enteró de que su hijo de 24 años, Ericardo, había sido asesinado en una ejecución extrajudicial después de verlo en la televisión con la cabeza envuelta en cinta de embalaje y un cartel atado al pecho que decía «camello» el 16 de noviembre de 2016.

 

 Este artículo forma parte del informe Estado del poder 2021, editado por Transnational Institute (TNI). En la traducción y edición de la versión en español han colaborado el Observatorio de Derechos Humanos y Empresas del Mediterráneo (de Suds y Novact) Centre Delàs, FUHEM Ecosocial y TNI.

NOTAS:

[1] McCoy, A.W. (2009) Policing America’s Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State. Madison, WI: University of Wisconsin Press, p. 33.

[2] Césaire, A. (2000 [1955]) Discourse on Colonialism. Nueva York: Monthly Review Press, p. 77.

[3] Vitale, A.S. (2018) The End of Policing. Londres y Nueva York: Verso, pp. 40–45.

[4] Logan, Rayford W. (1954) The Negro in American Life and Thought: The Nadir 1877–1901. Nueva York: Dial Press.

[5] Schrader, S. (2019) Badges without Borders: How Global Counterinsurgency Transformed American Policing. Oakland, CA: University of California Press, pp. 266–267.

[6] Coronel, S.S. (2017) ‘Murder as enterprise: Police profiteering in Duterte’s War on Drugs’, en N. Curato (Ed.), A Duterte Reader: Critical Essays on Rodrigo Duterte’s Early Presidency. Ciudad Quezon: Ateneo de Manila University Press, pp. 169; 187.

[7] Webb, A. (2017) ‘Hide the looking glass: Duterte and the legacy of American Imperialism’, en N. Curato (Ed.), A Duterte Reader: Critical Essays on Rodrigo Duterte’s Early Presidency. Ciudad Quezon: Ateneo de Manila University Press, pp. 139–141.

[8] Cooper, D., Dhawan, N. and Newman, J. (Eds.) (2020) Reimagining the State: Theoretical Challenges and Transformative Possibilities. Abingdon y Nueva York: Routledge, pp. 271–273.