Entrevista a Juan Carlos Gimeno Martín

Entrevista a Juan Carlos Gimeno Martín

«Hay una correlación entre nuestra supervivencia como especie gracias a la diversidad humana y la posibilidad de sobrevivir en el mundo manteniendo la diversidad biológica»

 Monica Di Donato

Responsable del Área de Sostenibilidad de CIP-Ecosocial

 

 

El antropólogo Juan Carlos Gimeno reflexiona en esta entrevista sobre varios aspectos de la relación naturaleza-cultura y analiza la importancia de la diversidad humana y sus múltiples maneras de habitar el mundo como elemento esencial para la diversidad biológica. Gimeno es profesor titular de Antropología Social en la Universidad Autónoma de Madrid, director del Departamento de Antropología Social y Pensamiento Filosófico Español y director de los Programas Internacionales con América Latina de dicha universidad. Autor de numerosas publicaciones, ha trabajado extensamente en América Latina.

Monica Di Donato (MDD): La relación naturaleza-cultura es como un vínculo entre sujeto y objeto, un vínculo importante e inolvidable. Así, la biodiversidad no es una esfera que atañe sólo a la ecología, sino también al ámbito humano y cultural. ¿Podrías explicar esta relación compleja? ¿En este sentido, es más correcto hablar de conservación de la diversidad biocultural que sólo de biodiversidad?

Juan Carlos Gimeno (JCG): Efectivamente, la relación naturaleza-cultura la vemos como un vínculo entre sujeto y objeto. Pero no en todas partes y en todos los tiempos ha sido así. Casi todas las sociedades que conocemos no hacen una distinción tan tajante entre naturaleza y cultura. Nuestras ideas de naturaleza y de cultura son propias de un determinado modo de entender el mundo y la relación de lo biótico y lo abiótico. Pero es una forma particular, limitada e incluso peligrosa de verlo, producto de una determinada cultura, la cultura de la modernidad. Esta cultura se centra en una serie de concepciones y prácticas llamadas «económicas», algo también inusitado desde el punto de vista histórico. El desarrollo de la cultura económica de Occidente y su consolidación hacia finales del siglo XVIII requirió de procesos sociales muy complejos que conllevaron la expansión del mercado, la mercantilización de la tierra y el trabajo, las nuevas formas de disciplina en las fábricas, escuelas, hospitales, etc., las doctrinas filosóficas basadas en el individualismo y utilitarismo, el desarrollo de la ciencia como forma única de conocimiento y, finalmente, la constitución de la economía como una esfera «real», autónoma, con sus propias leyes e independiente de «lo político», «lo social», «lo cultural». En esa cultura, el trabajo humano y la tierra son objetos dentro de la ecuación productiva. La naturaleza quedó relegada a un objeto muerto que adquiría “valor” al ser utilizada en los procesos productivos. De ahí también el tipo de papel que en este esquema jugaron las ciencias de la naturaleza y de la investigación científica sobre la naturaleza, entendida esta más como un objeto de observación que como una entidad viva. En esta cultura un hecho precede a otro en una sucesión que se da siempre en un tiempo lineal, que ordena pasado, presente y futuro. Si, en cambio, miramos a Occidente desde las llamadas sociedades «primitivas», o desde una sociedad campesina del Tercer Mundo actual, percibiríamos sin grandes dificultades que el comportamiento económico moderno es bastante peculiar. La misma distinción entre lo económico, lo político, lo religioso, etc. no existen en estas sociedades. Esto tiene consecuencias serias para la relación naturaleza­-sociedad, como veremos. Antropólogos, geógrafos y la gente que se dedica a la ecología política han demostrado que muchas comunidades rurales del Tercer Mundo “construyen” la naturaleza de formas diferentes a las formas modernas dominantes: ellos designan, y utilizan, los ambientes naturales de maneras muy particulares. Estudios etnográficos en todo el Tercer Mundo muestran cantidad de prácticas significativamente diferentes, de pensar, de relacionarse, de construir y experimentar lo biológico y lo natural. Sencillamente no podemos interpretar los mapas nativos (no modernos) de lo social y lo biológico en términos de nuestros conceptos de la naturaleza, cultura y sociedad. Para muchos grupos indígenas y rurales, la “cultura” no provee de objetos con los que manipular “la naturaleza”: la naturaleza no se “manipula”. Y lo mismo con otras dimensiones, como el tiempo. Existen lenguas, por ejemplo en los Andes, en las cuales el futuro está detrás del hablante, ya que es invisible, mientras que los horizontes del pasado se extienden abiertos a la vista, ante él. Debemos ver, entonces, la “naturaleza” y la “cultura”, no como entes o cosas ya dadas, sino como constructos culturales y sociales, históricos. Podemos decir algo más que señalar la riqueza de la diversidad de estos constructos culturales. Hoy sabemos que hay una estrecha correlación que se evidencia cuando sobreponemos los mapas de distribución de la biodiversidad, de diversidad de lenguas y de origen y difusión agrícola y pecuaria. Este hecho está ampliamente documentado por muchas instituciones, y lo han difundido consistentemente Victor Toledo y Narciso Barrera-Bassols. Los países situados en la franja intertropical, poseen la mayoría de las lenguas y especies endémicas. Estos países se ubican además en los principales centros de dispersión de plantas y animales domesticados y actualmente todavía una porción notable de sus habitantes rurales conservan las prácticas de manejo, selección y preservación de la diversidad genética de las especies y variedades domesticadas. En definitiva, podemos asegurar que hay una correlación entre nuestra supervivencia como especie gracias a la diversidad humana y la posibilidad de sobrevivir en el mundo manteniendo la diversidad biológica en el planeta. Ambas diversidades van juntas, caminan de la mano, se necesitan mutuamente. Cualquier gestión de la biodiversidad del planeta tierra debe contemplar la diversidad de formas de vivir en él que representan los pueblos y sociedades indígenas y campesinas. Esto exige tener en cuenta sus sistemas cognitivos sobre los recursos naturales y el papel de hombres y mujeres en su trasmisión de generación a generación, así como su aportación a la constitución de una memoria biocultural de la especie humana. La memoria es el recurso intelectual más importante entre las culturas indígenas o las (mal) llamadas tradicionales. La trasmisión de este conocimiento se hace mediante el lenguaje, principalmente por via oral, no escrita.

MDD: En este momento histórico en el que parece que se están deteriorando no sólo los ecosistemas y los modos de relacionarse de forma respetuosa y adaptativa con la naturaleza, sino los mismos cimientos de nuestra civilización ¿por qué es importante subrayar la importancia de preservar esta diversidad biocultural? ¿Y, en ese sentido, cuáles son las causas de naturaleza sociocultural a las que imputar la pérdida de la biodiversidad? ¿Todo esto significa que estamos de alguna manera perdiendo nuestra memoria de especie, nuestra conciencia evolutiva?

JCG: La variedad del mundo vivo es el resultado de un largo proceso de evolución que tomó unos 3.500 millones de años y la diversidad de las culturas es consecuencia del desarrollo durante unos 100.000 años. La innovación agrícola que surgió del resultado de la experimentación de la humanidad desde distintos centros y que dio lugar a cultivos como el trigo, el maíz, el arroz o la papa sólo tiene poco más de 10.000 años. La experimentación científica moderna (y las ciencias en que se basa esta experimentación) sólo podemos extenderla a 200 ó 300 años, no más. Estas cifras nos dicen algo sobre las modalidades de diversidad y las formas en las que se relacionan. La cultura económica occidental moderna, cuenta sus propias historias sobre la relación entre estas evoluciones. Historias importantes para todos, incluyendo los ecologistas, porque constituyen el discurso dominante sobre el desarrollo sostenible. Nos dice que la naturaleza está compuesta de «recursos limitados», y, por tanto, con valor «monetario» y sujetos a ser «poseídos». Nos habla de que los deseos “ilimitados” del hombre, y que, dada la escasez de los recursos, sus necesidades sólo pueden ser satisfechas a través de un sistema de mercado regulado por precios; nos dice que el bien social se asegura si cada individuo persigue su propio fin de la forma más eficiente posible; nos promete una bondad de la vida, cuya “calidad” se mide en términos de productos materiales. Estas premisas culturales están implícitas en el discurso dominante del desarrollo sostenible. En este contexto, «una ecología sana es buena economía», o «La planificación ambiental pude maximizar los recursos naturales, de tal forma que la creatividad humana pueda maximizar el futuro». Podemos utilizar como metodología antropologizar nuestra propia cultura occidental, tomar una cierta distancia de lo que hace posible nuestra práctica diaria. Hagamos otras preguntas ¿Qué pasa si resituamos la pregunta de la creatividad a los 100.000 años de la especie; que pasa si la resituamos en la escala de los 12.000 de la aparición de los cultivos? ¿Qué pasa si ampliamos nuestro concepto de humanidad no a los vivos, que hoy nos consideramos responsables de tomar las decisiones sobre el futuro del mundo, y consideramos la humanidad como una comunidad constituida por los vivos, por los que ya no están y los que no han llegado todavía, pero cuya herencia tenemos que preservar para hacer posible no su vida, sino su buena vida? Cuando nos hacemos estas preguntas nos obligamos a tomar en consideración otras realidades, otras formas de ver el mundo. Necesitamos repensar el proceso biocultural de diversificación que conllevó la expansión geográfica de la especie en el mundo posible por su capacidad de adaptarse a las particularidades de cada hábitat, de habitar la tierra, y sobre todo por el reconocimiento y la apropiación adecuada de la diversidad biológica contenida en cada uno de estos paisajes. La diversificación de los seres humanos se fundamentó en la diversidad biológica agrícola y paisajística. Este proceso de naturaleza simbiótica y coevolutiva se llevó a cabo por la capacidad de la mente humana para aprovechar las particularidades y singularidades de cada paisaje del entorno local, en función de las necesidades materiales y espirituales de los diferentes grupos humanos. En ese despliegue se generaron las miles de formas locales culturales de organización social y los miles de lenguajes que dieron nombre al mundo. Esa pluralidad de formas de estar en el mundo y de nombrarlo constituye la herencia de la especie, una sabiduría hecha de fragmentos, donde cada uno de ellos complementa a los otros, siempre en transformación y cambio. Toda cultura es una forma en que la humanidad desafía a la realidad a su manera. Representa no una historia pasada, sino una constelación de futuro, de esperanza, de proyección religiosa, metafísica, política, “soñando hacia adelante”. Cada cultura habla por la lengua. Como sostiene Steiner, toda lengua explota y trasmite diferentes aspectos, diferentes potencialidades de la circunstancia humana. Toda lengua tiene sus propias estrategias de negociación e imaginación. La lengua permite decir no a las restricciones físicas o materiales impuestas a nuestra existencia. Gracias a la(s) lengua(s) podemos enfrentarnos a estas limitaciones. La aparente derrochadora plétora de las lenguas nos permite articular alternativas a la realidad, hablar con libertad dentro de la servidumbre.

MDD: ¿Cuántas maneras existen de mirar la naturaleza?

JCG: ay tantas formas de mirar la naturaleza como formas culturales existen, han existido o existirán. En las preguntas anteriores creo que ha quedado claro que “cultura” y “naturaleza” son términos problemáticos que debemos utilizar con cuidado y responsabilidad, para acercarnos a lo que queremos decir. Preguntar cuántas formas hay de “mirar” la “naturaleza” es una forma de volver a preguntar cuántas maneras hay de relacionar cultura y naturaleza. Como las formas de mirar están codificadas por la cultura, por la diversidad de culturas humanas, habría tantas variedades como codificaciones hemos sido capaces de configurar, como especie humana. Hemos registrado etnográficamente una gran diversidad de experiencias locales que podemos ver como modelos locales de naturaleza.  A diferencia de las construcciones modernas con su estricta separación entre el mundo biofísico, el humano y el sobrenatural, estos modelos locales de naturaleza, que se dan en muchos contextos no occidentales, son concebidos como sustentados sobre vínculos de continuidad entre estas tres esferas. Esta continuidad está culturalmente arraigada a través de símbolos, rituales y prácticas y está plasmada en especial en relaciones sociales que también se diferencian del tipo moderno, capitalista. De esta forma, los seres vivos y no vivos –y, con frecuencia, los sobrenaturales– no son vistos como entes que constituyen dominios distintos y separados –definitivamente no son vistos como esferas opuestas de la naturaleza y la cultura–, y se considera que las relaciones sociales abarcan más que a los humanos. En algunas de estas sociedades, las plantas, los animales y otras entidades pertenecen a una comunidad socioeconómica, sometida a las mismas reglas que los humanos. En muchas culturas no modernas, el universo entero es concebido como un ente viviente en el que no hay una separación estricta entre humanos y naturaleza, individuo y comunidad, comunidad y dioses. Aunque las fórmulas específicas para ordenar todos estos factores varían enormemente entre los diferentes grupos, tienden a tener algunas características comunes: revelan una imagen compleja de la vida social que no está necesariamente opuesta a la naturaleza –en otras palabras, una en la que el mundo natural está integrado al mundo social–. Puede ser pensado en términos de una lógica social y cultural, como el parentesco, el parentesco extendido, y el género vernáculo o analógico. Los modelos locales también evidencian un arraigo especial a un territorio concebido como una entidad multidimensional que resulta de los muchos tipos de prácticas y relaciones. También establecen vínculos entre los sistemas simbólico/culturales y las relaciones productivas que pueden ser altamente complejas. Cada modelo cultural utiliza codificaciones que no están dadas de una vez y para siempre, ni están totalmente consensuadas hacia adentro; aún cuando ciertamente las heredamos de las generaciones pasadas –y debemos reconocer y asumir la riqueza de esta herencia como el resultado de la experimentación colectiva de cientos y miles de años–, las modificamos en el curso de nuestra existencia, las reconstruimos en los procesos de cambio, por ejemplo, adaptándonos a nuevas situaciones, y también mediante el contacto e intercambio con otros, de los cuales podemos aprender y a los cuales podemos enseñar. Cada manera de mirar la naturaleza dialoga con las otras. Son entonces dinámicas y abiertas, y no cerradas y estancas. Esto es importante, en el sentido del desafío de traducir unas a otras, cada cual hablando su propio lenguaje.

MDD:  Profundizando en estas reflexiones ¿cuál es la importancia, en el contexto de la conservación, de los pueblos indígenas, de las sociedades rurales y tradicionales, y en qué grado es importante el conocimiento que tienen estos grupos sobre la naturaleza en cuanto a su relación con el entorno y a su apropiación de los recursos naturales? ¿cuál es el valor de la tradición en la conservación de la biodiversidad, no sólo en América Latina?

JCG: Los pueblos indígenas, las comunidades campesinas, pescadores y recolectores, las sociedades nómadas han desarrollado a lo largo de los años estrategias de vida en entornos determinados mediante la creación, mantenimiento y mejora de la complejidad geográfica y ecológica y la diversidad biológica, genética y paisajística a diferentes escalas territoriales. Esta pluralidad de formas de estar en el mundo, se basó en la satisfacción de las necesidades locales, mediante prácticas que articulan naturaleza, cultura y producción a través del uso de saberes locales basados en experiencias individuales y locales desarrolladas durante años y años y reguladas por instituciones sociales. Los saberes locales no se refieren a conocimientos parciales sobre mundos pequeños, sino a sistemas de conocimientos que necesitan abordar el todo, son holísiticos, acumulativos, dinámicos y abiertos, y se construyen con base a experiencias locales transgeneracionales y, por lo tanto, en constante adaptación a las dinámicas tecnológicas y socioeconómicas. En su visión del mundo no se puede separar naturaleza y cultura. La verdadera naturaleza del saber tradicional no es la de un conocimiento local, sino la de un conocimiento universal expresado localmente. Es en esta larga y compleja colección de sabidurías locales que existen como conciencias comunitarias históricas, donde operan y residen los recuerdos de la especie, y lo que posibilita su conservación. Se trata más de sabiduría que de conocimiento. El conocimiento está basado en teorías, postulados y leyes sobre el mundo; la sabiduría se basa en la experiencia concreta y en las creencias compartidas por los individuos acerca del mundo circundante y mantenida a lo largo del tiempo. Es la sabiduría más que el conocimiento la que proporciona una cierta fe en el futuro a los pueblos indígenas y las comunidades campesinas. No puede haber sino una fuerte fe en el campesino cuando siembra con sus manos, cuando colocan una semilla en el surco de la tierra, en el agujerito que la sirve de cama y de alimento. Hay tantas cosas, circunstancias, sucesos, acontecimientos que amenazan a las semillas sembradas, hay tantas sombras sobre su futuro; y sin embargo los campesinos las siembran. Al sembrarlas traen el futuro al presente. Con esta reflexión quiero traer la conciencia de la pérdida verdaderamente irreparable, la disminución de las oportunidades del hombre, cuando una de estas culturas desaparece, cuando muere una de las lenguas que la humanidad habla. Con la muerte de una lengua, no es solo un linaje vital de la remembranza –los tiempos verbales pasados o su equivalente-, no es solo un paisaje lo que se borra; es la configuración de un futuro posible. Una ventana que se cierra sobre cero. La extinción de lenguas a las que asistimos en la actualidad es exactamente paralela a los estragos que se hacen en la fauna y la flora, pero de una forma más definitiva. Es posible replantar arboles, es posible al menos en parte, conservar y acaso reactivar el ADN de algunas especies animales. Una lengua muerta sigue estando muerta o sobrevive como una reliquia pedagógica en el zoo académico. La consecuencia es un drástico empobrecimiento en la ecología de la psique humana. La auténtica catástrofe de Babel, dice Steiner, no es la dispersión de las lenguas, sino la reducción del habla humana a unas cuantas lenguas planetarias, “multinacionales”. Esta reducción, formidablemente impulsada por el mercado de masas y por la tecnología de la información está dando una nueva forma al mundo. La bendición de la variedad creativa se obtiene no solo entre lenguas distintas, es decir “interlingualmente”. Actúa profusamente dentro de cualquier lengua determinada “intralingualmente” El más exhaustivo de los diccionarios no es más que una abreviatura resumida, obsoleta ya cuando se publica. El uso léxico y gramatical está en perpetuo movimiento y fisión.

MDD: Tocando otro tema “caliente” dentro del discurso que estamos desarrollando: transgénicos vs agrodiversidad. ¿Qué piensas del problema del poder de las grandes trasnacionales sobre la biodiversidad?

JCG: Los transgénicos son productos que se crean a partir de la aplicación de la biotecnología. Son el resultado de la transferencia de genes de un organismo con un rasgo determinado a otro, de forma que se crean organismos inexistentes en la naturaleza. Los partidarios de los transgénicos aducen que la práctica de la mejora genética en las plantas y animales se realiza desde que el mundo es mundo. Según ellos, la dieta de los seres humanos se ha ido enriqueciendo con la selección natural de las mejores cosechas o animales, aumentando de este modo la productividad. La selección de los animales más fuertes y resistentes a las enfermedades, o la fermentación en los yogures o el pan, que son ejemplos de alimentos modificados de forma natural, son técnicas que el hombre ha empleado desde los albores de la humanidad y, sin saberlo, estaban aplicando la biotecnología. En este sentido, aducen, la experimentación genética y los transgénicos no son sino una versión contemporánea de este proceso, la que se corresponde con una nueva vuelta de tuerca del mundo moderno, ahora global. Es la forma en que los seres humanos siguen luchando hoy por la supervivencia de la especie ante las dificultades que se le presentan. La biotecnología sería solo un nuevo instrumento que posibilita la mejora del rendimiento de los cultivos y minimiza el uso de plaguicidas y fertilizantes, por lo que sería más beneficiosa para el medio ambiente, y contribuiría a aliviar el problema del hambre en los países más desfavorecidos. La creatividad científica se pone una vez más al servicio de la humanidad. Para los detractores de los transgénicos, la realidad es otra bien distinta: los alimentos manipulados genéticamente no son más baratos, ni más sanos, ni solucionan los grandes problemas de la humanidad. Muy al contrario, los nuevos cultivos han sido diseñados exclusivamente con el objetivo de aumentar las ganancias y el control del mercado mundial de alimentos por la industria agroquímica transnacional, que controla el gran negocio mundial de los herbicidas y plaguicidas químicos, y que recientemente se ha fusionado con las grandes casas mundiales de semillas. Tampoco sirve para solucionar el problema del hambre en el mundo. Esta es más una cuestión de distribución que de producción. El problema del hambre en el mundo no es un problema de escasez de alimentos, sino un problema de reparto y de acceso a la tierra, a las semillas. La revolución biotecnológica no conduce a alimentar a las poblaciones más necesitadas, y sí a despojarlas de sus tierras, de sus semillas.

El coste prohibitivo de las nuevas biotecnologías y de las patentes biotecnológicas las hace inasequibles para los programas públicos de investigación y de mejoramiento de semillas, favoreciendo un fuerte monopolio del sector por media docena escasa de compañías transnacionales agroquímicas, que persiguen únicamente acaparar los mercados mundiales e incrementar sus beneficios. El elevado precio de las semillas patentadas y de los herbicidas asociados a su cultivo, y las características de las nuevas variedades –ventajosas para las grandes explotaciones muy mecanizadas– aumentarán la marginación de los pequeños agricultores locales en el suministro de alimentos. Lejos de contribuir a solucionar los problemas del hambre, ponen en peligro el medio de subsistencia de cerca de la mitad de la población mundial que todavía vive de la agricultura, y la biodiversidad mundial, y se agrava el problema de acceso a los alimentos para los más pobres. Los cultivos transgénicos y el monopolio de las semillas mediante las patentes biotecnológicas son una amenaza para la agricultura sostenible, para la salud y para la seguridad alimentaria de todos los pueblos, especialmente los del Sur. Se trata una vez más sobre una cuestión sobre el poder y el control, y también del papel que juegan las ciencias y la investigación como una forma de conocimiento que participa activamente en su reproducción o transformación. Este debate es una continuidad de otro anterior: el debate sobre la agroindustria y la modernización del campo. Como hija legítima de la revolución industrial, la revolución agrícola, derivada del uso de la ciencia moderna. Las prácticas de la extensión agrícola bajo el paradigma del progreso y la modernidad se han impuesto en buena parte del mundo en el siglo XX pasando por encima de los conocimientos locales, los cuales son visibilizados como atrasados, arcaicos, primitivos o inútiles. Esta exclusión, que arrasa literalmente con la memoria de la especie humana en cuanto a las relaciones históricas con la naturaleza, no hace sino confirmar uno de los rasgos de la modernidad industrial: su desdén, su menosprecio por todo aquello que llama tradicional.

¿Es que lo tradicional no es creativo? ¿Es la creatividad monopolio del mundo moderno? Podemos comparar la creatividad de la ingeniería genética con la creatividad de la experimentación campesina. Las plantas, como la patata o el maíz  son el resultado de la experimentación de múltiples personas pertenecientes a diversas sociedades, en distintos espacios y en distintos tiempos, son el resultado de la experimentación de la humanidad. El resultado de esa experimentación es de todos (porque beneficia a todos) y de nadie (porque no podemos señalar ningún propietario de la misma), pertenece a los bienes comunes de la humanidad que hemos heredado y de los que, a su vez, somos meramente depositarios para nuestros herederos. Hay múltiples programas hoy en el mundo de experimentación campesina en la producción de semillas y de intercambio campesino de dichas semillas mediante ferias. En ellas, unos campesinos seleccionan libremente las semillas de otros y establecen relaciones sociales mediante las cuales entretejen una red de vida, local y regionalmente.

Estas redes de vida están vinculadas al concepto de soberanía alimentaria, que entiende la alimentación como un derecho cuya satisfacción no puede estar limitada a una economía de mercado, de oferta y demanda, sino que precisa de mecanismos de producción, distribución y consumo que estén entrelazados con redes sociales en defensa de la vida y de la autonomía de los pueblos y comunidades. Una última cuestión aquí a la que me quiero referir tiene que ver, una vez más, con el lenguaje. Nos hemos acostumbrado a hablar de bancos de semillas. La utilización de unos términos u otros no es neutral. En esta última perspectiva de experimentación social de la humanidad creo que sería preferible hablar de bibliotecas de semillas, porque éstas no son una forma de capital que pueda ser acumulado, sino partículas de vida que conllevan una parte de la memoria de la humanidad y de su relación dinámica y coevolutiva de ésta con la naturaleza.

MDD: ¿Crear áreas naturales protegidas es la solución al problema de cómo conservar la biodiversidad, o es un invento de los biólogos de la conservación occidentales sin un potencial claro para el conjunto del planeta?

JCG:  Es indudable que en términos generales la gestión de las amenazas a la biodiversidad, así como a la diversidad cultural precisan de medidas de protección para su conservación. Pero a estas alturas debemos ser conscientes de las diferencias entre conservación y desenvolvimiento (no quiero utilizar el término desarrollo por sus múltiples connotaciones negativas). En los últimos años has surgido en el mundo múltiples organizaciones de defensa tanto de la biodiversidad como de la diversidad cultural, y llamados a su conservación ante el peligro de disminución de tal diversidad y la correspondiente pérdida para las posibilidades futuras de la vida humana. Se han llevado a cabo numerosas acciones, proyectos y políticas dirigidas a mantener o conservar la diversidad. Aunque no podemos dudar de la buena voluntad de estas acciones, debemos preguntarnos por su naturaleza y los efectos que producen. Son medidas de salvamento o emergencia que intentan atenuar el proceso de destrucción de la diversidad, pero buscan congelar esos procesos, sin preocuparse por el mantenimiento de los procesos mismos. Las reservas son como los zoológicos. Impulsan la idea de que una especie puede ser salvada aunque los especímenes silvestres de estas especies puedan ser destruidos. Así se constituyen una serie de islas mediante el establecimiento de reservas, sin atender a los procesos mediante los cuales la vida se desarrollaba en ellas articulando un mundo local creativo y dinámico con el mundo exterior. La categoría de protección se coloca por encima de los intereses de las poblaciones locales que viven en ellas, se les condena a no evolucionar ni a cambiar, sino a vivir en las condiciones en que el ecosistema o el entorno haya sido científica y políticamente definido. Por supuesto su participación en la construcción del mundo más amplio que toma las decisiones sobre si designar una reserva o no, queda descartada. Los movimientos campesinos e indígenas están contestando estas medidas y políticas, situándose como sujetos –en alianza con otros activistas y grupos de defensa– en el centro de la formulación de nuevas propuestas y políticas. Si la memoria de la especie es algo, es algo en constante evolución. Las áreas protegidas y las reservas, tienden a congelar la memoria, a convertirla en una especie para su mantenimiento, no en un actor vivo y en desarrollo. La conservación de la diversidad debiera hacerse teniendo en cuenta el mismo campo de experimentación histórica de las comunidades y pueblos, ubicándolo ahora en el terreno de la participación consciente en un mundo global, con toda su complejidad.

MDD: En conclusión, y aunque no existan recetas mágicas ¿cómo se podría revertir o frenar este proceso de pérdida de la diversidad biocultural? ¿Cómo se tendría que actuar y cuáles son los argumentos que habría que poner urgentemente sobre la mesa política e institucional para ser discutidos?

JCG: Quizá hay algo nuevo en el mundo: la conciencia global del mismo. La naturaleza no existe más, si alguna vez existió, como naturaleza prístina. La expansión de la especie humana ha terminado por articular, como nunca antes en la historia los procesos del mundo natural con los del social. En el mundo actual, global, la conservación de la biodiversidad es imposible sin tomar en cuenta el conjunto de factores sociales que la condicionan. La ciencia, puede ayudar, sin duda, pero deberá ser una ciencia menos prepotente, y deberá situarse no como la visión privilegiada, sino como una visión más al servicio de la construcción de un mundo donde la articulación de naturaleza y cultura se parezca a las de las cosmovisiones de los pueblos indígenas, que busque la armonía entre complementarios. Todos podemos aprender de todos, todos tenemos algo que puede hacer falta al otro. La ciencia como sistema de conocimiento es incompleto y perfectible, pero no por su propio desenvolvimiento, como alguna vez pensamos, sino en el diálogo con otras fuentes de conocer. Necesitamos hoy algo más parecido a la sabiduría que al conocimiento. Actuar desde arriba y desde abajo, y actuar con sentido de corresponsabilidad. Desde arriba necesitamos definir, entre todos, y no sólo algunos, el ser humano como un ser genérico articulado a la naturaleza y a los otros seres humanos mediante un tejido de derechos que tejan una red de vida, como sugiere David Harvey.

Necesitamos un conjunto de derechos definido por el hecho de que como humanidad habitamos la Tierra, no un lugar u otro, sino la Tierra entera. Esa es nuestra verdadera casa. Necesitamos también ensanchar nuestro concepto de humanidad, siguiendo la concepción bien extendida en muchos pueblos indígenas, para desbordar el protagonismo que tienen los vivos, sobre el resto. Para actuar en la escala que precisamos de las relaciones de los hombres y las mujeres con el mundo necesitamos tener en cuenta en las decisiones que tenemos que tomar a los que ya no están, pero estuvieron, y a los que todavía no están, pero llegarán. De ahí la importancia de la memoria biocultural, que no es una sino la interrelación de muchas, no como algo que habla del pasado (y de su plural riqueza), sino de las múltiples opciones de futuro que mantiene abiertas. La memoria está viva, y la necesitamos viva. Esa memoria está compuesta de una inmensa variedad de memorias, de ahí su riqueza. Necesitamos experimentar las formas de alimentar esa creatividad, no de congelarla. Vivimos siempre localmente, habitamos un lugar concreto y desde ahí comprendemos y actuamos en el mundo, como seres imperfectos y localizados (no como perfectos seres y universales). Pero también nos movemos y evolucionamos, y lo hacemos en relación a otros. Es tan importante de dónde venimos como con quién caminamos y aprendemos. Habitar, es pues, reconocer que vayamos donde vayamos, ha habido, y hay, otros humanos antes que nosotros, humanos que mantienen prácticas y que han dejado rastros en prácticas culturales –materiales e inmateriales– que nos sugieren cómo ser humanos en ese lugar. Unos son nuestros abuelos, los otros son abuelos de otros, y de unos y otros podemos aprender.

Habitar es la manera como los humanos reconocemos la historicidad, el hecho de que nunca vivimos en lugares que no han sido habitados antes; estos de antes son nuestros antepasados, y no se trata de parentesco biológico tanto como el de la especie entera: la humanidad.  Entre las metáforas útiles para vivir en ese mundo, donde cada uno vive en un mundo de otros, una de las que prefiero es la del jardinero. Un jardinero necesita la naturaleza para crear con ella. No puede hacer nada por sí solo. Rehacer el mundo con el mundo, eso hacen los jardineros. Y eso escribió el poeta y revolucionario guatemalteco Mario Payeras en su libro Latitud de la flor y el granizo. Rehacer el mundo, no transformarlo como pedía Carlos Marx –dando vuelo a su pasión moderna–. Rehacerlo, rehacer la naturaleza que hemos convertido en casi nada –en la mitad de algo, en el medio ambiente–, rehacer la realidad que hemos degradado hasta hacernos daño. Hacer que el ser humano tenga la iniciativa sobre su propia obra, una obra hecha sobre un mundo que no es suyo. Esto, como escribió Mario, “no puede hacerse si quienes crean la riqueza carecen de lo indispensable; eso no puede hacerse si a cambio de la vida, la vida deber perecer”.