Entrevista a César Rendueles

El número 152  de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global publica una entrevista que José Bellver realiza a César Rendueles sobre las bases materiales de la polarización, una polarización en el plano político que ocupa actualmente portadas y titulares de periódicos (o revistas como esta misma) y telediarios. Pero también conviene seguir el rastro de la fragmentación ideológica y afectiva que parece estar afectando crecientemente a nuestras sociedades.

La fragilización social, la disminución de la solidaridad comunitaria y el aumento de la desconfianza colectiva han sido, a lo largo de la historia, rasgos comunes cuando se incrementa la desigualdad.

Así lo atestigua en su último libro César Rendueles (Girona, 1975), sociólogo y filósofo, que desde  su  –muy reconocido– primer libro de ensayo, Sociofobia (Capitán Swing, 2013), viene denunciando cómo el capitalismo constituye un sistema destructor de las relaciones comunitarias y los vínculos sociales que resultan imprescindibles en cualquier proyecto de vida buena. A su opera prima le siguieron dos obras, Capitalismo canalla (Seix Barral, 2015) y En bruto (Catarata, 2016), que lo consolidaron como uno de los más destacados pensadores del panorama actual.

En Contra la igualdad de oportunidades (Seix Barral, 2020), que el propio autor reivindica de manera provocadora como panfleto igualitarista, Rendueles ahonda el carácter corrosivo de la desigualdad y en la reivindicación de la centralidad social, cultural y ética que ha de tener la igualdad en las políticas emancipadoras contemporáneas frente a la perversión meritocrática del igualitarismo.

 

 JOSÉ BELLVER (JB): En varios pasajes de tu último libro subrayas la estrecha relación que existe entre igualdad y cohesión social. Por tanto, podemos entender que, a la inversa, la polarización política y social que vivimos actualmente encuentra sus raíces en el aumento de la desigualdad económica. ¿Lo ves así? ¿Se conecta esto con el malestar social que ha dado lugar a la oleada populista en tantos lugares del mundo, pero especialmente en los países occidentales en los últimos años?

CÉSAR RENDUELES (CR): Los estudios sobre los efectos de la desigualdad material han experimentado un salto cualitativo en las últimas décadas. Cada vez somos más conscientes de que la desigualdad está estrechamente correlacionada con un abanico de problemas y malestares sociales amplísimo. No estamos muy seguros de cuáles son los mecanismos causales implicados pero hay una conexión fuerte entre desigualdad, esperanza de vida, enfermedades mentales, delincuencia, resultados educativos…

Tradicionalmente se había achacado la proliferación de este tipo de problemas a la pobreza pero ahora sabemos que, al menos en las sociedades más ricas, son más frecuentes cuanta más desigualdad existe, con independencia de la situación absoluta de los más pobres. A partir de cierto nivel de bienestar material, más o menos el de los países de la OCDE, incluso cuando la situación material de quienes peor están en una sociedad es comparativamente buena, si en esa sociedad existen grandes diferencias de ingresos entre las clases altas y las clases bajas esos problemas serán más intensos que en sociedades más igualitarias, aunque estas últimas sean algo más pobres en términos absolutos. La relación entre la pérdida de cohesión social y el aumento de la desigualdad es un fenómeno igualmente conocido. En general, en las sociedades más desiguales la gente considera a los demás menos dignos de confianza. Por supuesto, “cohesión” es un concepto complejo que puede significar muy distintas cosas y ni mucho menos todas ellas políticamente positivas. Pero, en general, la competencia y la comparación odiosa son difícilmente compatibles con la sensación de compartir un espacio social, una serie de reglas e instituciones que de alguna manera reducen la conflictividad a unas dimensiones asumibles en una sociedad democrática.

En un estudio ya clásico, Robert Putnam detectó un deterioro muy amplio en la participación en la esfera pública en EEUU a partir de los años setenta del siglo XX tras un ciclo de varias décadas de incremento posterior a la Segunda Guerra Mundial. Putnam no saca esa conclusión, pero creo que hay una conexión evidente entre la pérdida de lo que él llama “capital social” y la restauración mercantil que comienza en esos años, que son los inicios del proyecto neoliberal.

Tenemos buenas razones para pensar que la mercantilización deteriora las condiciones sociales necesarias para crear un espacio democrático digno de tal nombre. Las políticas iliberales contemporáneas y eso que se llama a veces “polarización” es el resultado de esta desfundamentación. Cuando la gente intenta recuperar la voz que el mercado le ha arrebatado, se encuentra con un entorno institucional degradado en el que prolifera la irracionalidad.

 

JB: En el libro realizas una crítica frontal a la meritocracia, al igual que lo hace el filósofo americano Michael Sandel en su último libro que, curiosamente, habéis sacado prácticamente a la par. ¿Cómo incide la meritocracia en la polarización política y cultural presente en nuestros días?

CR: La meritocracia es el proyecto que queda cuando se ha abandonado la esperanza de alcanzar la igualdad real. Viene a decir, “ya que no podemos dar a cada uno lo que necesita, al menos demos a cada cual lo que se merece”. La doctrina de la igualdad de oportunidades es, de hecho, una formulación muy precisa del programa elitista moderno, o sea, una teoría de la circulación de las élites. La legitimación del elitismo ha consistido siempre en la defensa que las clases altas hacían de sus propios privilegios en virtud de sus supuestas virtudes del tipo que fuera: morales, militares, religiosos, intelectuales… Los proyectos igualitaristas, en cambio, proponían dar a cada uno lo que necesitaba, no lo que merecía, y también tomar de cada uno en función de sus capacidades: eran un conjunto de derechos, pero también de obligaciones.

Creo que a veces la gente atribuye ciertas virtudes a la meritocracia porque la entiende así, como la posibilidad de que, con independencia de cuál sea tu situación social de partida, tengas la oportunidad real de dedicarte a aquello que se te da mejor y que esa posibilidad implique una cierta responsabilidad social. Pero me parece que eso tiene que ver con la idea de movilidad social horizontal más que con la meritocracia, que implica una especie de chantaje: premiar especialmente a algunos grupos como condición para que desarrollen sus talentos. En este sentido, el elitismo meritocrático tiene algunos rasgos más destructivos que otras formas de desigualdad, ya que libera a las élites de cualquier tipo de responsabilidad hacia los demás, pues se supone que lo que tienen se lo han ganado y, además, cualquiera tiene la oportunidad de llegar a su posición si se esfuerza y tiene el talento suficiente. No creo que nuestras élites sean exactamente peores que las del pasado pero sí más abiertamente desarraigadas: su comunidad es el paraíso fiscal más conveniente, su patria algún hotel Hilton.

Esa emancipación de las clases altas fomenta claramente la polarización. De hecho, muchos discursos de la derecha radical contemporánea identifican a un doble enemigo que relacionan con la globalización: por un lado, los flujos globales de inmigración, por otro, las élites financieras e intelectuales globales, gente desarraigada que tiene la capacidad económica o las cualificaciones para surfear los desastres de la economía. Frente a esta amenaza global, una parte de la extrema derecha, la más peligrosa políticamente, apuesta por una alianza de las clases trabajadoras locales con los honestos empresarios industriales nacionales.

 

JB: Ligado a todo esto, se habla mucho de que los perdedores de la globalización son las clases medias occidentales; pero al mismo tiempo parece haber cierta confusión en torno a la propia concepción de clase media, aunque mantenga la centralidad del discurso de los partidos políticos.

¿Qué es hoy la clase media y cómo se relaciona con la política?

CR: En primer lugar, la idea de que las clases medias son las que más han perdido es simplemente falsa. Según el Barómetro Social del Colectivo IOE entre 2002 y 2014 los hogares medio-altos (los centiles 50-90) aumentaron su patrimonio un 7%, los hogares medio-bajos (los centiles 25-50) perdieron un 16% de su patrimonio. Pero es que el 25% más pobre perdió un alucinante 108%. Literalmente lo perdieron todo. Si miramos las rentas pasa algo parecido. Quienes peor lo están pasando son los que ya estaban muy mal antes de la crisis. El 30% que menos tiene de este país ha visto como su situación ha pasado de mala a desesperada.

Lo que ha sucedido con las clases medias es que han experimentado una profunda crisis de expectativas, una bancarrota de su horizonte vital. Se ha roto el pacto social en el que mucha gente se socializó: la idea de que si estudiabas mucho y te quejabas poco se abrirían ante ti amplias posibilidades de mejora económica y oportunidades de consumo sofisticado. Se ha derrumbado el horizonte de ascenso social que, de hecho, modulaba el sentido mismo de la noción de clase media. Porque la noción de clase media es bastante difusa, tiene un fuerte componente aspiracional y no tanto características sustantivas, como si ocurre con “clase trabajadora” o “clase alta”. Clase media es una categoría sociológicamente vacía que define algo así como el deseo de parecerse a los ricos en sus estilos de vida, en su consumo sofisticado.  Ser de clase media es soltar lastre y aspirar a más. Por eso, paradójicamente, en España no sólo las clases trabajadoras sino los grupos de clase alta se ven a sí mismos como de clase media. En las encuestas del CIS prácticamente nadie se autodefine como de clase alta.

 

JB: Uno de los capítulos de tu último libro pone el foco sobre la igualdad de género en cuyo inicio recuerdas la distinción entre las reivindicaciones universalistas y aquellas otras de tipo identitario, que podemos extender a otras cuestiones como la orientación sexual, la etnia o la edad. Todos estos asuntos han dado lugar de una manera o de otra manera a importantes ejes de confrontación en la política (no sólo de España) entre distintos grupos de la sociedad.

¿Sigue existiendo una dicotomía entre redistribución y reconocimiento?

¿Crees que ha habido un desplazamiento de la confrontación ideológica hacia cuestiones identitarias o estas se están entrelazando con las problemáticas distributivas?

CR: Vamos a ver, una reivindicación identitaria puede ser la recuperación de la cultura de, yo que sé, los vaqueiros de alzada. El feminismo no es una reivindicación identitaria. Considerar la defensa de los intereses de al menos el 50% de la humanidad como un asunto identitario es absurdo. De hecho, dudo mucho de que el número de asalariados en sectores considerados típicamente “proletarios” haya alcanzado nunca ese porcentaje en ningún país del mundo. De igual modo, considerar que el ecologismo es un movimiento identitario o, peor aún, postmaterialista es simplemente grotesco. Pero no se trata sólo del número de personas a las que interpelan directamente esos movimientos. En realidad, cuando el socialismo clásico consideraba que la clase trabajadora representaba intereses universales no era sólo porque fuera un movimiento social masivo sino porque planteaba reivindicaciones que podían mejorar la situación de todo el mundo pero que ningún otro colectivo podía defender.

Otros colectivos tal vez más numerosos –por ejemplo, el campesinado– estaban atrapados en dilemas pragmáticos que les impedían proponer un modelo de mejora social global. También en ese sentido más profundo creo que muchos movimientos a veces tachados de identitarios son, en realidad, universalistas. El aumento de la igualdad entre hombres y mujeres nos ha mostrado que los privilegios degradan la vida de todos, tanto de quienes los sufren como de quienes los disfrutan, y nos impiden llevar una vida buena compartida. Sin duda se pueden hacer muchas críticas a las políticas antagonistas de las últimas décadas pero de ningún modo creo que nos hayamos equivocado al apoyar a colectivos subordinados que vivían situaciones insoportables.

Todas esas luchas nos ayudan a afianzar una igualdad más compleja, más rica y más digna de ser vivida. No veo ninguna contradicción en las políticas que han tratado de mejorar la situación de colectivos tradicionalmente relegados. La igualdad y la libertad son aspectos que se retroalimentan, dos dimensiones que se nutren entre sí: la igualdad ayuda a ser más libre y la libertad nos ayuda a ser más iguales. Por otro lado, la distinción entre redistribución y reconocimiento de Nancy Fraser es interesante analíticamente pero compleja. Jacques Rancière descubrió que muchas de las reivindicaciones de los trabajadores de la época tenían que ver no sólo con la mejora de sus condiciones laborales sino también con exigencias de muestras de respeto. Por ejemplo, una demanda habitual de los trabajadores era que el patrón se quitara el sombrero al entrar al taller. Cuando nos pensamos como iguales, los aumentos en la autonomía generan aspiraciones renovadas de reconocimiento, pues profundizamos en el sentido de nuestra dignidad propia.

De la igualdad entre hombres y mujeres surgen preguntas sobre qué significa ser mujer u hombre en distintos momentos de nuestra vida –como hijos, como madres y padres, como compañeros de trabajo, como amantes…– o incluso si esa dualidad agota el abanico de identidades de género posibles. Y esas preguntas, a su vez, plantean nuevos desafíos igualitarios.

 

JB: ¿En qué medida crees que existe una radicalización de los discursos como consecuencia de la decadencia de los modelos que anteriormente han sentado las bases del orden social keynesiano y posteriormente el régimen neoliberal que parece haber sobrevivido como un zombi desde la crisis de 2008?

¿Ves nuevas posibilidades de articulación entre movimientos emancipadores en el contexto actual?

CR: La crisis del proyecto neoliberal a partir de 2008, ha provocado un retorno de las pasiones políticas. Al fin y al cabo, la extensión del mercado siempre se basa en una promesa extrapolítica, en la esperanza de que el comercio conseguirá fomentar la prosperidad y la concordia mejor que el juego político. La idea era que la globalización tendría un efecto arrastre sobre las instituciones democráticas. Por eso, en la Unión Europea se apostó por la unión monetaria sin una estructura política acorde con ese proyecto. El crash financiero arruinó esas esperanzas y hemos vuelto a buscar en las intervenciones políticas una solución a los problemas compartidos. Lo que ocurre es que las intervenciones políticas pueden ir en muchas direcciones, no todas ellas amables o democratizadoras. De hecho, el terreno político que nos han dejado cuatro décadas de neoliberalismo parece abonado para los proyectos iliberales y la descomposición institucional.  Es un proceso que ya se dio en el periodo de entreguerras del siglo XX. En un famoso discurso del 21 de marzo de 1933, Adolf Hitler afirmó: «Queremos restaurar la primacía de la política, que tiene la obligación de organizar y dirigir la batalla por la vida de la nación». Pero esa es una idea que seguramente también podrían haber suscrito Roosevelt o Attlee. Quiero decir, que sin duda el colapso de la globalización ha liberado las fuerzas totalitarias que habían estado contenidas en Occidente.

No deberíamos olvidar que eso sólo ha sido así en Occidente, y que en otros lugares del mundo la extensión libre mercado ha sido sinónimo de genocidio. Pero ese colapso también abre posibilidades de otras articulaciones de posibilidades políticas que parecían fuera del horizonte de lo factible. Creo que hemos vivido una década políticamente muy intensa, en la que han pasado cosas que parecían imposibles y se han producido giros políticos inesperados a toda velocidad. Dar la partida por perdida me parece absurdo.

 

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