Entrevista a Silvia L. Gil

Entrevista a Silvia L. Gil

«Cuando se trata de enfermedades “raras” que padecen mujeres se asume que no existe causa orgánica, pero sin que exista una investigación real que lo ampare»

Salvador López Arnal

Feminista, vinculada a proyectos políticos de mujeres y procesos de autoorganización colectivos, Silvia L. Gil ha investigado y escrito sobre los nuevos feminismos y el significado de la tercera ola del movimiento. En la actualidad se encuentra finalizando la tesis doctoral sobre filosofía de la diferencia y teoría feminista contemporánea. También ha vivido muy de cerca el problema de las relaciones entre la enfermedad y las mujeres en el siglo XXI.

 Salvador López Arnal (SLA): En un artículo que ha publicado recientemente en Diagonal, que lleva por título «El género de las enfermedades en el siglo XXI», habla usted de un conjunto de enfermedades producidas por miomas y quistes, desajustes de ciclo menstrual o desequilibrios hormonales, así como enfermedades sin diagnóstico preciso como, entre otras, la fibromialgia o la osteoporosis. Señala usted que son enfermedades feminizadas, invisibles a la sociedad y que su causa última es desconocida por la ciencia médica. Déjeme preguntarle por esta última afirmación. ¿Por qué sostiene que son enfermedades feminizadas?

 Silvia L. Gil (SG): En primer lugar, me gustaría señalar que esta visión sobre la compleja relación que mantienen las mujeres y la enfermedad es algo que he aprendido a través del trabajo de la doctora Carme Valls-Llobet, a partir del que he podido pensar y elaborar cuestiones que se presentaban en el interior del ámbito de lo impensado y que resultan, sin embargo, cruciales en la actualidad. Retomando la pregunta: se trata de enfermedades feminizadas por dos motivos: el primero de ellos es de orden biológico; son enfermedades que están relacionadas con el cuerpo biológico de las mujeres, con el ciclo menstrual y el sistema endocrino, que son indicadores especialmente importantes del correcto funcionamiento de todo el organismo. El sistema endocrino es, al mismo tiempo, altamente sensible a factores medio ambientales que están produciendo serias alteraciones en su equilibrio. El segundo motivo, es de orden simbólico: en tanto que estas enfermedades no siguen el patrón masculino de la enfermedad y del dolor, y en tanto que no se adecúan a los referentes modélicos, no son tratadas con seriedad, son invisibilizadas y son, por último, codificadas como malestares “propios” de las mujeres, naturalizando dolencias que acaban cronificándose.

SLA: Déjeme insistir sobre este punto. Afirma usted que son enfermedades socialmente invisibles. ¿Invisibles? ¿No se habla de ellas en medios, en artículos de investigación y en ensayos?

 SG: Es muy importante distinguir entre la saturación discursiva biologicista a la que asistimos en la actualidad y el lugar real que tienen estas enfermedades a la hora de diagnosticarse y hacerse objeto de preocupación médica. Efectivamente, hoy se ha hecho del cuerpo un problema, un lugar de intervención política y social del que se habla sin tregua: por un lado, se trata de un cuerpo que debe estar siempre listo para la producción (cuerpo productivo); por otro, se trata de un espacio para la expansión de nuevos nichos de rentabilidad económica cuyo denominador común es la estilización corporal: productos, dietas, estéticas, cirugías o modas; por último, es el lugar a partir del que se construyen nuevas preocupaciones médicas, sexuales e higiénicas que antes no existían. En este sentido proliferan los discursos sobre lo que puede y debe ser un cuerpo, para lo cual se recurre a la intervención de la mano experta (la del médico, la farmacéutica, el esteticista, el bodytrainner o la sexóloga). Es así que el ser humano ha tomado conciencia de su yo en tanto cuerpo biológico como nunca antes había ocurrido en la historia y es por ello que los temas de la finitud, la muerte o la soledad tienen un papel central (no es casual que hayan surgido tantas series televisivas sobre hospitales, o que una de las series de mayor audiencia en EEUU de los últimos tiempos, Six feet under, narre las historias de los personajes solitarios de una familia desgarrada que vive nada más y nada menos que en una funeraria).

Paradójicamente, esta hipervisibilidad biologicista “de lo que le pasa al cuerpo” redunda en una invisibilidad de las enfermedades que no pueden ser interpretadas según los códigos establecidos. ¿Por qué? Porque esta hipervisibilidad responde a una determinada manera de mirar e intervenir sobre la realidad basada en el modelo de la ciencia occidental androcéntrica, por un lado, y en determinados intereses económicos y en la reproducción de un modelo determinado de vida, por otro. La ciencia es un fuerte operador en estos discursos que ayuda a interpretar la realidad de un modo y no de otro, de tal forma que lo que no interesa o no puede explicar, como ocurre con las enfermedades “raras” de las mujeres es, o bien arrojado a la invisibilidad médica o bien tratado de manera equívoca con falsos diagnósticos y técnicas invasivas que, en muchas ocasiones, agudizan las enfermedades o no las previenen a tiempo, que es otra manera de invisibilidad. Por ello, estamos asistiendo a un efecto perverso de invisibilidad (de otras maneras de mirar el cuerpo, de otras sintomatologías y enfermedades) por hipervisibilidad discursiva (por la hegemonía de la mirada tecnocientífica, su modo de intervención en la realidad, sus intereses ocultos y lo biológico codificado).

SLA: Dejemos para más adelante, si le parece, la categoría “ciencia occidental androcéntrica” y los intereses ocultos de la “mirada tecnocientífica”. Sostiene también usted que la causa última de esas enfermedades no es conocida por la ciencia médica. No parece que esa sea una característica singular. De muchas otras enfermedades podría decirse lo mismo. ¿Por qué destaca usted precisamente este vértice?

SG: Es cierto que existen muchas enfermedades de las que se desconocen sus causas. La cuestión relevante es que cuando se trata de enfermedades “raras” que padecen mujeres se asume que no existe causa orgánica pero sin que exista una investigación real que ampare esto. Por lo general, la supuesta existencia de problemas psicológicos no probados justifica la negativa para buscar cualquier tipo de causa biológica. Mientras que en otras enfermedades el desconocimiento es un estímulo para la investigación, en el caso de las mujeres es un acicate para reforzar la idea de que se trata de problemas psicológicos.

La incapacidad para dar una respuesta a estas enfermedades debería servir para cuestionar la mirada médica, el déficit de los análisis que no integran factores medioambientales, sociales y biológicos y la manera fragmentada en la que se aborda el cuerpo. Sin embargo, en lugar de que esto ocurra, se refuerza la idea de que se trata de enfermedades raras o psicosomáticas y que por ello estamos abocadas a carecer de diagnósticos certeros. No puede ser que la fibromialgia, el malestar generalizado, la fatiga crónica, la depresión y el síndrome premenstrual, el insomnio crónico, la aparición de miomas, quistes, tumores, enfermedades del endometrio, enfermedades autoinmunes, artritis, osteoporosis, etc., sea un destino inevitable o un misterio per se. Este cierre en banda inaudito frente al reto de aplicar nuevos análisis y generar nuevos conocimientos sólo puede comprenderse en relación a la discriminación de la que son objeto las mujeres.

Es por ello que la afirmación de que la ciencia médica desconoce la causa de estas enfermedades tiene una fuerza especial en estos casos: desplaza la idea del misterio o causa psicosomática hacia la idea de que existe una responsabilidad directa en el tipo de mirada que se impone sobre la enfermedad de las mujeres, plantea la necesidad de avanzar hacia otro tipo de análisis y diagnósticos y empuja, además, a cuestionar los parámetros androcéntricos sobre los que se construye su verdad, que expulsan e invisibilizan lo diferente.

SLA: También usted ha afirmado que el feminismo puso sobre la mesa las consecuencias para la salud de las mujeres que han tenido y tiene las condiciones de vida que han soportado, pero que esas teorías, integradoras de lo corporal y lo psicológico, han infravalorado el papel de lo orgánico. ¿Ha sido así realmente? ¿Se ha menospreciado el cuerpo?

SG: Efectivamente. Tal y como cuenta Carme Valls-Llobet en su último libro Mujeres, salud y poder,[1] para algunas feministas, las condiciones biológicas de las mujeres eran incómodas, un impedimento para lograr la igualdad, ya que el cuerpo marca la diferencia en tanto cuerpo reproductor, sometido al ciclo menstrual y a determinadas necesidades fisiológicas. Para otra parte del feminismo, este cuerpo diferente ha sido mistificado, construyendo un significado homogéneo del mismo, también en torno a la reproducción. En un caso por negación de la diferencia corporal y en otro por mistificación de la misma, el cuerpo, como organismo biológico, concreto y singular, ha estado ausente. Esto ha provocado que sepamos mucho sobre cómo el género influye en las mujeres expresándose como tensión corporal, pero que haya un interés escaso, y cierta negación, por entender cómo opera el organismo y cómo, por ejemplo, determinadas carencias vitamínicas o ciertos desajustes hormonales influyen de manera fundamental en la toma de decisiones y en el modo de vida de muchas mujeres. Por poner un ejemplo: el feminismo ha señalado cómo históricamente se ha negado la sexualidad a las mujeres, lo cual ha supuesto una enorme dificultad para vivirla de manera positiva. Esto es rotundamente cierto. Pero no sólo. Existen casos en los que el cansancio crónico y la secreción de determinadas hormonas en niveles inapropiados que no están siendo correctamente tratados, impiden que una mujer pueda vivir libremente su sexualidad, tener libido y decidir si quiere o no desafiar los tabúes sexuales que impone la cultura. Y eso el feminismo no lo ha tematizado, en un caso por miedo a esencializar las diferencias y, en otro, por hacer abstracción de la diferencia.   Pero podemos ir más lejos…

SLA: Adelante, tan lejos como usted desee…

SG: En los años noventa el cuerpo comienza a tratarse desde una nueva perspectiva que deja atrás tanto al feminismo de la igualdad como al de la diferencia. El cuerpo aparece como campo de operaciones del poder, como un lugar que no es anterior a la influencia social, sino producto de lo social. En el cuerpo se inscriben, de manera profunda e inconsciente, el género, el sexo, la raza o la clase. Si el poder opera sobre el cuerpo, generar resistencias con el mismo se convierte en algo muy importante políticamente. Aparecen artistas como Orlan que desafían las fronteras entre lo natural y lo artificial a través de operaciones quirúrgicas retransmitidas en directo en las que transforma su cuerpo. También surgen prácticas queer que hablan de la posibilidad de desafiar los géneros transformando el cuerpo, incluso tomando hormonas. Si bien esto es una necesidad material para muchas personas transexuales, y si bien ese desafío nos ha enseñado mucho sobre la movilidad de ciertas fronteras que se presentaban infranqueables, algo que es extremadamente importante para romper con la naturalización del sistema sexo-género, se está tratando el cuerpo como si sólo fuese un receptáculo de lo social y careciese de un organismo biológico cuya alteración puede tener consecuencias terribles para el resto de la vida. Muchas de esas consecuencias las viven desgraciadamente las personas “trans” que, por falta de medios o malos tratamientos, se exponen a técnicas agresivas de cuyos efectos a largo plazo apenas se informa y que en general son desconocidos por falta de investigación. Ahí vemos cómo se está, paradójicamente, hablando del cuerpo sin el cuerpo, menospreciando su dimensión biológica.

Ni el feminismo de la igualdad, ni el feminismo de la diferencia, ni las políticas queer han pensado el cuerpo como un organismo, básicamente porque hacerlo implica desafiar la siguiente y escurridiza pregunta: ¿cómo pensar y hablar de lo orgánico sin caer en esencialismos que vuelvan a colocar a las mujeres del lado de la naturaleza?

SLA: Llama usted a las aportaciones feministas teorías de la subjetividad. ¿Por qué ese término? ¿En qué autoras está pensando?

SG: Hablo de subjetividad de manera positiva para referirme a las teorías que han hecho de la misma un problema político: que se han preguntado por cuáles son los mecanismos por los que interiorizamos el poder, por los que se configuran las relaciones sociales y los espacios más íntimos y profundos de nuestra psique. Por lo general, la izquierda ha centrado sus análisis en las relaciones económicas y de clase, pero no en la subjetividad. Creo que esto es una contribución que se ha hecho desde el feminismo y sin la que no podemos pensar el poder en el mundo contemporáneo. Aunque esta aportación es propia del feminismo de los años sesenta y setenta, es en los años noventa cuando se expande la idea de pensar la subjetividad de una manera menos estática, más ligada a la idea de proceso y de multiplicidad, lo cual resulta más apropiado para pensar el cuerpo concreto y singular, huyendo, como señalaba, tanto de la abstracción que elimina la diferencia (igualdad) como de la mistificación de la misma.

La aportación del psicoanálisis para pensar la subjetividad es fundamental. Pienso en Luce Irigaray, en Julia Kristeva, en Nancy J. Chodorow o incluso, en una línea muy distinta pero sugerente, Suely Rolnink. Pero también en otras autoras que han puesto el acento en la necesidad de comprender la subjetividad de manera múltiple y compleja. Aquí pienso en Rosi Braidotti, Teresa de Lauretis o Judith Butler. Y en nuestro país en investigadoras como María Jesús Izquierdo,[2] que han trabajado especialmente la cuestión de la subjetividad femenina y los malestares que gravitan a su alrededor.

Todas ellas son imprescindibles para pensar las relaciones entre el poder y la subjetividad. Sin embargo, en ninguna aparece el cuerpo como organismo biológico (excepto en el caso de Irigaray, pero que hace del cuerpo materno una experiencia universal y determinante para lo femenino), lo cual deja sin respuesta todo lo relacionado con el sufrimiento y el dolor físico. Este muchos casos es crónico y determina la vida de manera espectacular, imponiendo estados depresivos o de permanente resignación, y con el que viven miles de mujeres en el mundo entero en la actualidad: ¿cómo podemos pensar en transformar nuestra forma de vida, en ser sujetos de cambio, cuando no se cuenta con las fuerzas necesarias para levantarse de la cama?

SLA: Pero usted también apunta que esas teorías, paradójicamente, han contribuido a  culpabilizar a las mujeres. ¿Por qué? ¿De dónde esa culpa?

SG: Al tratar solamente la cuestión de la subjetividad y dejar de lado la influencia de lo biológico y del medio ambiente, estas ideas sirven a la ciencia médica que afirma que muchas de las enfermedades “extrañas” que viven las mujeres son enfermedades psicosomáticas que no tienen base biológica, y cuya cura se encontraría, por tanto, en la capacidad de modificación del entorno y de la propia subjetividad, es decir, estaría en manos de las propias mujeres. Los discursos sobre la carga de la doble jornada o sobre las condiciones mayores de precariedad, ansiedad o estrés se han convertido en una excusa para ignorar las posibles bases orgánicas de muchos malestares. Esta idea no sólo funciona en la consulta médica, también en ciertos ambientes new age, terapias alternativas, medicina oriental occidentalizada o psicología barata. Por poner un ejemplo: en los últimos tiempos hemos oído más teorías sobre las causas psicológicas del cáncer que sobre la relación de la píldora anticonceptiva con el cáncer de mama o la influencia de determinados productos químicos en la formación de células tumorosas. Es terrible que se expandan esos discursos new age sobre el cuerpo y los estilos de vida mientras las relaciones directas del medio ambiente con muchas enfermedades están siendo completamente invisibilizadas. Queda por pensar cuáles son las conexiones entre la emergencia de estos discursos y la producción de una determinada subjetividad en el capitalismo contemporáneo.

En términos prácticos todo esto se traduce en lo siguiente: si una mujer sufre insomnio el médico interpretará que es debido al estrés y a los nervios. Si acude a la consulta con dolores difusos el médico pensará que es debido a la carga de trabajo y al cansancio o a la edad. O le diagnosticará fibromialgia, que se ha convertido en la palabra llave que cierra la explicación de determinados malestares que en ocasiones son producidos por otras enfermedades que no están siendo tratadas. Si se acude con depresión, el médico recetará ansiolíticos pensando que se trata de un estado propio de la paciente posiblemente derivado de su forma de vida vinculada de un modo u otro con el hecho de ser mujer. Estas interpretaciones que, en algunos casos pueden ser correctas, desplazan en todos los casos la necesidad de buscar la base biológica de las enfermedades y depositan en manos de las mujeres la posibilidad de la cura: “no hay que darle tantas vueltas a las cosas y podrás dormir”; “descárgate de trabajo y te dolerá menos el cuerpo”; “cambia de vida y serás más feliz” o “es que tienes fibromialgia”. Si el malestar no desaparece aún realizando determinados cambios en los hábitos de vida, la persona que lo sufre pensará inevitablemente que algo está haciendo mal, culpándose por su propia enfermedad y cargando con un doble peso: el de la enfermedad y el de suponer que es ella misma quien se provoca (aún de un modo misterioso y desconocido) su propia enfermedad.

Romper este círculo perverso de la culpa es imprescindible, forma parte del propio ejercicio de liberación, y para ello hay que recuperar la dimensión biológica perdida en los análisis de los malestares de las mujeres: es posible que el problema se encuentre en una sobrecarga de trabajo, pero también es muy probable que la falta de hierro esté generando una anemia que impide la propia actividad normal de las células del cuerpo, que la falta de vitamina B12 sea la causa de un estado depresivo, que una enfermedad autoinmune esté contribuyendo al mal funcionamiento del organismo o que un desajuste hormonal impida dormir por las noches.

SLA: Afirma usted igualmente que se ha invisibilizado los factores medioambientales que cambian el organismo. ¿En qué factores medioambientales está usted pensando?

SG: Carme Valls- Llobet ha investigado cómo con la industrialización del siglo XX se fabricaron y comenzaron a usar compuestos químicos como los xenoestrógenos que son nocivos para el cuerpo y cuyos efectos son especialmente relevantes para las mujeres, ya que imitan el comportamiento de los estrógenos, una de las hormonas protagonistas en el ciclo menstrual. El contacto con este compuesto puede generar disrupciones endocrinas, trastornos en el ciclo reproductivo y se ha relacionado con el cáncer de mama. Los xenoestrógenos se encuentran en pesticidas, plásticos, en algunos productos de belleza (maquillajes y cremas) y en píldoras anticonceptivas.

SLA: A veces, ha señalado, la solución a las enfermedades es médicamente fácil (paliar los bajos niveles de hierro o de vitamina D, por ejemplo), pero que los patrones médicos están sesgados por el género. ¿Puede explicar con más detalle esta afirmación? ¿Son esos patrones médicos, patrones o explicaciones masculinas? ¿Qué quiere señalar exactamente con una tesis así?

SG: Se trata de patrones porque es el sistema de referencias utilizado en la ciencia médica en general y en la consulta médica en particular. Existe una tendencia muy fuerte a reproducir esos patrones y a tomarlos como referencia para todos los casos, en lugar de interrogarlos a partir de la realidad concreta del caso particular. Y son patrones sesgados por el género porque están construidos a partir de un único modelo que se ha generalizado, el masculino. Según este modelo se define lo que es normal y lo que no y se interpreta lo que nos ocurre, anulando las diferencias. Por ejemplo, las referencias que se manejan del dolor son masculinas: dolores puntuales y asociados a patologías reconocibles frente a dolores crónicos, difusos o poco categorizables. Pero el ejemplo más claro de cómo operan estos patrones puede verse en la interpretación de las analíticas, uno de los momentos de invisibilidad más significativos que experimentan las mujeres que acuden a consulta: los valores de referencia se han construido a partir de modelos masculinos y la referencia para las mujeres, en los casos en los que se ha comenzado a distinguir, se ha construido como inferior a este modelo.

La operación es doble: por una parte se invisibilizan las diferencias que puedan existir dentro de la referencia de normalidad considerada: puede ser normal tener tales valores para un varón de tal edad pero no necesariamente para una persona de otro sexo, con otra talla, otro peso corporal o determinadas dolencias, antecedentes médicos, etc. Por otra parte, cuando se han considerado dichas diferencias, debido a que es frecuente observar resultados más bajos en determinados parámetros en analíticas de mujeres (hematíes, ferritina, hierro, calcio, vitamina B12 o TSH), se ha impuesto un valor “normalizado” a la baja, independientemente de que no existan estudios que avalen la hipótesis de tal inferioridad. Tal y como afirma la doctora Valls-Llobet, que sea frecuente no significa que sea “normal”. Si una mujer acusa cansancio y dolor y en las analíticas el o la profesional ve valores bajos “pero dentro de lo normal que se presupone siendo mujer”, se considerará que a la paciente no le ocurre nada. Esta lógica es tan fuerte que se superpone por encima del estado de salud, pasando éste a ser un dato absolutamente irrelevante en la consulta. Esta manera de interpretar las analíticas activa una maquinaria de expulsión de lo simbólico y de los recursos sanitarios que impide que se pongan en marcha tratamientos adecuados, exponiendo a las pacientes a posibles enfermedades que se agravan con el paso del tiempo.

Por poner un ejemplo: es cierto que las mujeres debido a la menstruación pueden presentar con frecuencia niveles más bajos de hierro, sobre todo en determinadas etapas de la vida, pero en ningún caso debe considerarse como algo normal, entre otras cosas porque, como ha explicado la doctora Valls-Llobet, la carencia de hierro en el organismo de manera continuada puede desencadenar una serie de problemas importantísimos generalmente infravalorados (fatiga crónica, afecciones del sistema nervioso y neurológico, taquicardias, pérdida de concentración, frío interno, dolores musculares). Pero además, una pérdida excesiva de sangre es un indicador de una posible alteración hormonal u de otro tipo.

Es decir, la interpretación de los análisis debe ser puesta siempre en relación con la salud de la paciente, no sólo cuando existe una alteración evidente según las referencias al uso. Si existe un malestar hay que activar una práctica de la sospecha que interrogue la supuesta normalidad indicada en las analíticas y no anular el malestar expresado, al estilo de cómo la filosofía sospecha de las grandes verdades y se pregunta por las condiciones de posibilidad de las mismas. No activar esta práctica de la sospecha da continuidad al sesgo de género sobre el que se han construido los patrones médicos.

SLA: Y estas diferencias, admitidas usualmente por la ciencia y prácticas médicas, no tienen ningún fundamento biológico en su opinión, son fruto de una mirada ideológicamente sesgada. Pero si es tan básica, tan elemental la cuestión, ¿cómo es, por ejemplo, que científicas y médicas no se rebelan ante un disparate tan obvio y con consecuencias tan marcadas?

SG: No es que las diferencias no tengan ningún fundamento biológico, es que no pueden ser pensadas de manera ajena a cómo las interpretamos. Y las de las mujeres se han interpretado como inferiores y no como indicadores positivos de una otra realidad. No está por una parte la biología y por otra parte la ideología. La biología, igual que la ciencia, está formada por un conjunto de categorías e hipótesis que explican lo que vemos. Lo que vemos, de este modo, es inseparable de lo que decimos que vemos. Este nexo entre lo que decimos y lo que vemos es lo que Foucault intentaba pensar en Las palabras y las cosas.[3] Por eso la cuestión no es tan sencilla como cambiar de ideología. Se trata de reconstruir la mirada y en ella nos va algo de nosotros mismos, de nuestros supuestos sobre el mundo, de las verdades a partir de las que hemos armado nuestro saber y conocimiento, de la línea divisoria que asumimos separa lo normal y lo no normal, etc.

Rebelarse contra esto pasa, en primer lugar, por rebelarse contra uno mismo: desaprender parte de lo aprendido y ponerlo en cuestión a partir de la multiplicidad de la realidad; usar el saber científico no como un a priori que determina la realidad sino como un útil que nos ayuda a pensar sobre lo que vemos. En este sentido, el médico deja de ser un portador de verdades y pasa a ser una especie de artista que reconstruye el sentido de lo que nos ocurre a partir de diferentes piezas que no siempre se expresan de manera coherente: su habilidad no pasa entonces por la reproducción de verdades aprendidas que no siempre encajan con la realidad, sino por la creación de sentido a partir de los útiles que la ciencia ha puesto a su disposición.

SLA: Recupero una pregunta que había dejado en reserva. ¿Se puede hablar entonces de una ciencia masculina, o de una ciencia de tradición androcéntrica? ¿Niega usted objetividad al saber médico?

SG: Por supuesto que existe una tradición androcéntrica en la ciencia que está definida por la idea de que existe un saber que está por encima de las relaciones de poder, del espacio y el tiempo. El feminismo, el poscolonialismo y la filosofía de la ciencia han sido muy críticos con esta idea de un saber neutro y universal, argumentando principalmente dos cosas: que todo conocimiento es situado, de tal forma que el saber universal enmascara siempre una posición particular (la del hombre blanco); y que el sujeto- que- conoce y el objeto- de- conocimiento no son sustancias que mantienen una distancia entre sí, sino lugares puestos en relación. Ambos argumentos desplazan la idea de que exista una Verdad por encima de las cosas y plantean que es un proceso enraizado en el tiempo y el espacio y, por supuesto, en las relaciones de poder que envuelven cada época.

Un problema recurrente es que si criticamos la objetividad enseguida pensamos «y entonces, ¿es que todo es relativo, es que no hay nada de verdad a lo que agarrarse?» Para escapar de la dicotomía entre objetivo/relativo es importante dotarse de otras herramientas que nos ayuden a repensar las categorías clásicas. El concepto de «conocimiento situado» que han aplicado a la ciencia Harding y Haraway es muy útil en este sentido.[4]

Para estas autoras, el problema de la ciencia occidental de tradición androcéntrica es su pretensión de ostentar una mirada objetiva que estaría por encima de las determinaciones históricas y geográficas. Sin embargo, toda mirada, dicen, está situada: en un cuerpo, en una experiencia, en un momento histórico, en un lugar. Pero además, la ciencia está condicionada por intereses ligados a la economía y la política, lo que no significa que no exista una ciencia crítica o una filosofía de la ciencia que se pregunte por estas relaciones. Por tanto, el primer paso es reconocer que todo conocimiento es siempre situado, de lo contrario estaremos impostando una mirada trascendental. Bien, y una vez que se reconoce esto, ¿hacia dónde seguir avanzando?

En lugar de plantear la verdad como algo inmutable que el sujeto descubre, podemos pensarlo como algo inestable en lo que el sujeto interviene, sin que ello signifique que por eso goza de menos verdad: no desaparece el objeto sobre el que nos preguntamos pero sí replanteamos la relación con el sujeto, desplazando el lugar hegemónico de este último y cuestionando la distancia que supuestamente mantiene con el objeto. De este modo, señalamos que el conocimiento es siempre un proceso, que las verdades son provisionales y que el sujeto interviene directamente en la producción del sentido de la realidad (esto es muy importante políticamente porque nos sitúa no como desveladores de una verdad sino como actores del mundo que nos rodea). Y en lugar de partir de certezas inmutables, partimos de manera inversa de lo que vemos en el mundo, de su multiplicidad y diversidad.

¿En qué sentido nos sirve esto para replantear la ciencia médica? En primer lugar implica una cura de humildad: no es que lo que no se conoce no exista sino que existen límites (no todo es controlable ni está al alcance de la mano) y es necesario inventar nuevas maneras de acercarse a la realidad. En segundo lugar, implica pensar que las hipótesis de trabajo no son siempre adecuadas y que deben ser constantemente revisadas a la luz de la experiencia y la realidad que se nos presenta. Implica escuchar, partir del caso concreto, mirar sutilmente, estar atentos al detalle…  y llegar a conclusiones que pueden reforzar hipótesis que ya conocemos, cuestionarlas radicalmente o llevarnos a inventar otras totalmente novedosas. En tercer lugar, implica cuestionar la relación médico-paciente: quien más sabe de lo que le ocurre a su propio cuerpo es el paciente, que pasa a tener un papel activo en la construcción del sentido de la salud-enfermedad. En cuarto lugar, implica visibilizar las discriminaciones ocultas bajo el manto de la generalidad y universalidad.

Es decir, no se niega la objetividad para caer en un relativismo superficial sino para proponer nuevas relaciones con el saber, el conocimiento y la verdad menos discriminatorias y tiránicas.

SLA: ¿Por qué afirma usted que está extendida la creencia de que en el siglo XXI mujer y enfermedad van de la mano? Pregunta usted: ¿qué es lo que no se está queriendo mirar? Le devuelvo la pregunta: ¿qué es lo que no se está queriendo mirar?

SG: Lo que no se está queriendo mirar es la relación que existe entre la industrialización y las formas de vida y estas enfermedades. Como comentábamos antes, la presencia de xenoestrógenos en el medio ambiente es especialmente peligrosa para las mujeres, pero no se habla de ello porque, ¿quién estaría dispuesto a no usar determinados pesticidas o a parar de generar tales contaminantes? ¿O quién está dispuesto a parar el negocio de las píldoras anticonceptivas y de las terapias hormonales de sustitución aunque se haya puesto sobre la mesa su relación con el cáncer de mama? Por otro lado, tampoco existe un Estado dispuesto a pagar los costes del trabajo de cuidados del que se hacen cargo las mujeres en un 85%, muchas de ellas con jornadas dobles y a partir del que se originan muchas dolencias y malestares.

Pero vayamos más lejos. Antes comentábamos que los patrones masculinos que operan en la ciencia médica impiden realizar tratamientos preventivos y que son en realidad muy sencillos, como la administración de vitamina B12, hierro o vitamina D. Pero son sobre todo muy baratos. Sin embargo, es mucho más rentable tener a una mujer enganchada a antidepresivos, ansiolíticos y somníferos, aunque en realidad no los necesite y su problema pueda solventarse con un tratamiento de estas vitaminas que no superaría los 10 euros al mes. Recordemos que España está a la cabeza del consumo de antidepresivos de la Unión Europea y que las mujeres son las principales consumidoras. Si las mujeres consumiesen menos ansiolíticos y recuperasen la salud, ¿qué significaría que tantas y tantas mujeres retomaran las riendas de su vida? ¿Más mujeres decidiendo por ellas mismas y con menos miedo? ¿Trabajando menos para los otros, quizás?

SLA: Señaló usted también, en el artículo al que hacía referencia, una alianza entre la ciencia médica de tradición androcéntrica y las industrias farmacéuticas. ¿Qué alianza es ésa? ¿Qué finalidad persigue?

SG: La alianza aparece de manera más evidente en relación al consumo de psicofármacos que ya he comentado. El recurso a los psicofármacos debe ser el último recurso y, sin embargo, se está convirtiendo en el primero. Ante un caso de cansancio crónico, dolores difusos, depresión, ansiedad o insomnio hay que descartar que no estemos ante una anemia de cualquier tipo, un déficit severo de vitamina D, un funcionamiento irregular de la tiroides, del hipotálamo o de los ovarios. Los costes de los tratamientos derivados de estas enfermedades son muy  bajos en comparación con el coste de los ansiolíticos pero si las mujeres son las primeras consumidoras de estos medicamentos, obviamente a las farmacéuticas no les interesa que dejen de serlo. Y lo mismo ocurre con la píldora anticonceptiva: los médicos no ponen sobre la mesa los efectos secundarios de la misma, entre otras cosas porque no toman en serio estas dolencias, cuando son incontables las mujeres que han desarrollado enfermedades al dejar de tomarla o tomándola en determinadas circunstancias. Además, no se habla en ningún caso de su relación con el cáncer de mama. Ahí hay intereses económicos importantes orquestados por las farmacéuticas.

SLA: Usted ha hecho un llamamiento a la formación médica de las propias mujeres. ¿Aboga usted entonces por “todas médicas”? ¿Está señalando usted caminos alternativos a una ciencia médica androcéntrica, habitada por cierto por muchas mujeres, especialmente en algunas especialidades?

SG: Más bien creo que es necesario desarrollar una triple estrategia de resistencia. Por una parte, hacer una crítica cotidiana y manifiesta en la atención primaria, en los centros de especialidades y en los hospitales, tanto en relación al trato recibido y a las violencias de las que se es objeto en muchas ocasiones en las consultas médicas como en relación a los sesgos de género que he mencionado antes y que son fuente de discriminaciones.

Por otra parte, la formación de médicas feministas, es decir, médicas que no tomen la medicina que se aprende como una verdad incuestionable sino como una pregunta abierta sobre las condiciones de posibilidad que se encuentran a la base de sus hipótesis y por la posibilidad, al mismo tiempo, de construir y poner en marcha otra  medicina. Se trataría de unir la formación con la reflexión, de “problematizar” la medicina, sus prácticas y discursos. Esta otra medicina incluiría la transformación de la mirada que divide el cuerpo humano en compartimentos estancos, inconexos entre sí y que hace que derivemos de especialista en especialista por la red sanitaria; la preocupación por la infravaloración de las dolencias de las mujeres y el desconocimiento del sistema endocrino; y la puesta en marcha de una práctica de transformación de la relación con el paciente, activando la escucha como parte del proceso de cura y la consideración del paciente como sujeto activo de su enfermedad y como especialista de su propio cuerpo.

En último lugar, es muy importante cambiar la idea de que debemos esperar pacientemente la respuesta de los médicos y creer todo lo que dicen. Históricamente la figura del médico se ha vinculado con la autoridad y por ello se ha mantenido por encima del paciente, delimitando de manera tajante quién tiene el saber y el poder, y quién no. Es necesario desmontar este mito, no para no respetar el trabajo de los profesionales sino para que los pacientes tomen partido en su enfermedad, haciéndose protagonistas, reapropiándose de su cuerpo: investigando, conociendo y aplicando estos saberes a su propia experiencia en busca de la cura… Esto implica un trabajo de autoformación que se traduce a su vez en empoderamiento personal, algo especialmente importante en el caso de las mujeres.

Efectivamente, cuando el establishment médico impone una lógica que expulsa a las mujeres de las consultas, es necesario generar estrategias de resistencia que busquen construir alternativas por fuera del sistema sanitario, pero sobre todo que se instalen como crítica dentro del que tenemos, generando alianzas al mismo tiempo con todos y todas las profesionales que están preocupados por hacer medicina de un modo distinto, preocupadas y preocupados realmente por la salud de las mujeres y alejados de los intereses económicos y políticos del momento.

SLA: ¿Qué doctoras están abriendo el camino para romper la maldición de las relaciones ocultas entre las mujeres y las enfermedades en el siglo XXI?

SG: En primer lugar, como ya he señalado, hay que resaltar el trabajo de la doctora Carme Valls-Llobet, el cual resulta imprescindible, entre otras cosas, porque pone en práctica una filosofía de la medicina, es decir, se pregunta por las condiciones de posibilidad de producción de las hipótesis que operan a la base de la medicina y lo hace, además, desde la propia medicina, proponiendo alternativas y nuevas maneras de abordar el cuerpo, vinculándolo con factores medio ambientales y sociales. En segundo lugar, el gran referente de estos temas es la revista Mujer y Salud, que se edita desde el año 1996 y que está muy vinculada al movimiento feminista (http://mys.matriz.net/). Y, por último, hay que mencionar la Xarxa de Dones Per la Salut en la que participan diferentes grupos y asociaciones vinculadas de un modo u otro con la problemática de la salud y las mujeres (http://www.xarxadedonesperlasalut.org/). Todas ellas son parte, junto con todas las mujeres que pasan por estas enfermedades y con todas y todos los profesionales críticos con el sistema, de la gran batalla por la recuperación de la salud y la autonomía de las mujeres en las consultas médicas.

SLA: ¿Quiere añadir algo más?

SG: Para concluir me gustaría remarcar que el trabajo de la doctora Valls-Llobet y de las médicas feministas que están apostando por construir otra salud toca aspectos absolutamente radicales de un pensamiento totalmente comprometido con la transformación, no con las grandes revoluciones ideológicas que están más allá de nuestras vidas reales, sino la que nos habla del día a día y nos invita a cuestionar y deconstruir las categorías con las que se construye el pensamiento de lo normal y lo verdadero, con las que se da sentido a lo que vemos. Esta manera de problematizar la realidad me parece tremendamente importante, la gran batalla en la actualidad, y es la que, por encima de datos y referencias, me gustaría conseguir transmitir con esta lectura de la salud, la enfermedad y la medicina actual.

[1] C. Valls-Llobet, Mujeres, salud y poder, Cátedra, Madrid, 2009. Igualmente, C.Valls- Llobet, Mujeres invisibles, Debolsillo, Barcelona, 2006. Entrevistada  por Magda Bandera, Público, 1 de febrero de 2010;  http://www.publico.es/espana/290586/machismo/medicina/tradicional), estas son algunas de las consideraciones de Carme Valls-Llobet: «El infarto en las mujeres no presenta los síntomas típicos. Por eso es más difícil de detectar». La doctora Carme Valls-Llobet (Barcelona, 1945) se indigna ante la impunidad con que se reiteran semejantes afirmaciones. «¿Típicos para quién? ¿Para los hombres? En las mujeres, los infartos presentan los síntomas típicos de los infartos de mujeres». Durante décadas, esta médica ha divulgado la invisibilidad de las enfermedades que afectan al sexo femenino.            Hasta hace poco, Valls-Llobet pensaba que sería suficiente con describir esa realidad. «Ahora veo que es necesario denunciar cómo el dominio masculino en la medicina perjudica la salud de las mujeres. Empieza por invisibilizar sus enfermedades específicas. En segundo lugar, las considera de menor gravedad, inferiores. Por último, las controla mediante la medicalización sistemática». En su libro, Mujeres, salud y poder, la palabra “poder” tiene doble sentido. Por un lado, pretende demostrar cómo el poder científico, esencialmente masculino, minimiza patologías como la fibromialgia o la artrosis. Por otro, alienta a las mujeres a “empoderarse”, a tomar decisiones por sí mismas y rebelarse ante quienes achacan un origen psiquiátrico a la mayoría de sus problemas de salud, les recetan ansiolíticos a la primera de cambio, o les dicen que tener anemia o dolores es “normal”. «Que un problema afecte a muchas mujeres no significa que sea normal, sino frecuente. También la violencia de género es frecuente y la combatimos», compara. La doctora apuesta por que las mujeres pierdan el miedo a conocer su biología. Por ejemplo, explica que sólo así es posible combatir el marketing de las farmacéuticas que, para colocar sus productos, «asocian menopausia a dolor y decrepitud corporal, sin estudios epidemiológicos ni clínicos», y convierten a las mujeres en víctimas de su cuerpo. La tarea es difícil, admite Valls-Llobet, porque es casi imposible cambiar actitudes y valores en un cuerpo agotado por la doble jornada, las microviolencias diarias, las carencias nutricionales y la medicalización excesiva. En este sentido, recuerda cómo Betty Friedan, la autora que a mediados del siglo XX reivindicaba el derecho al orgasmo, habla ahora de la necesidad de luchar para disfrutar del inmenso placer de «una noche bien dormida».

[2] M. J. Izquierdo, El malestar en la desigualdad, Cátedra, Madrid, 1998.

[3] M. Foucault, Las palabras y las cosas, Siglo XXI, Madrid, 1966.

[4] S. Harding, Is Science Multicultural? Poscolonialisms, Feminisms and Epistemologies, Indiana University Press, Bloomington, 1998 y D. Haraway, Ciencia, cyborg y mujeres, la reinvención de la naturaleza, Universidad de Valencia, Valencia, 1991.