Entrevista a Emilio Lledó

Entrevista a Emilio Lledó

Reflexiones sobre el concepto de buen vivir en la cultura occidental

 Olga Abasolo

Responsable del Área de democracia, ciudadanía y diversidad, CIP-Ecosocial y jefa de redacción de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global

En las sociedades occidentales contemporáneas está empezando a calar, en determinados movimientos sociales, algunos vinculados al ecologismo, un interés por el concepto del buen vivir tal y como lo defienden las culturas andino-amazónicas, entendidas a su vez  como reducto último del buen vivir. Suma qamaña en aymara, sumaj kawsay en quechua, ñande reko (vida armoniosa) en guaraní, teko kavi (vida nueva), ivi maraei (tierra sin mal) o qhapaj ñan (camino o vida noble), son conceptos que también se recogen en la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia (aprobada en referéndum en enero del 2009). Asimismo, ha quedado recogido el buen vivir en la Constitución Política de Ecuador, de octubre del 2008, que da un paso importante hacia la consagración de los Derechos de la Naturaleza. Propone romper con la dicotomía entre ser humano y naturaleza y despertar la conciencia de que el ser humano es parte de la Pachamama, la Madre Tierra, y que con ella nos complementamos. Bajo esta perspectiva, se plantea una relación tetraléctica en la que lo privado y lo comunitario, lo material y lo espiritual están interconectados.

En esta entrevista Emilio Lledó, reconocido filósofo y miembro de la Real Academia de la Lengua, ahonda en las raíces de la tradición del buen vivir en la cultura occidental.

Olga Abasolo (OA): ¿Qué escuelas de la tradición cultural clásica podrían aproximarse a este principio de buen vivir de las culturas indígenas andino-amazónicas? ¿Dónde radicarían sus diferencias con respecto a la tradición occidental?

Emilio Lledó (EL): Es sorprendente esa coincidencia entre las culturas indígenas andino-amazónicas y eso que se llama cultura occidental. Por limitarme al mundo griego, la idea del «buen vivir» está presente ya desde Homero. Entre muchos otros textos  recordaré sólo uno de la Odisea (VII, 110 sigs.) en la memorable traducción de Luis Segalá, y  en el que se describe, a la llegada de Odiseo al país de los feacios, el jardín utópico que rodea el palacio del rey Alcinoo: «Allí han crecido grandes y florecientes árboles, perales, granados, manzanos de espléndidas pomas, dulces higueras, verdes olivos. Los frutos de estos árboles no se pierden ni faltan, ni en invierno ni en verano, son perennes y el Céfiro, soplando constantemente, a un mismo tiempo produce unos y madura otros. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y el higo sobre el higo.»

Este maravilloso jardín ideal en el que se rompe el círculo mismo de la naturaleza, no sólo indica una mirada identificada con la vida que nos rodea y con la vida que somos, una mirada amorosa, sino que descubre un ideal de armonía hacia el que tenderá toda la filosofía griega, toda su cultura.  Tal vez sea Aristóteles su mayor teórico. Buena parte de su pensamiento está atravesado por esa identificación consigo mismo; en esta philautía que es el principio del hombre “bueno”, en el que se une el reconocimiento de su propio ser, de su propia dignidad con el de los demás y con el mundo que nos acoge: «el bueno estará dispuesto a abandonar riqueza y honores y en general todos los bienes por los que los hombres luchan, con tal de lograr para sí lo que es noble. Preferirá gozar intensamente un poco de tiempo a mucho tiempo de goce indiferente, y vivir noblemente un año a vivir muchos de cualquier manera»  (Etica Nicomaquea IX, 1169ª, 12 sigs.). Merecería la pena un comentario a estos dos textos que, por otra parte, encuentran pasajes parecidos en la tradición literaria. En el fondo de toda esta cultura yace la “idea” –que significó «lo que se ve con los ojos y sabemos ver»– de que sólo la sabiduría que surge de la  armonía con el mundo y el descubrimiento de esa  armonía o ensamblaje con la naturaleza y con los otros, nos dará la eudaimonía, la felicidad. Este ideal estuvo sometido a muchas contradicciones y combates reales; pero el origen de la palabra democracia, y de los griegos que crearon esa palabra y lucharon por realizarla, fue resultado de ese sueño y de ese «impulso hacia lo mejor». Por supuesto que el descubrimiento del cuerpo, de la democratización del cuerpo que encontramos en los pocos testimonios que quedan de Epicuro, fue un paso decisivo en la aceptación y defensa de nuestra prodigiosa condición carnal a pesar de sus insalvables limitaciones y de las salvables limitaciones que produce la ignorancia humana, el fanatismo y la maldad.

OA: Vivimos en la cultura del exceso, de estilos de vida basados en la opulencia de unos pocos. En el actual contexto de crisis socioecológica, podría tener sentido retomar los principios de suficiencia y austeridad, que nos remiten al «justo medio» –o a la búsqueda de un «término medio» entre la escasez y el sobreconsumo– aristotélico. ¿Qué sentido podríamos dar a este concepto en el contexto actual?

EL: La idea del justo medio (mesotes) fue algo que encontramos en la filosofía griega y, paradójicamente, en las tragedia de Sófocles o Eurípides. Permítanme también dos textos de la Ética aristotélica: «Por ser hombre tendrá necesidad de bienestar externo, ya que nuestra naturaleza no se basta a sí misma para la teoría sino que necesita de la salud del cuerpo, de los alimentos y demás cuidado. Pero no se ha de pensar  que no pudiendo alcanzar la felicidad sin esos bienes exteriores, el que quiera ser feliz los necesitará en gran número, pues la autarquía y la vida no exige superabundancia de ellos y sin dominar el mar y la tierra se pueden hacer cosas hermosas humanas y justas» (E.N. X, 1178b, 34 sigs.). «Seguramente en lo que más se distingue el hombre bueno es en buscar la verdad en todas las cosas siendo, por así decirlo, el canon y la medida de ellas» (E.N. III, 1113ª, 25 sigs.)

OA: La necesidad de controlar las pasiones y los deseos superfluos estaría en parte vinculado con esta idea. ¿Podría esbozar brevemente cómo se sitúan en este respecto las distintas escuelas de la cultura clásica: epicúreos, estoicos, escépticos, cínicos…?

EL: Las escuelas helenísticas que procedían, sin duda, de la tradición platónica y aristotélica, modularon e incluso revolucionaron a sus clásicos. Así Epicuro abre todo el horizonte de la corporeidad que, en cierto sentido, había oscurecido el platonismo. Epicuro con su aceptación del cuerpo y de la maravillosa naturaleza que lo sustenta, a pesar de las enfermedades, fue un verdadero revolucionario. Es lógico que también surgieran actitudes, como los estoicos que buscaron encontrar, por decirlo escuetamente, el equilibrio y la felicidad en la aceptación de  razones inalcanzables que mandaban identificarse con el Logos del universo y sus lejanos designios. Los escépticos y cínicos del helenismo expresaron formas de sabiduría, pero asumieron desesperanzadamente, por las contradicciones políticas e intelectuales, la claudicación  y conformidad “con lo que hay”. Eso implicaba una oposición a aquella idea aristotélica de que la vida y la felicidad son formas de energía y de alegría.

OA:  Y volviendo a Aristóteles… cabría plantear otra economía, retomando el análisis aristotélico, basada en el concepto de oikos, o los principios de logística y aprovisionamiento para satisfacer las necesidades de los moradores de la casa común; frente a la crematística –(khrema, riqueza, posesión), el arte de hacerse rico)–, la acumulación de dinero por dinero como actividad contra natura que deshumaniza y cuyas argucias permiten facilitar el crecimiento del poder político-.

EL: Epicuro había pensado ya en los bienes «naturales y necesarios» sin los que no era posible una vida verdaderamente humana. Pero en torno a esa naturaleza y a esa necesidad, hemos tejido el mundo de lo no natural y lo no necesario, de lo vacío y vano, de toda aquello que no entra en el corazón de la existencia, sino que, en la obsesión de esa antinatural necesidad, la diluye y aniquila. El asentarnos en ese mundo de lo superfluo puede fundar una falsa naturaleza que acabe sustituyendo a aquella otra en la que estamos y en la que somos. Efectivamente, esa idea de Epicuro estaba ya en la tradición filosófica griega y, concretamente, en Aristóteles. En el libro primero de la Política (1256ª sigs.) se establece una distinción importante entre la economía y la «crematística».

Ya Platón en el Gorgias (477e) había definido como crematística el «arte que nos libera de la pobreza»; pero el análisis de Aristóteles matiza con detenimiento  las diferencias  entre el tener lo necesario y el jugar con lo que es puro símbolo que, en sí mismo, apenas tiene valor a no ser el de “cambio”. En la Política se expone ese carácter “mediador” de la crematística aunque se descubren sus peligros y se alude a ella con cierta ironía: «El dinero es algo desprovisto en sí mismo de valor, algo que no es natural sino pura convención, ya que si se le sustituye por otra moneda  no vale nada ni es útil para nada necesario, y aun siendo rico en dinero puede uno con frecuencia verse desprovisto del alimento necesario y, sin duda es una extraña riqueza ésta que no impide que el que la posee en abundancia se muera de hambre como cuentan de aquel famoso Midas a quien por su codicia todo lo que tocaba se le convertía en oro» (1257b, 10 sigs.).

La avaricia ciega y atonta. La patología de la riqueza que nos hace desear todo lo que la  abundancia de dinero permite, deja ver en el fondo la «infranaturaleza» irreal que nos alienta mientras el tinglado del poder político funcione. Un poder que, si no va más allá de ese engaño, aniquila a los seres humanos empezando por degenerar la mente de quien no ve en la política la organización de la convivencia, de la justicia. Sólo son de verdad, frente al inmenso dominio de lo innecesario, el aire, la tierra, el agua. Esto es lo que no puede faltarnos.