9 de mayo. Día de Europa

Ilustración de Javier Martín para la portada del número 145 de Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global.

Santiago Álvarez Cantalapiedra
«El desconcierto europeo», Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio global, núm. 145, primavera 2019.

Durante mucho tiempo fue un lugar común considerar que la Unión Europea representaba el proyecto de integración supranacional más complejo, innovador y exitoso de la geopolítica mundial. Hoy, sin embargo, no sólo surgen dudas al respecto, sino que se impone el convencimiento de que la UE no funciona: ni supo afrontar la Gran Recesión respondiendo a las necesidades de la ciudadanía ni está sabiendo abordar los desafíos que tenemos planteados como humanidad (la crisis ecosocial en sus múltiples facetas).

Más bien prevalece la sensación de que Europa se mueve entre los peligros de un déficit estructural y las amenazas de la desintegración. En lo que se refiere al déficit hay que advertir que, a pesar de la obsesión por la estabilidad presupuestaria, el verdadero y más amenazante de los déficits no es el relativo a las cuentas públicas, sino aquel que expresa la falta de legitimidad democrática. Instituciones como la Comisión o el Banco Central Europeo gobiernan tecnocráticamente los destinos de la Unión.

No es menor el riesgo de desintegración: las últimas ampliaciones ocultaron durante cierto tiempo que la UE había dejado de ser el atractivo club del que todos querían forma parte; ahora ya sabemos que el rey está desnudo y que se parece a una asociación mal avenida donde no faltan quienes la quieren abandonar ni los que la miran con profundo escepticismo.

El gran error del proyecto europeo fue asociar su suerte al orden neoliberal.

Una vez que este orden social se quiebra tras la Gran Recesión, lo hace también una UE imbuida desde los años noventa del siglo pasado de altas dosis de ortodoxia neoliberal y volcada en la defensa de los intereses del capitalismo financiero.

  El proceso viene de largo, pero si hubiera que resaltar un hito que marca un antes y un después sería el giro de la segunda Comisión Delors.1 A partir de entonces queda atrás la ‘dimensión social’ del proyecto europeo. Es el momento en que se abandona el tan cacareado ‘modelo social’ preocupado por la defensa de los derechos sociales y que logra cristalizar en los Estados de bienestar. A partir de ese giro, la apuesta que se hace es por una integración supranacional abierta a los mercados mundiales con el propósito de situar a Europa en posiciones competitivas en el marco de una globalización neoliberal.

   Pero esa apuesta dio lugar a una UE incapaz de proteger a su población de las amenazas provenientes de las fuerzas económicas desatadas por la globalización financiera. La puesta en marcha de la Unión Monetaria desatendiendo la coordinación de las políticas fiscales y sin atisbo de voluntad para diseñar un presupuesto común, dejó indefensa a la ciudadanía ante las embestidas del capital financiarizado y la competencia fiscal de las empresas multinacionales. Sin una base fiscal común y bajo un principio de competencia aplicado a territorios y países, el capital se enseñorea del proyecto europeo como ámbito para su propia valorización en desmedro del bienestar de la población europea.

Europa y la crisis

La Gran Recesión no hizo sino complicar aún más las cosas. Al dumping social y a la competencia fiscal se sumaron las llamadas «políticas de austeridad». Pero, sobre todo, lo que esta crisis mostró fue la imposibilidad de Europa de leer adecuadamente los signos de los tiempos. La crisis ha representado la manifestación más clara de la quiebra del orden neoliberal. Después de más de tres décadas, el neoliberalismo ha fracasado estrepitosamente. Ni siquiera ha logrado impulsar una senda de acumulación funcional a los intereses de las facciones del capital productivo; ha conseguido, eso sí, una gran redistribución regresiva de la riqueza provocando un incremento de la desigualdad y un intenso debilitamiento de la cohesión social. La tecnocracia europea no supo leer esta crisis como lo que era, el fin de un orden, y por eso mismo Europa no se encuentra en condiciones de influir positivamente en la definición del nuevo orden social e internacional que está emergiendo.

   Prueba de ello fue que la crisis mutara de una forma a otra sin que las autoridades europeas consiguieran atajarla. La crisis financiero-inmobiliaria del 2008 pronto dio lugar a una crisis de la deuda soberana que desembocaría finalmente en una crisis del euro. Este encadenamiento de crisis económicas desencadenaría a su vez una crisis social que ha terminado traduciéndose en una crisis política de gran profundidad. La crisis en Europa se amplificó, diversificó y complicó como no ocurrió en ningún otro lugar y gran parte de la culpa es de la tecnocracia europea.

   Para empezar ni la Comisión ni en el BCE han reconocido nunca su responsabilidad en el origen de la crisis. Trasladaron la culpa al sistema financiero norteamericano: allí se originaron los problemas y la globalización fue la encargada de contagiarlos por el continente europeo. Pero la realidad es que las cosas no fueron exactamente así. Adam Tooze recuerda que los bancos europeos expandieron el crédito más intensamente que en los EEUU y que las burbujas inmobiliarias que sufrieron España e Irlanda fueron el doble de grandes (siempre en términos proporcionales) que la que experimentó la economía norteamericana.2

   Pero lo peor no ha sido negar cualquier atisbo de responsabilidad en relación con el origen de la crisis, sino los errores que se cometieron en la forma de encararla una vez que se hubo desencadenado. No hace falta ser Nobel de economía para percatarse de lo que las autoridades económicas no quisieron admitir: que no hay forma de recuperarse de una crisis financiera de las dimensiones de la vivida con devaluaciones internas que imponen cada día más precariedad, desempleo y deterioro en las condiciones de vida de la población. Estas cosas se resuelven con crecimiento, con inflación y con reestructuraciones de la deuda. El crecimiento era impensable por las consecuencias sociales del estallido de la burbuja; la inflación no era posible por la obsesión por el control de los precios que padece el ordoliberalismo alemán; lo lógico entonces hubiera sido un acuerdo entre las partes acreedoras y deudoras para repartir el esfuerzo del ajuste mediante una reestructuración de la deuda (no lo olvidemos, mayoritariamente privada). En lugar de eso, las instituciones europeas se pusieron al servicio de los países acreedores. El BCE se negó a actuar como un banco central. En el Reino Unido el sector inmobiliario también experimentó graves dificultades que se resolvieron con relativa facilidad y rapidez gracias a que el Banco de Inglaterra se dedicó a comprar la deuda de su Gobierno.

   En cambio, en la zona del euro se optó por establecer protectorados violentando la soberanía popular: se intervinieron las cuentas públicas de Grecia, Portugal, Irlanda y Chipre, y Jean-Claude Trichet, a la sazón presidente del BCE, envió en el verano del año 2011 sendas cartas a los presidentes del Gobierno de España e Italia instándoles a impulsar reformas estructurales y a consagrarlas en su ordenamiento jurídico. La reforma del artículo 135 de la Constitución Española -por la que se introducía el principio de estabilidad financiera- no se hizo esperar; lo que no consiguió el pueblo español (en quien reside la soberanía nacional según la tantas veces invocada Constitución) tras más de treinta años de democracia, se consigue de la noche a la mañana gracias a las presiones de una institución “independiente” que no rinde cuentas a nadie y que derrota a gobiernos democráticos en Grecia e Irlanda o promueve “gobiernos técnicos” como el de Mario Monti en Italia. El Banco Central Europeo no solo no actuó como un banco central, sino que se extralimitó y presionó sin ninguna legitimidad más allá de sus atribuciones monetarias, y solo cuando la sombra de la deflación se cernió sobre la eurozona como un triste augurio fue cuando Draghi (año 2015) activó las compras de bonos en los mercados secundarios, siempre condicionadas a reformas en las pensiones o en el mercado de trabajo y a la aplicación de políticas de austeridad.

Europa ante el nuevo orden emergente

Tras décadas de globalización neoliberal, Europa se encuentra con la paradoja de que lo que impulsó con tanto ahínco no le ha deparado los frutos que esperaba. En el plano interno ha exacerbado los desequilibrios y las desigualdades estructurales entre los países de la Europa septentrional y meridional, ha provocado la quiebra del mercado de trabajo en la mayoría de sus economías, fracturas territoriales internas en algunos países y fisuras profundas en la cohesión interna de cada sociedad. En el plano internacional, la globalización neoliberal ha favorecido sobre todo a las llamadas economías emergentes a costa del declive de los sectores populares de Europa y los EEUU, desplazando el protagonismo económico hacia Asia oriental. Como consecuencia han surgido reacciones de diverso tipo; observamos tensiones proteccionistas y repliegues nacionales, como en el caso de EE UU con la llegada al poder de Trump o del Reino Unido con el Brexit. Ambos casos constituyen las primeras enmiendas de cierta significación al proceso globalizador.

   El mundo cambia, pero la UE no parece enterarse. Tanto en el plano interno como en el externo, va emergiendo un nuevo orden. Al interior de los países se vislumbra una sociedad compleja, con una estructura social más estirada debido al adelgazamiento de la clase media, atravesada de conflictos, riesgos y desafíos relacionados con la desigualdad, la interrupción de la movilidad social, el envejecimiento y la crisis de cuidados o la insostenibilidad de unos estilos de vida que pasan factura a la salud del planeta.

   Como reacción política a la gobernanza tecnocrática de las instituciones europeas y a la globalización neoliberal que ha provocado buena parte de este desaguisado, surgen por toda Europa populismos de distinto signo que coinciden en que aciertan más en los diagnósticos que en la solución a los problemas. Es el desconcierto ante una política que se ha vaciado de poder. Las fuerzas globales de los mercados financieros o los corsés que impone Bruselas definen unas reglas de obligado cumplimiento que parecen anular cualquier grado de autonomía y soberanía de los gobiernos electos.

   En el plano exterior la realidad internacional viene marcada por la creciente multipolaridad. Del mundo bipolar de la segunda posguerra se pasó, tras la debacle del bloque soviético, al unilateralismo de un mundo donde EEUU ejercía de única superpotencia. En el momento presente, el centro de gravedad económico se ha desplazado hacia la costa asiática del Pacífico y el mundo ha dejado de tener un único centro de poder hegemónico. Avanzamos hacia un mundo postoccidental. Este nuevo orden global emergente muestra el debilitamiento del poder de Europa y de los EE UU y, por el contrario, el fortalecimiento y el aumento de la influencia en el panorama internacional de China y Rusia. China refleja irónicamente los signos de los tiempos: un país, sobre el papel comunista, se convierte en el gran defensor del comercio mundial y de la economía abierta en un momento en el que los EEUU -principal impulsor de la globalización neoliberal de las últimas décadas- se enreda en rebrotes proteccionistas y guerras comerciales y tecnológicas. La reversión de las tendencias globalistas, la vuelta al Estado nación, al proteccionismo y a las guerras comerciales, o el abandono del multilateralismo, lo que revelan es que la geopolítica ha regresado, y lo ha hecho para quedarse. La partida se juega ahora en quién controlará los recursos y las principales rutas, infraestructuras y tecnologías con las que se organizará la vida social en el futuro más inmediato. Europa anda perdida en medio del desconcierto. Pesa poco en el capitalismo digital, a diferencia de EEUU y China; algo más en las finanzas, pero no tanto como para disputar la hegemonía al mundo anglosajón; y no dispone de una política exterior coherente ni de unas políticas de seguridad y defensa comunes que garanticen el acceso a los recursos estratégicos y controlar las redes de distribución. Mientras permanece en su desconcierto, la UE ve como sus miembros se desmarcan y toman la iniciativa; el caso más reciente Italia, que firmó en marzo un memorándum con China para sumarse a su «Nueva Ruta de la Seda».3

   El único aspecto donde Europa no titubea es en el control de las fronteras. Con una población envejecida y en declive, a la vieja Europa le asusta la juventud y el dinamismo demográfico de África. La perspectiva de que el continente vecino alcance 2.500 millones de personas en las próximas décadas inquieta a las autoridades comunitarias hasta el punto de renunciar a regular los flujos migratorios desde un enfoque centrado en los derechos humanos y optar por una gestión securitaria de la inmigración. La forma en que la UE aborda este problema no solo acrecienta la tragedia de los extracomunitarios que se acercan a nuestras fronteras, también está alentando la xenofobia y el ascenso de formaciones políticas que defienden la identidad étnica y cultural de “su” nación como elemento central de las políticas.

Democratizar Europa y afrontar los grandes retos

La pérdida de cohesión social y la crisis de los refugiados son los síntomas más inequívocos de la enfermedad que padece Europa. No se trata de labrar una identidad cultural común. Son tantas las culturas y los pueblos presentes en el continente que una identidad cultural europea resulta tan ilusoria como indeseable. En su lugar tiene más sentido forjar valores comunes como el reconocimiento y el respeto a la diversidad. La enfermedad que padece Europa nada tiene que ver con la ausencia de una identidad cultural común; tiene que ver con la forma en que se ha construido el proyecto de la UE y cómo en ese proceso se han ido abandonando valores y principios democráticos. El diseño institucional y político europeo deja poco espacio a la democracia. Las instituciones supranacionales no rinden cuentas a los ciudadanos y fueron diseñadas para separar la democracia existente a escala nacional (demediadas, imperfectas, si se quiere, pero democracias, al fin y al cabo) de la gobernanza económica. La enfermedad que padece Europa solo se resuelve construyendo una gobernanza realmente democrática.

   Construir democracia en Europa no puede quedarse en un simple enunciado genérico vacío de contenido. La democratización del proyecto de la UE debe empezar por coordinar las políticas económicas y tributarias de los diferentes Estados para acabar con el dumping social y la competencia fiscal entre sus territorios; debe continuar encarando el problema de la deuda mediante una restructuración ambiciosa que permita la recuperación de las sociedades más afectadas por la crisis y debe culminar con un cambio en la dirección de las políticas desde la obsesión actual por la estabilidad financiera hacia el objetivo ineludible de la transición ecológica. La creación de una Asamblea Europea -como han propuesto Piketty y otros-4 no solo serviría de contrapeso institucional a la tecnocracia comunitaria, sino que además permitiría abordar sin demora la necesaria armonización fiscal y presentar una ley a favor de un impuesto europeo de sociedades que hasta el momento ha sido sistemáticamente rechazado por la regla de la unanimidad que en esta materia rige en el seno del Consejo de Ministros de Economía y Finanzas (ECOFIN).5 No hay que olvidar que el déficit democrático en la UE no se debe únicamente a la existencia de agencias “independientes”, sino también a las reglas y procedimientos que imponen la voluntad o el veto del que tiene más fuerza o capacidad de influencia. No se trata de más Europa (léase, más integración y cesión de soberanía), sino de mejor Europa (con más democracia y mayor coordinación).

   La democratización del proyecto europeo pasa, sobre todo, por resituar la política allí donde aún es posible hablar de democracia, sustrayéndola de las manos de los tecnócratas de la Comisión y el BCE y acentuando la coordinación política entre los Estados. Para lograr una mejor Europa es insorteable luchar contra el capitalismo financiarizado y apostar -como defiende Wolfgang Streeck- «por la democracia social nacional y local, lugares en los que la gente pueda construir conjuntamente competencias económicas y buena vida, de acuerdo con sus capacidades y necesidades (…) Las comunidades locales, regionales y nacionales invertirían intensamente en infraestructuras colectivas, desde el transporte público a la educación y la sanidad públicas y gratuitas, ayudadas por instituciones financieras nacionales e internacionales de propiedad pública o de carácter cooperativo, que se hallarían protegidas de la implacable competencia internacional y no sujetas a los dictados de Berlín, París o Bruselas». Europa no puede inhibirse de la definición del orden social que emerge de los escombros del periodo neoliberal si quiere encarar seriamente la cohesión, la democracia y la crisis ecológica.

Acceso al artículo en formato pdf: El desconcierto europeo

NOTAS

1. Se conoce así a la Comisión Europea presidida por Jacques Delors. Como presidente de la Comisión Delors estuvo tres mandatos sucesivos a lo largo de un periodo que va desde 1985 hasta 1994. La tercera Comisión Delors (1993-1994) fue también la primera Comisión de la Unión Europea, puesto que el Tratado de Maastricht entró en vigor en 1993.

2. A. Tooze, Crash. Cómo una década de crisis financieras ha cambiado el mundo, Crítica, Barcelona, 2018.

3. Esta iniciativa responde al nombre de Belt and Road Initiative, y fue lanzada lanzada por China en el año 2013 para conectarse con las economías de Europa, Oriente Medio y África. China contempla los puertos italianos como nodos estratégicos en el proyecto de difundir sus productos e inversiones.

4. Véase el manifiesto por la democratización de Europa de Stéphanie Hennette, Thomas Piketty, Guillaume Sacriste y Antoine Vauchez, Pour un traité de démocratisation de l’Europe, Seuil, París, 2017.

5. The Economic and Financial Affairs Council (ECOFIN) está integrado por los Ministros de Economía y Finanzas de los estados miembros de la UE, así como por los Ministros de Hacienda cuando se discuten cuestiones presupuestarias. Tiene competencias legislativas en materia económica y financiera. La mayoría de las decisiones se toman por mayoría cualificada, pero la excepción son los asuntos fiscales que se deciden por unanimidad.