Diálogo: la España rural vaciada y degradada

Panel de seis expertas y expertos reflexiona sobre la España rural vaciada y degradada. Diálogo  entre  Elisa Oteros-Rozas,  Luis Camarero, Virginia Hernández, Sergio del Molino, Lucía López Marco y Valentín  Cabero

Monica Di Donato

Los desequilibrios territoriales  en el Estado español entre grandes ciudades, por un lado, y el mundo rural y pequeñas capitales de provincia por otro ha adquirido notoriedad como problema de primer orden solo recientemente, aunque el problema viene de atrás. Se constata la alarmante despoblación de zonas del interior y el “olvido” de amplias franjas del territorio en servicios básicos y en una estructuración económica viable. En esta conversación coral entre seis de las principales  voces en este asunto se examinan algunas de las cuestiones más relevantes, como la dicotomía rural-urbano que sostiene la segregación, el disfuncional metabolismo de las grandes urbes y posibles medidas para revertir estos procesos.

Monica Di Donato (MDD): Recientemente,  el  debate  sobre las problemáticas inherentes al mundo rural se ha vuelto de actualidad. Fenómenos como despoblación,    “España  vacía” vs “España vaciada”, desarraigo, “España a dos velocidades”, segregación territorial, subordinación de “lo rural” a “lo urbano”, etc. son temas presentes en muchas de las reflexiones que circulan. Empezaremos el debate intentando esbozar cuáles son, desde tu punto de vista, las dimensiones o elementos a los que indudablemente apuntarías para entender la complejidad del fenómeno que nos ocupa.

Elisa Oteros-Rozas (EO):  Efectivamente, si bien la despoblación en España es un proceso que dura ya más de medio siglo, el desequilibrio territorial ha cobrado especial atención social y mediática en los últimos meses, fundamentalmente por las citas electorales. En mi opinión habría que considerar al menos cuatro dimensiones, altamente relacionadas entre sí, tanto por los factores impulsores del abandono rural, como por sus consecuencias.

En primer lugar hay una dimensión económica del fenómeno, en la que el proceso de industrialización de la economía española y la Revolución Verde juegan un papel fundamental. Desde una economía sustentada fundamentalmente en mercados locales, regionales y en parte estatales, se da una transición hacia la incorporación a la economía de mercado globalizado que tenemos hoy en día. La agricultura y la ganadería pasan de ser el “sector primario”, mayoritariamente orientado a la alimentación de personas, a ser el eslabón débil de un sistema agroalimentario complejo, globalizado, altamente financiarizado y, sobre todo, industrializado y orientado a la acumulación de capitales en manos de oligopolios de la agroindustria, las biotecnologías y las farmacéuticas. La mecanización y la incorporación de insumos agroquímicos, sobre todo desde los años cincuenta, generó efectos encadenados hasta nuestros días: por ejemplo, el rápido aumento de la producción agraria a raíz de su intensificación dio lugar a la necesidad de encontrar nuevos mercados que la absorbieran, y por ello España se ha convertido en el mayor productor europeo, y uno de los principales del mundo, de piensos y de ganadería industrial.

La dimensión económica está estrechamente ligada a una importante dimensión ecológica. Los cambios de usos del suelo, y las consiguientes transformaciones de los ciclos biogeoquímicos (del fósforo, el nitrógeno y el carbono) y pérdida masiva de biodiversidad, son el factor más importante del cambio  ambiental  global.

En  España  ha sido la misma industrialización del campo que impulsó el abandono rural, la mayor contribuyente a la contaminación de suelos y aguas por nitratos de regadíos fertilizados químicamente. Sin embargo, hay un debate abierto ahora mismo sobre la supuesta ventana de oportunidad que abre el despoblamiento para renaturalizar o resilvestrar (rewilding, en inglés) ecosistemas con escaso uso humano, es decir para recuperar la biodiversidad silvestre al desarrollarse los ecosistemas hacia estados ecológicamente más maduros. Se trata de un debate internacional que en su aplicación al contexto ibérico resulta controvertida por el valor de la agrobiodiversidad que se ve sustituida, por el peligro de incendios y la consiguiente erosión del suelo así como por otros argumentos, también sociopolíticos.

De hecho, en tercer lugar, hay una dimensión política en las causas y consecuencias del vaciamiento de España rural, que tampoco es original de nuestro territorio. Hace ya tiempo que se descubrió que concentrar la población en núcleos urbanos tiene grandes beneficios para el capitalismo. El control social, por ejemplo, es mucho más fácil de ejercer sobre poblaciones concentradas que dispersas. Del mismo modo, para el control del territorio y los recursos naturales es mejor no tener población local que oponga resistencia. Siguiendo con el ejemplo de la ganadería industrial, no es casualidad que las zonas donde más se está expandiendo, sean las más despobladas de España. Igual que está sucediendo con la reapertura de minas o el desarrollo de nuevos proyectos de mega-minería: si nadie habita el territorio y tiene en él su forma de vida y sustento, nadie lo defiende, dejando vía libre para el desarrollismo insostenible. Por otro lado, el modelo de desarrollo asociado al consumismo es más fácil de alimentar en poblaciones concentradas: no en balde China lleva la última década concentrando su población en nuevas ciudades de gran tamaño (en comparación con las dimensiones europeas).

Por último, desde el punto de vista cultural, el despoblamiento rural ahonda la brecha de las dicotomías estereotípicas urbano-rural, cultura-naturaleza y centro-periferia que, al igual que otras como norte- sur u hombres-mujeres, apuntalan también el capitalismo y el heteropatriarcado dominantes. En la crisis global que vivimos, la de valores es de las más olvidadas, pero sin duda clave. Uno de sus mimbres es el descrédito y ninguneo de los saberes y valores campesinos y rurales, de comunidad y cooperación, que aunque perpetuaron la vida durante milenios, se sitúan cada vez más en posición de subalternidad frente a “la modernidad”, el individualismo y “el desarrollo”.

 

Luis Camarero (LC): Ciertamente cuando hablamos de la desigualdad rural respecto a las ciudades no hay nada nuevo, el aspecto novedoso es que ahora abordamos y buscamos comprender esta cuestión desde el desequilibrio territorial. Hemos cambiado la visión sobre viejos problemas y los hemos incorporado a la agenda. Hasta ahora las diferencias urbano-rurales las explicábamos a partir de diferencias de desarrollo, lo hacíamos exclusivamente en términos económicos. Utilizábamos de forma continua la noción de atraso –lag– respecto al avance modernizador. Ahora, una vez agotado el proceso de modernización, el debate de las diferencias urbano rurales se centra en términos de ciudadanía. La crisis –denominada genéricamente 2009, y así vulgarizarla como inevitable– ha tenido un fuerte impacto sobre nuestras sociedades. Pero sobre todo, el impacto se ha debido a que ha cambiado nuestra perspectiva sobre la realidad social. La acumulación de contradicciones se ha hecho patente en un periodo de fuerte reducción de actividades y de fondos públicos, y así hemos observado de forma conjunta el efecto continuado que los procesos de interdependencia y mundialización económica, la transformación de los regímenes de acumulación, y el profundo cambio demográfico de nuestras sociedades tienen sobre nuestras vidas, pero también, dentro del contexto de explosión de movilidades, tienen sobre el territorio.

El cambio rural, que podemos aprehender como transición rural, es el conjunto de tres grandes tendencias. La primera, la transformación de los regímenes alimentarios, la industrialización de la producción alimentaria y el establecimiento de cadenas globales soportadas por una división regional del trabajo. Esta transformación se resume diciendo que la agricultura ha dado la espalda al campo y en consecuencia las áreas rurales han variado sus formas económicas y diversificado sus actividades. La segunda es la transición demográfica. Caminamos hacia una sociedad fuertemente envejecida. En las áreas rurales donde la emigración es más acusada y la caída de la fecundidad aún mayor se produce un intenso  desequilibrio  generacional.  Aumentan los cuidados, y las economías de cuidados, en el contexto de una sociedad que gestiona los mismos sobre el soporte familiar, cobran mayor importancia y condicionan sobremanera el desarrollo de las vidas cotidianas de los grupos de edad intermedios – trabajadores, cuidadores y gestores a la vez. En tercer lugar, la movilidad. El desarrollo de sistemas de movilidad, especialmente de automovilidad, ha permitido mejorar la comunicación y configurar las distancias de formas diferentes, pero a costa de aumentar las desigualdades de acceso.

La plasmación de este conjunto de transformaciones sobre nuestro modelo de hábitat y el efecto de fuertes desequilibrios que imponen no solo de concentración urbana, sino también de la propia sostenibilidad social de las áreas rurales es lo que nos ha dado pie a cambiar la vieja pregunta de las oportunidades de desarrollo a la de ¿somos iguales, allá donde residamos?

Dicho de otra forma, ¿realmente tenemos capacidad para ocupar el territorio en función de nuestras expectativas vitales?

 

Virginia Hernández (VH): En España vivimos una terrible crisis territorial que se fundamenta en que el interior peninsular se vacía mientras que la mayoría de población se amontona en muy pocos espacios que empiezan a ser invivibles. Pero no debemos perder de vista que esta despoblación no es exclusiva del medio rural, sino que afecta también a los municipios más grandes y a las cabeceras de comarca. Por eso es importante tener en cuenta que nuestros pueblos se despueblan porque la gente se va a las ciudades, pero también porque al espacio geográfico que ocupan no se le ha garantizado el futuro y la estabilidad.

En este sentido, y siguiendo con la idea de crisis territorial, es evidente que a nivel estatal se apostó por el desarrollo de las grandes capitales, las industrias del norte y el turismo de costa, pero se dejó de lado esa inmensa parte del Estado que se dedicaba, fundamentalmente, al sector primario, y al que se le negó su desarrollo y modernización.

Tras el vaciamiento de ese interior peninsular, la economía de mercado, elemento fundamental e imprescindible para analizar este fenómeno, muestra su cara más cruda y la no intervención del Estado provoca la desaparición precipitada del tejido económico existente, que alimenta a su vez a la propia despoblación.

En clave capitalista también, se ignora desde la administración el deber de cubrir los derechos fundamentales de todas las personas y se produce el desmantelamiento de los servicios públicos en el medio rural argumentado por su alto coste económico.

Tampoco habría que olvidar que el actual modelo de propiedad de la tierra, el modelo de cultivo y trabajo y la propia PAC, cuyas ayudas han acabado beneficiando el desarrollo de las ciudades, es otro elemento fundamental para entender la despoblación de un inmenso territorio que tradicionalmente se dedicaba a la agricultura y la ganadería.

Por último, es imprescindible añadir que culturalmente se ha provocado el abandono de los pueblos y se ha favorecido la buena imagen de la vida en los entornos urbanos asociándolos a la imagen  de  éxito que como país se pretende proyectar.

 

Sergio del Molino (SdM): Se trata de un fenómeno que desborda con mucho cualquier perspectiva localista o incluso nacional. La hiperurbanización es inherente al capitalismo financiero y globalizado, que se une a procesos históricos que, en Europa, comenzaron en el siglo XVIII. Esto no quiere decir que tenga que entenderse la despoblación como una especie de desastre natural. Al contrario: es el resultado de decisiones políticas muy conscientes. Claro que el campo se ha vaciado. El Estado ha llegado a recurrir a la violencia para ello, y no solo durante el franquismo, porque las élites que lo regían consideraban que la ruina de la economía agraria tradicional era una conditio sine qua non para apuntalar el progreso de los sectores secundario y terciario. Desde el siglo XIX ha habido planes perfectamente documentados para favorecer el éxodo campesino y propiciar el crecimiento de las ciudades, pero las circunstancias internacionales han influido también tanto, y hacen que el proceso sea prácticamente irreversible y escape a cualquier acción política. Resumiendo mucho: no puede concebirse un campo sin una economía agraria que funcione y permita a los pequeños propietarios explotar sin ahogos sus tierras y ganados.

El único desarrollo rural que puede garantizar la pervivencia de las comunidades políticas del campo es el agrario: una economía terciaria no es capaz de sostener comunidades pequeñas y dispersas. ¿Cuándo y cómo dejó de ser rentable la agricultura europea, si los europeos son grandes consumidores de alimentos y habitan un continente próspero? Cuando las políticas librecambistas dejaron de protegerles frente a la competencia de las economías en desarrollo, que inundan los mercados agrícolas con precios muy bajos.

No es la única causa: la especulación en el mercado de futuros y la ausencia de una legislación adaptada a las necesidades de los pequeños productores han contribuido mucho a hundirlo todo. La única solución creíble pasa por una revolución en los modos de producir y consumir alimentos, esa es la clave de bóveda.

 

Lucía López Marco (LL): Sin duda, la despoblación rural es el mayor problema al que se enfrenta España, y uno de los mayores problemas que tiene que afrontar Europa. Cuando perdemos población en un territorio, se pierde el patrimonio cultural, el paisaje, la historia, etc. Nuestras tradiciones están vinculadas al medio rural, pero no solo eso, también nuestra alimentación, y nuestros paisajes. El año pasado se celebró el centenario de los dos primeros parques nacionales de España: Picos de Europa y Ordesa. Estos parques nacionales tienen este reconocimiento porque las personas  que  viven en esas zonas llevan siglos dando forma a esos paisajes con sus actividades agrosilvopastorales, sin embargo, ahora, las personas de zonas urbanas que van a hacer turismo a estos parques nacionales se olvidan de que hay personas que viven allí todo el año, que cuidan de esos paisajes, y de esa cultura, nuestra cultura, nuestros paisajes. Hay una canción de La Ronda de Boltaña que se titula “Una huella en la nieve” y que define muy bien este fenómeno:

¿Qué verán?, si no te ven cuando te miran,
si al mirarte sólo ven una postal;
no la tierra donde un pueblo
y sus fantasmas,
abrazados plantan cara al temporal.

 

Valentín Cabero (VC): Si contemplamos las pancartas de la manifestación contra la despoblación del 31 de marzo de 2019, podemos comprender la complejidad de la situación a la que hemos llegado en las relaciones campo-ciudad, si es posible hablar aún en estos términos, y abordar los desastres territoriales, sociales, económicos y ambientales que hemos trasladado al mundo rural desde la ciudad. Por encima de todas las reivindicaciones presentes y visibles en aquellos momentos (servicios básicos educativos, sanitarios, de transporte y comunicación, abandono y olvido político, pérdida de derechos, falta de inversiones…) se levantaban con rabia las voces de la resistencia rural frente a las ruinas demográficas y la demolición social,  o la lucha por la defensa de la dignidad y de la igualdad en las condiciones de vida de miles de pueblos y aldeas del interior maltratado y despoblado.

Son tantos los vacíos dejados y los desgarros sociales y culturales que somos incapaces de encontrar respuestas.

En los últimos años asistimos a distintas miradas sobre el mundo rural y con ellas, afortunadamente, se ha logrado actualizar el debate sobre su futuro. Los discursos sobre la ruralidad nos muestran perspectivas diferentes y complementarias: la cara conservacionista relacionada con los paisajes naturales, la dimensión emprendedora e innovadora preocupada por nuevas alternativas como el turismo, o la matriz endógena y agroganadera vinculada al aprovechamiento histórico de los recursos renovables.  Algunas formas de acercamiento están llenas de afectos y de compromisos solidarios, otras cargadas de cifras y porcentajes, algunas plenas de imágenes, y no faltan las aproximaciones con afanes regeneracionistas. Entrar en las interpretaciones más o menos acertadas, más o menos pegadas a las realidades geográficas, nos permite ahondar, en cualquier caso, en la complejidad y diversidad de las situaciones. Muchas de las miradas son externas al propio medio, realizadas desde la ciudad y desde compromisos más bien coyunturales, efímeros o mediáticos, alejadas de los problemas cotidianos que se viven en nuestros pueblos y aldeas.  Parece que existe una mala conciencia personal y colectiva por los pecados mortales cometidos en las pasadas décadas de emigración y despoblación, de desarraigo brutal, de desprecio, de maltrato y de incuria con el patrimonio rural, con sus paisajes culturales y sobre todo con sus habitantes.

La dimensión territorial del fenómeno nos preocupa particularmente. Aunque la identidad rural de la Península Ibérica alcanza al 80 % de su territorio, aproximadamente, la población activa en el sector primario no suma ya el 5 %, lo que ha supuesto un cambio radical en el control de los usos del suelo y en las formas de los aprovechamientos agroganaderos. Y es aquí, en estos territorios vacíos, donde encontramos los paisajes naturales y culturales más representativos y amables, a pesar de los estragos y tropelías cometidas. También, no sería necesario recordarlo, los recursos estratégicos y bienes comunes en los que descansan nuestra supervivencia colectiva, nuestra soberanía alimentaria y nuestro futuro común.

 

MDD: ¿Dónde sitúas el punto cero, si es que existe algo así, de este fenómeno? ¿Cuáles fueron los elementos que determinaron la fractura de lo urbano y lo rural, cómo se construyó/fomentó, en el ideario colectivo, la narrativa según la cual la dimensión urbana es sinónimo de progreso, de moderno, etc., en contraposición a un mundo rural caricaturizado como retrógrado, anclado en el pasado y fuertemente conservador?

EO: Creo que es importante  reconocer que la dicotomía rural-urbano no deja de ser un constructo social difícil de aterrizar en el territorio: ¿cómo se define lo rural/urbano? ¿por el tamaño de la población que habita el núcleo poblado? ¿por la superficie que ocupa? ¿por la estructura de su sistema económico? ¿o la de su demografía? ¿por su contexto geográfico? ¿por la idiosincrasia mayoritaria de la población? ¿por su sentimiento de pertenencia? Todas las posibles respuestas entrañan dificultades, sobre todas hay debate. Por ello hay quienes en determinado contexto, preferimos hablar de un  continuum  rural-urbano,  un  gradiente. Sin embargo, creo que a lo largo de la historia sí ha habido una tensión entre esos dos polos culturales, geopolíticos y económicos, y no creo que haya un “punto cero”.

Dicho esto, creo que sí hay claros puntos de inflexión en el proceso de profundización de la brecha cultural entre “lo rural” y “lo urbano” en España. En mi opinión los cambios que más han ahondado en esta brecha en España durante el pasado siglo, han sido las políticas territoriales del franquismo, de cuya mano llegó la implantación de la Revolución Verde desde los años cincuenta, y la entrada de España en la UE y la Política Agrícola Común (PAC) desde mediados  de  los  ochenta.  En el primer caso, no se trata de un cambio territorial ni temporalmente homogéneo ni drástico, sino de una serie de diferentes políticas territoriales. Estas se orientaron, por un lado, a la industrialización de la economía española, mayoritariamente concentrada en las ciudades. Por otro lado, la planificación territorial tenía como objetivo el suministro de los recursos naturales requeridos por esa industria  (como la plantación de pinares para la producción de carbón, o la minería) y para una población crecientemente concentrada en las ciudades (como la obra hidráulica para el abastecimiento de agua y energía).

Estas políticas conllevaron importantes migraciones internas en forma de fuerza de trabajo para las plantaciones forestales, la minería y construcción de infraestructuras como los embalses, pero también para las fábricas y el desarrollo urbanístico necesario para acoger a la creciente población obrera.

Asimismo, a través de los Servicios de Extensión Agraria, se implantaron prácticas agronómicas y nuevas tecnologías agrarias (fundamentalmente fertilizantes, biocidas y maquinaria pesada)  importadas  de  la Revolución Verde. Una agricultura más mecanizada requería concentración parcelaria y menos mano de obra. El progreso era la industrialización, la mecanización, vivir en un piso con baño y, más tarde, con agua corriente, televisor, teléfono… servicios que no llegaron al mundo rural hasta años más tarde.

En 1986 España entra en la Comunidad Europea (más tarde UE), cuya política agrícola es uno de los pilares fundamentales, tanto interna como externamente. La PAC ya había sufrido varias reformas y en los años noventa se caracterizó, entre otras cosas, por el impulso de la diversificación de la economía rural para desincentivar la producción agraria y aliviar las tensiones políticas por el comercio internacional: algunos terrenos prácticamente se abandonaron y el resto se intensificó aún más para reducir costes y poder competir en el mercado globalizado. El resultado fue aún más despoblamiento y terciarización de la economía rural. Las siguientes reformas de la PAC, junto a otras políticas europeas, han ahondado en la brecha cultural campo-ciudad al impulsar un modelo de ruralidad al servicio de una ciudadanía deseosa de disfrute del “campo” y la “naturaleza”, subsidiando la hostelería y la patrimonialización de la cultura y los ecosistemas.

 

LC: La diferencia rural-urbana es eterna, pero no por ello idéntica. Ha girado a lo largo de la historia y cambiado de sentido en cada lugar. Por ejemplo, ciudades como La Habana se construyeron sobre terrenos insalubres, plagados de mosquitos y enfermedades endémicas. Ha habido momentos en la historia en que la mortalidad urbana era enorme y las condiciones de vida citadina poco atractivas. La Edad Media, o la era de la Industrialización han supuesto momentos negros para la vida urbana. En 1539 Antonio de Guevara publicaba Menosprecio de corte y alabanza de aldea, un referente con cinco siglos del moderno idilio rural.

La diferencia rural-urbana es una construcción social, de la misma forma que el género es también una construcción social.

Haber nacido hombre o mujer no nos predispone a ciertos comportamientos como, por ejemplo, llevar el pelo largo o corto, falda o pantalón. De la misma forma haber nacido o vivir en el campo o en la ciudad no nos  predispone  a  ser  ni  más  listos,  ni menos inteligentes, ni más creativos, ni más sensibles o más afables ni cerrados. El carácter rural o urbano son atribuciones de sentido social, como lo es ser masculino o femenino. Sentidos que en el caso de la distinción rural-urbana cambian con el tiempo.

Es cierto que en el caso del género la diferencia se utiliza como mecanismo de dominación y también en ciertos momentos la diferencia rural urbana se ha utilizado con el mismo propósito. Sin embargo, el giro cultural, propio de la crisis de la modernidad y que proporciona la explosión postmoderna de identidades viene diluyendo algunas categorías –por ejemplo, emergen identidades sexuales híbridas– y resignificando otras como es, en el contexto de alta movilidad, el caso de las ideas de campo y ciudad. Del garrulo que expresaba el cine del landismo y que habitualmente protagonizaba el paleto aragonés, ahora nos encontramos con prototipos antagónicos como el Sr. Cayo de Delibes habitante de un territorio esencial y prístino con identidad propia.

Pero hoy la diferencia rural urbana se ha convertido sobre todo en una diferenciación de consumo. Pensemos, por ejemplo, en el turismo rural, que se soporta y reproduce el imaginario de una vida perdida, o en la proliferación de denominaciones de origen que incorporan identidades territoriales a productos que así adquieren valor frente a producciones indiferenciadas. El idilio rural resignifica la vida de muchas regiones. Buen ejemplo es la Toscana como epítome de la vida tranquila y saludable, aunque como nos recuerda Saviano en Gomorra, concentre talleres clandestinos dedicados al textil con mano de obra inmigrante esclavizada. Frente a la realidad triunfa la representación y así el largometraje Un verano en la Toscana ha servido de instrumento de difusión de la “ciudad lenta” y de la dieta de proximidad-gourmet. La experiencia rural se reproduce en distintos productos artesanos y también en la propia atracción de residencia en entornos exclusivos, solo basta mirar los anuncios de las inmobiliarias. Rural y urbano han variado desde la diferencia en la carrera por el desarrollo hasta convertirse en distinciones de consumo.

 

VH: El punto cero se sitúa en las revoluciones industriales, ese momento en que las fábricas necesitan mano de obra y, por una parte, la gente que vivía miserablemente en el campo se ve obligada a emigrar en busca de oportunidades, pero por otra, tiene también que marcharse del campo la gente que progresivamente se iba quedando sin trabajo debido a la mecanización del campo que cada vez necesitaba menos mano de obra.

Desde entonces no cesó la emigración del campo a las ciudades e incluso a otros países.

Momento clave, no obstante, fue el del desarrollismo franquista, cuyo objetivo de industrializar  determinados  polos  aceleró, de manera definitiva, el éxodo rural; de hecho, si analizamos los padrones de los municipios rurales entre los años sesenta y ochenta encontramos un descenso de población que en muchos casos supone más de la mitad del censo.

Sin embargo, no deja de ser curioso que mientras esto sucedía, el franquismo se trabajaba la imagen de la España rural como el frasco de las esencias de la España más pura. Aunque bien podía ser esta la manera de intentar tapar el evidente maltrato del franquismo al medio rural; no en balde, aun hoy en día, si una se da una vuelta por los pueblos (y por las ciudades) podríamos decir que no le salió mal.

Y es que el franquismo no solo expulsó a la gente de los pueblos para que fueran la mano de obra barata de las industrias en las ciudades, si no que expulsó a la gente de los pueblos para construir esos pantanos que muchos aún creen elementos imprescindibles para el desarrollo de este país (la mayoría de las personas cuando hablan de este país, habla del superpoblado, el otro no existe), y también podría resultar interesante analizar la ubicación geográfica de, por ejemplo, las centrales nucleares en España.

No obstante, la asociación de lo urbano al progreso y lo moderno en contraposición con lo rural hunde sus raíces en tiempos más lejanos. Los centros de influencia, las élites, siempre se han reunido en las ciudades y si algún aspecto positivo tenía el campo era, precisamente, la retirada espiritual y el descanso. Sin embargo, han pasado ya unos cuantos siglos desde que Fray Luis de León escribió su Oda a la vida retirada, actualmente tenemos capacidad para garantizar derechos, infraestructura y desarrollo a cualquier territorio, tenemos posibilidad de que los pequeños municipios puedan tener capacidad sobrada para garantizar el acceso al conocimiento, al saber, a la cultura, al trabajo intelectual, incluso al poder… Pero a nivel estatal se sigue fomentando culturalmente esa asociación. Los medios de comunicación siguen alimentando esa imagen. Las élites culturales, salvo honrosas excepciones, se han dedicado a describir el medio rural como un lugar oscuro, turbio, siniestro… ¡Pero claro! ¡Escribían del medio rural los de fuera del medio rural, y eran los de fuera del medio rural quienes lo consumían!

Se sigue dando por hecho y no se cuestiona la preeminencia de las ciudades sobre los pueblos. E incluso, a día de hoy, en pleno siglo XXI, la gente de los pueblos asume como natural ese ser habitante de segunda.

 

SdM:  Esa  dicotomía es consustancial a toda civilización y sus orígenes se pueden rastrear hasta en la Biblia, donde las ciudades se representan como focos de pecado y corrupción, frente a una sociedad de pastores y agricultores que nunca se aleja de Dios. Es una dialéctica arraigadísima en todas las culturas que en Europa se empezó a radicalizar a partir del siglo XIII, cuando florecen los burgos. Siempre se expresa en dos direcciones: de la ciudad al campo y del campo a la ciudad. En la primera, los campesinos son los elementos atrasados y reaccionarios, un lastre que hay que combatir o soltar. En la segunda, la ciudad representa el delirio y la corrupción, la desnaturalización del ser humano, la expresión de su lado más depredador. Tras la revolución industrial, el relato del desprecio al campesino aplasta al contrario, y todo lo que tiene que ver con el campo se mancha de un desprestigio social enorme que facilita y a veces fomenta el éxodo a las ciudades: muchas veces, son los propios campesinos quienes reniegan de sus rasgos culturales y de su herencia, avergonzados de su forma de hablar y de comportarse. La cultura urbana internacional, cada vez más plana, cada vez más homogénea, se impone como único relato admisible en las sociedades democráticas porque las democracias parlamentarias inventan sus liturgias precisamente en un momento en el que las ciudades se están haciendo con el imaginario hegemónico de los países.

 

LL: Creo que el punto cero podría situarse en la industrialización (finales del XIX, principios del XX). Sin duda este momento fue un punto clave principalmente en dos aspectos: por un lado porque cambió el sistema de trabajo tal y como estaba entendido hasta entonces y supuso que muchas familias decidieran abandonar el medio rural para trabajar en la industria en núcleos urbanos de tamaño grande y mediano, y por otro porque la industrialización llevó al desarrollo de máquinas que luego sustituyeron el trabajo humano en el campo y que llevaron a que no se necesitara tanta mano de obra en las actividades agrarias.

Creo  que  también  la  industrialización fue un elemento clave en esa fractura urbano-rural, ya que es a partir de ese momento cuando más se van separando ambos “mundos” y se empieza a ver a la gente que se queda en el medio rural como a quienes no han podido irse a trabajar a la ciudad o a municipios de mayor tamaño.

 

VC: Más que un punto de partida específico para la explicación del desguace rural al que hemos llegado, tendríamos que reconstruir los procesos que nos ha llevado desde la autarquía ruralista franquista a la situación actual. Quizás tengamos un símbolo que marca para muchos lugares el punto cero; la llegada del primer tractor a muchas comarcas a mediados de los años cincuenta del siglo pasado, y sobre todo,  en los años sesenta, supuso un cambio sustancial en las relaciones de trabajo con la tierra y la liberalización de miles de jornaleros de las miserias del latifundio y de pequeños campesinos de las pobrezas del minifundio. Comenzaba el discurso del progreso y de la modernización bajo los parámetros de los Planes de Desarrollo y la polarización del crecimiento urbano. Literariamente quedan bien reflejadas las circunstancias y los imaginarios colectivos en las obras de Miguel Delibes, pues nos dejó narraciones memorables de aquellos mundos abocados al éxodo rural, tanto  del minifundio austero y de subsistencia (Viejas historias de Castilla la Vieja, 1960; Las ratas, 1962…) como del latifundio ingrato,  caciquil y paternalista (Los santos inocentes, 1981); en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, publicado con el título Un mundo que agoniza (1975), nos resume con sabiduría los problemas derivados de la modernización y del éxodo sin alternativas razonables para el mundo rural; luego, en el El disputado voto del  Sr. Cayo  (1978), en plena transición democrática, nos enfrenta con humor doloroso e ironía a la despiadada despoblación y envejecimiento de nuestra vida rural.

Todos los datos (los siete millones de emigrantes del éxodo rural, el crecimiento natural negativo, los estrangulamientos en las cohortes de edad,…), nos llevan  a una reflexión triste y lamentable sobre las circunstancias vividas: los procesos de concentración demográfica, económica y del poder político en algunas capitales es escandaloso y humillante para el mundo campesino, agrario y pastoril.

La polarización centrípeta y succionadora sobre las gentes y recursos próximos y lejanos supone una tragedia demográfica y social colectiva para los territorios de montaña o más desvalidos y del interior.

 

MDD: Por primera vez en la historia, la ciudad y, más aún, su modelo, domina y se impone sobre la organización social y espacial de nuestra especie: es donde, en ese sentido, se concentra el poder, la riqueza, se toman las decisiones y donde se concentra preferentemente la población. Las estadísticas apuntan a que esta tendencia se consolida. Lo urbano parece predominante, parece que vive de espaldas a un mundo rural cada vez más alejado. A lo rural se lo caricaturiza, se lo desprecia o, al contrario, se lo considera desde un punto de vista romántico, idealizándolo. En cualquiera de los casos, nos olvidamos que el modelo ciudad está en una fase completamente disfuncional a nivel físico, que es un modelo metabólicamente inviable, tal y como están diseñadas ahora las ciudades (estructuras muy complejas, con una fuerte dependencia energética, muy terciarizadas, etc).

Nos olvidamos de que el modelo ciudad depende del metabolismo rural para alimentar su población, al igual que, por ejemplo, se ignora que la economía depende completamente de la naturaleza para poder funcionar. Hay muchos argumentos para pensar que este crecimiento exponencial de energía y recursos que ha acompañado y acompaña a la urbanidad moderna colapsará en las próximas décadas. ¿La disyuntiva está entre salvar el espacio urbano moderno de la degeneración capitalista o “volver todos al campo”, y con qué consecuencias? ¿Cabe alguna posibilidad diferente a las de éxodo o rescate? ¿Cuál será el actor social que, desde tu perspectiva, puede jugar un rol fundamental en ese sentido?

EO: Como decía, desde la ciudad se conceptualiza y trata a lo rural como “alteridad” al servicio de las necesidades –alimentarias, culturales, de salud y ocio– de la ciudadanía, un paisaje bucólico de postal, donde relajarse, respirar aire limpio y contemplar la naturaleza, pero solo en vacaciones. Sin embargo, a la vez, las ciudades son cada vez más disfuncionales ecológica y socialmente, por lo que, entre la creciente insalubridad y el ascenso continuo del precio de la vida, cada vez más personas buscan una vía de salida. Así, las zonas periurbanas o pseudorurales de muchas ciudades europeas y españolas se están colmatando de un nuevo tipo de habitantes que trabaja en la ciudad, que es donde hay empleo más estable y mejor remunerado, pero que se desplaza diariamente para ir a dormir “al pueblo”, donde el fin de semana disfruta de deportes y actividades “de campo”. Cada vez más gente joven no quiere criar a sus hijas en el asfalto, entre coches, y vuelve “al rural”. Pero, ¿qué rural? De nuevo, ¿dónde ponemos la frontera? ¿Cómo se dibuja ese ecotono, ese continuum socio-ecológico rural-urbano?

Además, estos movimientos en zonas cercanas a ciudades como Madrid, Barcelona o Sevilla, no tienen nada que ver con una regresión de la tendencia de vaciamiento de la España rural de la que hablamos, la de las Castillas y la Siberia ibérica. A la España vaciada que no tiene estas ciudades a la mano, no se vuelve tan fácilmente porque faltan servicios sociales, infraestructuras, comunicaciones, empleo, saberes tradicionales, acceso a la tierra para emprender en el agro y en muchas ocasiones, incluso acceso a vivienda aunque el pueblo esté vacío. La vuelta al campo no es fácil para nadie: ni para los que llegan, ni para los que se quedaron. Los primeros a menudo traen expectativas y necesidades alejadas de la realidad de la vida rural, los segundos sienten amenazada su forma de forma de vida, sus valores e incluso su tierra.

Pero en el contexto actual de colapso socioecológico sistémico, de crisis ambiental y social de las ciudades, y de un mundo rural secuestrado por el capitalismo agrario y la espectacularización, solo queda el reequilibrio territorial. Frente al cambio global y la imperiosa necesidad de decrecer en nuestro consumo de recursos y ritmo de vida, en España la revitalización del mundo rural es imprescindible. Pero un mundo rural de nuevo vivo no se conseguirá solo con las hijas y nietas de los pueblos. Aunque todas quisieran volver, que no es el caso, harán falta muchas más personas “neorurales” y cambios culturales y políticos profundos.

Hará falta innovar en las maneras de vivir y convivir, recuperar –urgentemente– saberes locales/tradicionales agroalimentarios y de gestión del territorio, respetar los ritmos de adaptación de cada cual y mucha generosidad.

Será imprescindible debatir y quizás replantear muchas cosas como el papel de las (nuevas) tecnologías y la soberanía sobre ellas, el reparto de la tierra y la gestión de territorio para garantizar el funcionamiento adecuado de los ecosistemas que sustentan la nuestra y todas las vidas (incluyendo los problemáticos depredadores). Es urgente redescubrir y reivindicar lo común y redimensionar la economía a escala humana poniendo la vida en el centro.

Para ello, si tengo que elegir una sola pieza clave del puzzle, no lo dudaría: las mujeres. Ellas están siendo en muchos casos motores de cambio e innovación en el mundo rural, ejemplo de apertura de miras y preocupación de cara al futuro, puente entre diferentes generaciones y pobladores, entre nuevas tecnologías y saberes ancestrales. Ellas se fueron de los pueblos en mayor proporción que sus coetáneos, pero también mantuvieron el contacto y legaron la memoria de los pueblos. Ellas, aún sin relación previa con el pueblo, se están instalando y reorganizando su vida allí. Ellas no se han rendido.

 

LC: El cambio y las transformaciones sociales no son lineales. No hay un origen. De forma más alegórica podríamos pensar en ciclos. Es cierto que si miramos alrededor podemos pensar que si todo sigue igual “Megalópolis” fagocitará cualquier otra forma de vida, y que la vida megalopolitana nos convertirá en ciudadanos alienados como hemos leído en el 1984 orwelliano o visto en Metrópolis de Fritz Lang. Pero también, mientras pensamos así, podemos ver síntomas de cambio y de transformación. Bilbao, Gijón o Vigo llegaron a ser lugares grises, dominados por un modelo taylorista de vida y por una calidad ambiental dudosa.

Hoy son entornos irreconocibles, la calidad de vida ha mejorado, son lugares inesperadamente amables para la vida. Benidorm, que tiene una concentración de rascacielos por metro cuadrado que iguala a Manhattan, fundamenta, como decía Mario Gaviria, un modelo de residencialidad sostenible. Si nos situamos en el contexto real de una población totalmente envejecida, Benidorm, frente a la dispersión turística privada del litoral, representa una ciudad de recreo muy accesible. El ascensor es el medio de transporte que hace que muchos ancianos, que no podrían conducir, ni pagar sistemas de transporte privado, puedan hacer una vida instantánea, sin distancias en un centro cosmopolita al lado del mar. Pero también las ciudades monstruosas como Portland, en Oregón, vienen cambiando e inaugurando nuevas formas de ciudad-jardín, con experiencias destacables de agroecología comunitaria. Sobre el vacío que deja una industria en declive florecen huertos urbanos y espacios para la utopía. Sí, es cierto, las metrópolis de México o Brasil, Manila o Douala son lugares contaminados, caóticos, peligrosos, donde la vida resulta compleja. Pero estas ciudades como muchas megalópolis son refugio para sus habitantes, se nutren de población que huye de lugares en los que el respeto a los derechos humanos es débil y las formas de vida económica pueden llegar a ser cuasiesclavistas. La ciudad sigue siendo también espacio de libertad. El lema “El aire de la ciudad os hará libres”, pertenece al fuero alemán medieval y sancionaba el hecho de que los campesinos una vez en el burgo se liberaban de la servidumbre feudal.

Hoy, en ciertos lugares del planeta la ciudad sigue permitiendo escapar de zonas de conflicto, de grupos armados, de organizaciones mafiosas… El problema real, como siempre, son las desigualdades sociales, a veces ni siquiera se puede volver al campo.

 

VH: No sé si la solución acabará siendo que volvamos todos al pueblo, pero probablemente sí tengamos que hacerlo unos cuantos: las ciudades no son capaces de soportar tanta gente; el territorio, sin embargo, necesita gente que lo soporte.

Habría que plantearse, llegado el caso de que todos tuviéramos que volver al pueblo, si tendríamos que hacerlo a todos los pueblos. Porque no podemos perder de vista que muchos de ellos crecieron también a la sombra de otras industrias que se desarrollaron con anterioridad; por ejemplo, ¿podemos garantizar y tendría sentido que aquellos municipios muy poblados hace años debido a la industria minera volvieran a estarlo?

No podemos pensar en la ciudad y los pueblos como cosas independientes, sino como elementos de organización territorial y administrativa que deben estar en equilibrio para garantizar la buena vida de las personas que habiten el territorio global.

La degeneración capitalista que mata al espacio urbano es la misma que vacía nuestros pueblos, por lo que no es difícil concluir que este es el núcleo irradiador del mal e ir a la raíz de este problema es, inevitablemente, abordar de manera radical la desaparición del capitalismo.

Sin duda, esta cuestión se revela como un ejercicio harto complicado porque de lo que estamos hablando, en esencia, es de que debemos asumir que nuestro modelo actual de vida no es posible y, es más que probable, que este cambio radical de relacionarnos con nuestro entorno nos conduzca a más que serias tensiones sociales.

Siempre he creído que aquellas personas que están ya volviendo a vivir al pueblo tendrán un papel más que relevante en ese proceso de equilibrio entre los territorios, puesto que pueden servir de nexo conector entre dos realidades; no en balde, es probable que su ejemplo pueda ser la luz que guíe a quienes poco a poco vayan apostando por otra forma de vivir. Pero más allá de esto, creo que si se les permitiera, las administraciones locales podrían liderar un proceso de reestructuración del Estado en primera persona que sería fundamental, y, también, las organizaciones ecologistas o con valores ecologistas, que han demostrado en los últimos años que son, probablemente, las más conscientes de que vivimos un problema cuyas consecuencias no son solo demográficas, sino que son fundamentales para la supervivencia de nuestra especie y el planeta.

 

SdM: No tengo tan claro que el colapso sea tan evidente como lo pintan algunos. Pese a su caos, se ha demostrado que las ciudades son organismos complejos que se adaptan muy bien a los cambios. La tendencia que aprecio es la de la construcción de nuevas fortalezas, una reedición de las urbes amuralladas medievales. En Occidente, un mercado inmobiliario desregulado y sometido al poder inmenso de los flujos financieros está expulsando a los habitantes del centro de las ciudades,  mediante  el  encarecimiento  del precio de la vivienda. El centro de París y de Londres es inasequible para la mayoría de la población, y pronto lo será también el de Madrid y Barcelona.

En los centros, despojados de vecinos y de la red comercial tradicional –sustituida por franquicias internacionales que especulan con las propiedades inmobiliarias–, solo quedarán millonarios y las sedes de las grandes empresas a las que los trabajadores tendrán que desplazarse desde muy lejos todos los días.

Es un sistema desquiciante e insostenible, claro que lo es, pero como no deja de funcionar, no hay razón para pensar en un colapso, salvo que suceda un cataclismo ajeno a él (aunque inducido por él), como un desastre climático o el agotamiento del petróleo (circunstancia, esta última, que parece que las grandes empresas ya están preparadas para soslayar).

 

LL: Creo que efectivamente este sistema, llamémoslo, “pro-urbano” colapsará más pronto de lo que nos imaginamos, porque el cambio climático ya no tiene marcha atrás y eso se reflejará también en una fuerte disminución en la producción agraria y por lo tanto, de la disponibilidad de alimento, y además las principales fuentes de energía empleadas actualmente en nuestro país son finitas y no se están buscando alternativas.

No me cabe duda de que la solución es volver al medio rural, y vivir de la forma más autosuficiente posible.

Sin embargo, cuando se produzca la “vuelta al campo forzada” por la crisis climática y energética, no todo el mundo podrá hacerlo, y, lo más grave, es que habremos perdido muchos (casi todos) los conocimientos tradicionales ligados a la tierra.

Desde un punto de vista menos catastrofista, creo que cada vez hay más gente que  decide  voluntariamente  instalarse  en un pueblo, y, en este aspecto, los medios de comunicación y el sector educativo juegan un papel fundamental a la hora de ayudar a cambiar la percepción que la sociedad tiene sobre la gente que vive en los pueblos y favorecer así que más gente se instale en zonas rurales y que más empresas apuesten por estos territorios, instalando en ellos sus sedes o simplemente facilitando el tele-trabajo.

 

VC: Hasta hace poco tiempo, el proceso de concentración urbana en España parecía imparable, pero los síntomas y los datos reales nos señalan que son muchas las capitales de provincia que han entrado en un proceso de retroceso demográfico y de parálisis o atonía económica. También son numerosos los ejemplos de pequeñas ciudades y cabeceras de comarca que se han detenido o retrocedido en sus procesos de crecimiento y concentración demográfica y económica. Y la larga crisis que aún vivimos ha trastocado, no con la fuerza y cordura suficientes, los modelos de vida urbana y las relaciones entre el medio rural y urbano.

Sigue predominando una superioridad de la ciudad y un dumping urbano sobre el medio rural, manteniéndose algunos estereotipos históricos que se reproducen en la actualidad y que enlazan el comportamiento de sus habitantes con el atraso o el espíritu político conservador;

sin embargo, al mismo tiempo, nos encontramos con respuestas sociales y urbanas que ven en el campo, en los distintos medios rurales y en la naturaleza, las auténticas y verdaderas alternativas a las formas de vida de la ciudad. De algún modo, estamos asistiendo aún al desprecio y visión negativa, a la vez que a una exaltación de las virtudes y valores auténticos ligados al medio rural.

Ante el dumping social, económico y medioambiental de las grandes corporaciones  y agroindustrias, las respuestas deben estar protagonizadas por los municipios rurales y  por los colectivos y organizaciones agrarias más pegadas al territorio y comprometidas con las agriculturas y ganaderías familiares. Ahora bien, en las relaciones de nuestras ciudades con los medios rurales existen varios millones de personas y familias que mantienen sus lazos vitales y casas en los pueblos de origen o de residencia temporal  –población vinculada se les denomina en la nueva terminología estadística–, concentrando su presencia en los pueblos en los momentos festivos o en la estación estival. Cuando están a punto de romperse los vínculos con las segundas y terceras generaciones de estos antiguos emigrantes, es necesario reforzar las relaciones y compromisos de los oriundos con sus pueblos y con los residentes habituales y empadronados, resistiendo así con mayor fuerza los golpes de la despoblación, del abandono, o la pérdida definitiva de los bienes comunes. La población vinculada debería convertirse en un actor clave entre la ciudad y el mundo rural.

 

MDD: Fiscalidad diferenciada para los territorios despoblados (por ejemplo, reducción del IRPF), facilidad en el acceso a la vivienda, creación de un ministerio para el desarrollo rural, etc., pero también proyectos de macrogranjas e intereses de grandes fondos de inversión. Parece que existen muchas recetas, aparentemente contrapuestas, para realizar un gran cambio económico, y así intentar “salvar” estas zonas vaciadas y vacías de la España rural. ¿Es posible, desde tu punto de vista, intentar invertir este fenómeno complejo planificándolo desde el despacho de una ciudad, como muchas de las decisiones que se toman con respecto al mundo rural, al margen de su gente, su historia, sus tiempos? Y, si tuvieses la posibilidad de hacer ese cambio, ¿por dónde empezarías y cómo cambiarías la narrativa?

EO: Evidentemente, los despachos de las ciudades han demostrado una incapacidad absoluta de abordar adecuadamente los retos que enfrenta la sociedad hoy, así que no creo que debamos confiar en ellos tampoco en relación al despoblamiento rural. Además, creo que cambiar las narrativas es importante, pero no suficiente: deben cambiar los valores que subyacen a las narrativas. Y eso es lento, pero posible.

Las políticas públicas podrían ser una herramienta útil para apoyar la transición que necesitamos –y en ocasiones lo están siendo–, pero también es cierto que vivimos un momento políticamente crítico, de enorme desconfianza e incertidumbre institucional continua, en el que los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, como las redes sociales, han conquistado cada rincón y juegan un papel fundamental en la construcción de narrativas. Así que no creo que podamos confiar tampoco solo en los espacios institucionales formales.

La sociedad, con toda su diversidad, debe tomar conciencia de la urgente necesidad de cambios radicales en la manera de vivir y organizarnos, en primer lugar para volver a encajar en los límites biofísicos del planeta.

Eso pasa por cambiar significativamente el modelo mayoritario de consumo y gestión de los recursos, desde la economía ecológica y de los comunes, y transmitir a las nuevas generaciones, en casa y en la escuela, que la única manera posible de habitar la tierra, es respetando sus ritmos. En segundo lugar, es imprescindible poner la vida, su cuidado y reproducción, en el centro de nuestras relaciones, sociales y con los ecosistemas, es decir, incorporar la perspectiva (eco)feminista a la gestión social. Esto implica, entre otras cosas, transformar el sistema agroalimentario al modelo agroecológico en base a los principios de la soberanía alimentaria, reorganizando el acceso a la tierra para quien quiera producir alimentos de forma ambientalmente sostenible y socialmente justa. En tercer lugar, desmontar importantes relaciones de poder inherentes al sistema capitalista y devolver la soberanía –no solo la alimentaria, sino también la energética, la tecnológica y la política– al ámbito local. Para todo ello hacen falta consciencia, responsabilidad, muchas cabezas pensantes y buena voluntad: la participación y el diálogo social, la cogeneración de conocimiento y la integración de distintos tipos de saberes (locales, tradicionales, técnicos, científicos,…) son la base del cambio que necesitamos.

Además la dicotomía urbano-rural, como otras, se está viendo exacerbada por el odio hacia “el otro” (el “ecolojeta”, el “ganaduros”, la “feminazi”, los “catetos”, los animalistas,…) y la posverdad que campan a sus anchas por las redes sociales y los medios de comunicación de masas, engordando las sacas de votos de las “nuevas” oleadas fascistas. Contra eso, necesitamos también soberanía de la comunicación, con medios como este, que contribuyan a desmontar mitos y compartir espacios de reflexión crítica y propositiva.

 

LC: Me temo que el mundo no se puede dirigir desde un despacho. El despoblamiento es solo un síntoma de fenómenos sociales de muy largo recorrido. Más allá de las utopías solo podemos hacer frente a las distopías sobre las que caminamos a partir de políticas públicas. Políticas que tienen efectos limitados y que no son factibles en bastantes lugares del planeta. Los modelos de desarrollo son articulaciones complejas, marañas entrelazadas de intereses y grupos de actores de lugares diversos con capacidades muy desiguales. En este contexto, y asumiendo ámbitos de intervención muy concretos –léase el estado-nación– nuestra forma de equilibrar el territorio solo tiene dos líneas de actuación. La primera es sobre la población, la segunda sobre la comunicación.

Sobre la población deberemos pensar no tanto en traer –el extraño término repoblación que solo ha existido en boca de imperios y de dictaduras–, sino en considerar en primer lugar a la población que reside. Difícilmente encontraremos nuevos pobladores cuando los pocos que hay hoy siguen yéndose. Difícilmente vendrán niños en un contexto de fecundidad reducida –las políticas natalistas también han venido asociadas a sueños imperiales–. De hecho, estamos observando que precisamente quienes quieren tener niños se van antes de las áreas rurales. En primer lugar, debemos atender a los desequilibrios demográficos. Las áreas rurales están fuertemente masculinizadas. Este dato nos advierte de la dificultad, de la hostilidad que el medio –social– supone para ciertos grupos, sobre las formas en que los territorios embeben las desigualdades. Pero nos alerta también de la falta de atractivo y del condicionamiento que los desequilibrios suponen para el futuro.

Un territorio desigual en términos de género: ¿que proyectos de vida puede albergar?

En términos de generaciones la situación también nos remite a grandes desigualdades: muchos ancianos en un territorio con apenas niños y con un grupo que llamamos generación soporte –trabajan, cuidan mayores, tienen niños, gestionan la comunidad…–. Hemos explicado una y otra vez el mundo desde la producción económica y en ese empeño las desigualdades estuvieron reducidas a las diferencias de renta. Pero hay otras desigualdades sobre las que navegamos, las de género o las que produce la “economía de cuidados”. Estas desigualdades se amplifican en las áreas rurales. Esta constatación produce pistas importantes de cara al diseño de políticas y programas de intervención que mejoren sustantivamente el efecto de las desigualdades en áreas rurales.

Pero hay otra segunda estrategia que suele olvidarse. En el mundo actual no somos ni rurales, ni urbanos. Somos rurales y urbanos a la vez. Las áreas rurales solo funcionan sobre su conexión con centros urbanos, y a su vez nuestro modelo urbano solo funciona por la existencia de amplios territorios rurales. Favorecer la interconexión no supone ni mucho menos la asimilación cultural, sino la hibridación. Que podamos estar entre el campo y la ciudad es la única forma de desarrollar territorios equilibrados y en los que podamos dirigir nuestras propias vidas. Antes las carreteras eran instrumento de despoblación, ahora la conexión es crucial. Buena parte de los residentes rurales trabajan en áreas rurales, muchos de los servicios rurales se prestan desde áreas urbanas, buena parte de la España vacía está a rebosar en la Virgen de Agosto. La movilidad permite tejer el territorio. Acá quedan nuevas pistas.

 

VH: Aquí hay una cuestión clave: parece que en los últimos años hemos conseguido trasladar a la opinión pública la importancia de la despoblación en nuestro país, sin embargo, no hemos conseguido que seamos los afectados quienes seamos protagonistas del trabajo que hay que hacer para revertir la situación.

Es imprescindible que se dé a la administración local capacidad de trabajar en primera persona en sus municipios. Es imprescindible que quienes mejor conocen el territorio tengan voz y también capacidad de decisión. Y es imprescindible que exista una legislación que contemple el hecho diferencial de los pueblos más pequeños, con un régimen jurídico dimensionado y una gestión administrativa que debe tener en cuenta su tamaño y peculiaridades, al igual que ocurre en el otro extremo de la dimensión territorial con la Ley de Grandes Ciudades. Necesitamos adecuar la Ley reguladora de las Bases del Régimen Local a los pequeños municipios para definir con claridad las medidas a aplicar y el marco competencial, para desarrollar las mismas y dotarlas presupuestariamente. Y ni que decir tiene derogar la Ley 27/2013, de 27 de diciembre, de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local.

En suma, simplificar administrativa, burocrática y legislativamente, con el fin de facilitar el desarrollo de proyectos e iniciativas públicas o privadas que contribuyan a la reactivación del medio rural para que los ayuntamientos podamos enfrentar este problema de cara y no depender de macro administraciones que no son conocedores de nuestra realidad.

Todo esto, claro, presuponiendo que exista un interés real en revertir el proceso de despoblación.

 

SdM: Claro que no. De hecho, las soluciones generales no funcionan nunca porque cada comunidad, pese a que sufre un fenómeno global, tiene una historia y un problema local. Solo mediante la atención a cada comunidad, con planes concretos a largo plazo y posibilidades realistas de inversión pública y privada, pueden dar esperanza a muchas comarcas a punto de extinguirse.

 

LL: No, creo que es imposible cambiar esta situación desde los despachos y sin pisar el terreno, y también considero que es un problema intentar buscar soluciones globales para todos los territorios, cuando cada lugar tiene unas características diferentes. La solución está en la gente de los territorios, en darles facilidades. Creo que es muy importante y necesario que se den beneficios fiscales, por ejemplo en municipios de menos de 500 habitantes, y también ayudas a familias con hijos en edad escolar que apuesten por vivir en estos territorios, que son ayudas que deberían incentivarse a nivel estatal/autonómico, pero las iniciativas que fijan población, al final, se desarrollan desde los municipios por las personas que habitan en ellos. Creo que habría que empezar por replicar iniciativas como los que se han recogido en la base de datos del proyecto de investigación europeo SIMRA (Innovación Social en Áreas Rurales Marginales). Hay muchas iniciativas que se pueden desarrollar: agrarias, forestales, educativas… que no solo fijan población, sino que también atraen a nuevos pobladores.

Creo que para cambiar la narrativa, hay que comenzar dando voz a la gente de los territorios, visibilizando sus trabajos, y potenciando la creación de redes y alianzas en el medio rural.

Y sobre todo, consultarles y tener en cuenta sus opiniones.

 

VC: Durante las pasadas décadas, también a lo largo de todo el período democrático, el discurso urbano y de la modernización ha sido tan dominante en la toma de decisiones que ahora resulta muy difícil abordar con inteligencia colectiva el futuro del mundo rural. Además, algunas de las políticas tecnocráticas y económicas de la UE y de la PAC han contribuido a liquidar las agriculturas familiares mejor adaptadas a las condiciones ecológicas de la península Ibérica, y con ello se ha perdido la capacidad de lucha realmente sostenible sobre las mudanzas ambientales y climáticas.

Necesitamos repensar con coraje el territorio y las relaciones con el medio rural. Durante décadas, al olvido del mundo rural se ha sumado con frecuencia el desprecio, coreando procesos de modernización por unos poderes y por otros, que finalmente han rebasado todos los límites y han arrasado completamente con la memoria colectiva y de los lugares, con los valores concejiles de solidaridad, o con el patrimonio cultural y con los bienes comunes.

Junto al olvido, también, el silencio más vergonzoso sobre mujeres y hombres que trabajan amorosamente la tierra y nos proporcionan alimentos de calidad o labran paisajes humanos bien integrados en la naturaleza.

Y ahora, nos enfrentamos de nuevo a una fragmentación dolorosa, bajo signos e incertidumbres de desigualdad y destrucción llenos de desasosiego (estructuras demográficas completamente rotas, sustitución generacional imposible, soberanías alimentarias asoladas, agriculturas y ganaderías históricas derruidas, derechos humanos y servicios básicos destrozados o recortados, calidad democrática deteriorada, amenazas medioambientales y de cambio climático por doquier…). Los desgarrones y heridas son tantas, que las resistencias heroicas frente al capitalismo agrarista, financiero y tecnológico más especulativo, que se ha adueñado de nuestros recursos naturales, bien merecen una narrativa positiva y nuestro reconocimiento.

Desde la perspectiva de la planificación, ordenación del territorio o de las políticas públicas, las decisiones han sido muy contradictorias, y aunque los discursos tecnocráticos están llenos de palabras retóricas como la sostenibilidad y la resiliencia, no han sabido integrar con verdadera conciencia y compromiso cívico al mundo rural, a sus gentes, a sus paisajes y a su patrimonio natural y cultural en la conciencia urbana. Precisamente cuando más protección administrativa se ha ejercido sobre nuestros paisajes naturales y culturales, ya sin campesinos y ganaderos muchos de ellos.

Mientras la Ley de Agricultura de Montaña (1982) intentaba detener los males derivados del abandono y despoblación, o la Ley 45/2007 para el Desarrollo Sostenible del Medio Rural, bien concebida y debatida, pero nunca aplicada, buscaba paliar las consecuencias de la política agraria comunitaria y de los desequilibrios internos del país con un enfoque muy territorial, comarcal e integral, la Ley del Suelo de 1998, abría el camino a la especulación urbana más nefasta con la idea y posibilidad de convertir el territorio en un gran bazar inmobiliario, y más tarde, la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local (LRSAL) o Ley Montoro, 2013, ponía el acento en la concentración en los núcleos urbanos de más de 20.000 habitantes de los beneficios de los servicios y de sus efectos multiplicadores, buscando con ello la desaparición de los pequeños municipios y juntas vecinales.

Los pequeños municipios se encuentran con frecuencia desvalidos ante la burocracia y los poderes centralizados en la ciudad. Varios hechos contribuyen a la subordinación rural.

Son muchos los alcaldes que no viven habitualmente en los pueblos a los que representan y los utilizan como palancas del poder, sin verdadero compromiso con los habitantes del lugar. Y ante el rechazo local de las nuevas formas capitalistas de superproducción ganadera como las macrogranjas y de sus graves impactos ambientales no encuentran el apoyo equitativo, ni la sensibilidad necesaria, por parte de las administraciones   provinciales y regionales.

Algo se está removiendo, no obstante, tras la movilización de un gran número de municipios frente a la Ley Montoro (“Este pueblo no se vende”), y tras la “revuelta” rural de 2019  ante la despoblación y el abandono. Asociaciones, fundaciones, sindicatos, colectivos de acción solidaria vinculadas al mundo rural ya no se callan, y con llamadas a los oriundos y residentes fuera –la población vinculada– les piden la aportación de nuevas energías y la toma de conciencia del grave problema de la despoblación y la salvación de los pueblos. Posiblemente, el relato o la narrativa sobre el mundo rural estén cambiando. ¡Ojalá!

Elisa  Otero-Rozas es  investigadora postdoctoral en  la  Cátedra de Agroecología y Sistemas Alimentarios de la Universidad de Vic; Luis Camarero es sociólogo y catedrático del Departamento de Teoría, Metodología y Cambio Social de la UNED; Virginia  Hernández es filóloga y alcaldesa San Pelayo (Valladolid), Sergio Del Molino es periodista, autor de La España vacía (Turner, 2016), Lucia López es veterinaria y experta en desarrollo rural y ganadería extensiva, autora del blog mallata.com; Valentín  Cabero es catedrático de Geografía de la USAL ( jubilado) y miembro del Centro de Estudios Ibéricos (Guarda, Portugal).

Monica Di Donato es miembro  de FUHEM Ecosocial