Alternativas a la funesta manía de erigir muros

Las migraciones se han convertido no solo en un factor estructural de primer orden en un mundo cada vez más interconectado e interdependiente, sino en un complejo y permanente reto que requiere res­puestas políticas que las sociedades contemporáneas no siempre están en condiciones de proporcionar.

La formulación de planteamientos alter­rnativos a los marcados por la obsesión securitaria dominante no es, sin embargo, un capricho al que los Estados puedan renunciar alegre­mente, sino una necesidad perentoria.

El texto de Juan Carlos Velasco Arroyo, «Alternativas a la funesta manía de erigir muros» pertenece a la sección ENSAYO del número 153 de Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, págs. 101-112.

Marco de referencia: una globalización fronterizada

En su hornada más reciente, la globalización ha significado la emergen­cia de un marco compartido de movilidad a nivel planetario que modifica al menos en un triple sentido las condiciones materiales en las que los individuos abordan la aventura migratoria: en primer lugar, y dado el acusado sesgo neoliberal emprendido, atento a los intereses del capi­talismo financiero global, el proceso globalizador ha generado un con­siderable ensanchamiento de la brecha de rentas y salarios entre los diferentes países;1 en segundo lugar, en un mundo intensamente inte­rrelacionado, las imágenes que reproducen las redes y que reflejan la forma de vida de los países más prósperos llegan a los pueblos más re­motos y pobres del planeta haciendo aún más evidentes las disparida­des de ingresos y oportunidades;2 y, por último, la mejora y el abaratamiento de los medios de transporte han pulverizado las distancias, facilitando así sensiblemente la movilidad internacional.3 No es difícil colegir que cuanto más reducido se vuelve el mundo en el aspecto comunicativo y mayor es el contraste entre el nivel de bienestar y el de supervivencia, más probable es que los habitantes de los países más desfavorecidos valoren la opción de migrar como posibilidad real a tener en cuenta.

Migrar ha sido desde siempre una forma de responder y adaptarse a las cambian­tes condiciones del medio ambiente y a los desafíos generados en el interior de los espacios sociales. Y esto sucede también en nuestros días. Para los innume­rables perjudicados por la globalización, la migra­ción se presenta como una vía rápida de acceso a sus posibles beneficios. Son cada vez más quienes se ven expulsados de sus lugares de origen y se ven impelidos a arriesgar sus vidas a través de pe­ligrosos desplazamientos. Esto es lo que les su­cede a quienes habitan en lugares que en las últimas décadas se han desertificado, se han vuelto superficies inundables, o bien, a quienes moran en tierras asoladas por la violencia;4 pero, también a quienes viven en países relativamente prósperos y ven que los trabajos para toda la vida se extinguen (a causa de la desindustrialización, de la robotización o de las deslocalizaciones), las prestaciones sociales menguan o las pensiones pare­cen estar en peligro.

Las fronteras se tornan en dispositivos de reproducción de las desigualdades globales que limitan las oportunidades vitales de los individuos

La creciente integración mundial de las distintas economías nacionales no ha ve­nido acompañada, sin embargo, de una integración social y económica efectiva de los habitantes del planeta. El resultado es una situación paradójica que puede ser caracterizada como globalización fronterizada, cuando no amurallada. Las fronteras se tornan en dispositivos de reproducción de las desigualdades globales que limitan las oportunidades vitales de los individuos.5

Los muros como improbable panacea

El principio de la inviolabilidad de las fronteras es un presupuesto en el que se apo­yan las teorías políticas hegemónicas y en su nombre los Estados quedan inmuni­zados ante cualquier crítica a los medios que puedan emplear para contener los flujos migratorios y poner remedio a los temores de la sociedad, medios como, por ejemplo, el cierre de fronteras, el internamiento de inmigrantes indocumentados o la erección de barreras. De los discursos se ha pasado a los hechos y no son pocos los Estados receptores de inmigración que han construido aparatosos muros y han tendido vallas a lo largo de miles de kilómetros de fronteras (más de 18.000, según diversas estimaciones). La materialidad de esos muros fronterizos se impone, sin embargo, con tal fuerza que algunas de las controversias políticas contemporáneas más encendidas pivotan sobre su reaparición y su posible justificación.

En el transcurso de las últimas décadas del siglo XX, muchas fronteras dejaron de ser evanescentes rastros sobre el territorio. Un considerable número de Esta­dos decidieron fortificar esas sutiles marcas con muros intimidantes. Esa tendencia se ha consolidado en las primeras décadas del siglo XXI y los muros se han con­vertido en uno de los emblemas más reconocibles de la época. Son muchas las fronteras terrestres que han adquirido forma material mediante la instalación de ciertos elementos de contención, que pueden variar desde una simple alambrada hasta una auténtica muralla: «Concertinas, detectores de movimientos, vallas elec­trificadas y bloques de hormigón asoman por el horizonte y se extienden por el paisaje a lo largo de cientos de kilómetros».6

En estos casos, las fronteras han sido readaptadas con el objetivo de dotarlas de operatividad desde el objetivo de la seguridad: reforzadas arquitectónicamente mediante muros, vallas y fosos que impiden o dificultan su traspaso; tecnológica­mente, a través de sofisticados sistemas de control y vigilancia, que pueden incluir vuelos de observación y drones de última generación equipados con cámaras; e incluso militarmente, mediante cuerpos policiales equipados a veces con arma­mento bélico. En la práctica, con la construcción de diversos tipos de impedimen­tos físicos se entrecruzan distintas estrategias que, ante la afluencia de personas, tratan de impermeabilizar, retardar y/o contener.7

Lo peculiar de estos nuevos dispositivos de contención es el propósito con el que se han erigido: impedir el tránsito de personas desarmadas

Más allá de constituir un modo ostensible de reafirmar la frontera sobre el terreno, lo peculiar de estos nuevos dispositivos de contención es el propósito con el que se han erigido: no para detener el avance de ejércitos enemigos, como sucedía con la Gran Muralla o el Muro de Adriano –dos por­tentosas construcciones que, aunque en su mo­mento no cumplieron las misiones que les fueron encomendadas, resisten el paso de los siglos–, sino para impedir el tránsito de personas desarmadas que tratan de huir de la pobreza, las persecuciones, las guerras o los desastres naturales. Pervive, eso sí, la necesidad de resguardar el territorio de los “bárbaros”, aunque por razones de oportunidad ahora se les asigne el rostro de “refugiados”, de “migrantes sin papeles” o incluso de “terroristas”, especialmente a partir de los atentados a las Torres Gemelas en 2001, cuando se reforzó la perversa asociación migrante-delincuente-terrorista.

Aunque pocas veces alcanzan realmente los objetivos perseguidos, los muros no impiden la travesía migratoria: la dificultan, eso sí, y la vuelven mucho más com­pleja y costosa, cobrándose una inmensa cantidad de sufrimiento, además de una infinidad de vidas. El coste en términos de derechos humanos sería, sin duda, lo primero por lo que cualquier democracia que se precie debería velar.

Cambiar de país, la nueva utopía

El estado de profundos desequilibrios del que adolece el planeta hace que la mi­gración sea un fenómeno llamado a mantenerse, cuando no a intensificarse. Ante las evidentes injusticias y los desajustes sociales a nivel global, la migración se presenta ciertamente como una tentadora posibilidad.8 Quienes optan por esta vía, emprenden la marcha tras un complejo proceso de decisión personal, no exento de dolorosos desgarros. Ello no impide, sin embargo, que a veces los desplaza­mientos se produzcan de manera colectiva, como sucede, por ejemplo, con las ma­sivas caravanas de migrantes que en otoño de 2018 recorrieron Centroamérica en dirección al Norte, en una suerte de nuevo éxodo en busca de la tierra prometida.9

Sea de un modo o de otro, para muchos parias de la globalización hoy la utopía más atractiva ya no es cambiar el sistema político y económico del país en el que viven, sino cruzar las fronteras y cambiar de país.102 Tras el colapso de las utopías sociales y de las grandes narrativas de emancipación, este nuevo tipo de revolución en pequeña escala no requiere de movimientos sociales ni de grandes líderes para alcanzar su objetivo. Su motor no es otro que la situación de permanente distopía en la que se desenvuelve la vida de tanta gente. No se inspira en imágenes del fu­turo diseñadas por ideólogos, sino en imágenes proporcionadas por diversos cana­les de comunicación sobre la vida al otro lado de la frontera, así como en los innumerables mensajes que los particulares trasladan a través de las redes sociales. La gente compara sus vidas no con las que llevan sus vecinos, sino con las de los habitantes de los países más ricos del planeta o con quienes disfrutan de un eco­sistema mucho más propicio (dos situaciones que, aunque dispares, no es infre­cuente que vayan de la mano).

Con harta frecuencia, quienes persiguen esta pequeña utopía de cambiar de país se topan literalmente con las puertas cerradas y los sueños se convierten en pesadillas. Aunque la propia dinámica de la globalización supone la supresión de las fronteras estatales o al menos el desdibujamiento del papel que tradicionalmente se les atri­buía, hoy en día estas siguen siendo líneas en la superficie terrestre en donde tiene lugar la clasificación entre flujos deseables e indeseables, entre bienes y seres hu­manos, a través de dispositivos físicos o administrativos. De ahí que muchos de los que sueñan con cambiar de país se encuentren con incomprensión y rechazo. Ante ese panorama, cabe preguntarse si los Estados más prósperos y seguros están le­gitimados para restringir la libertad migratoria que le asiste a cualquier ser humano.

Un posible modelo de gobernanza multilateral de las migraciones

Durante el siglo XIX, países como Estados Unidos, Canadá, Argentina o Australia mantuvieron abiertas sus fronteras y forjaron su prosperidad gracias básicamente a la impagable contribución de inmigrantes venidos del mundo entero y, muy es­pecialmente, de Europa. Tras la Primera Guerra Mundial se puso fin a la era del laissez-faire en lo que respecta a las migraciones internacionales.11 Si hasta las primeras décadas del siglo XX abundaban los países que favorecían la inmigra­ción, en el siglo XXI, por el contrario, los migrantes se confrontan con canales mi­gratorios regulares cegados en la práctica. Ante este panorama, el pensamiento hegemónico insiste en señalar que así es como se hacen las cosas y que no hay alternativa, un reiterado mantra supuestamente realista. Hay, sin embargo, vías prácticas que se pueden y se deben explorar para avanzar hacia una mayor libertad migratoria o, dicho de modo, hacia una liberalización de las restrictivas leyes de migración vigentes en gran parte de los ma­yores países receptores. A continuación se señalarán dos posibles: una ya está esbozada por medio de acuerdos internacionales; la otra, por su parte, implica un cuestionamiento de con­vicciones arraigadas en el denominado sentido común.

Para muchos parias de la globalización, hoy la utopía ya no es cambiar el sistema político y económico, sino cruzar las fronteras y cambiar de país

Vamos con la primera. Precisamente porque hasta ahora cada Estado se ha en­frentado al desafío migratorio por su cuenta y riesgo, resulta urgente encontrar una respuesta interestatal coordinada que permita disponer de un marco global al que remitirse. La evidencia nos muestra que ningún Estado, por muy soberano que sea, es capaz de controlar y gestionar todas las variables de un fenómeno tan complejo. La necesidad de cooperación cae por su propio peso. De ahí, que, pese a las evidentes dificultades, en la esfera internacional se haya avanzado en los últimos años en algunos consensos mínimos acerca de cómo ofrecer un marco desde el que abordar de manera comprensiva el fenómeno migratorio. En este sentido, probablemente el paso más alentador sea el acuerdo multilateral rubri­cado en Marrakech en 2018 por parte de 163 países: el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular (PMM), un texto que poco después fue adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas (Resolución 73/195).12

El PMM se articula sobre dos presupuestos básicos: el primero, la primacía de los derechos humanos en la gestión de movilidad internacional; el segundo, la consi­deración de la migración como un factor clave de desarrollo. El propósito principal no es otro, como expresa el propio título del Pacto, que el de establecer canales para la inmigración legal y ordenada, más concretamente: «Aumentar la disponi­bilidad y flexibilidad de las vías de migración regular». La identificación de este propósito es todo un acierto. Es además crucial en un momento en el que los go­biernos tienden cada vez más a perseguir y criminalizar no solo la migración irre­gular, sino incluso el auxilio prestado por particulares a los migrantes en estado de necesidad –lo que implica, por ejemplo, subvertir la legislación internacional sobre el deber de auxilio en el mar–, todo ello sin ofrecer como contrapartida unos canales seguros y previsibles que permitan a la gente poder migrar. Si los países desarrollados precisan de un número cada vez mayor de mano de obra extranjera para que sus economías resulten sostenibles y paliar el envejecimiento de la po­blación, un mínimo de sentido común exigiría que la migración no fuera obstacu­lizada, sino más bien encauzada. El Pacto va sin duda a contracorriente de los vientos políticos sumamente restrictivos que, como se ha señalado antes, corren en los países más desarrollados.

Resulta urgente encontrar una respuesta interestatal coordinada que permita disponer de un marco global para las migraciones

El PMM, que tiene poco de revolucionario, representa un primer paso para un con­trato social internacional en el campo de la gestión de las migraciones.13 Además de proporcionar a los Estados un banco de ideas para sus políticas migratorias, con él se configura un marco de cooperación no vinculante jurídica­mente. El PMM consagra el principio de la sobera­nía de los Estados, que no cuestiona, pero esta rémora probablemente representa una importante ventaja en la medida en que lo convierte en un planteamiento de corte eminentemente realista. Esta virtud se ve acentuada por su explícito reconocimiento de que la gobernanza de las migraciones no está al­cance de ningún Estado por separado, así como de la inutilidad de una política migratoria dirigida exclusivamente en la contención de los flujos. Unos de los ob­jetivos explícitos del PMM es lograr amplificar los beneficios de la migración a todas las partes, tanto a los propios migrantes, como a los países emisores y re­ceptores.

Migraciones y distribución global de la riqueza

Aunque cabe poner en tela de juicio que la migración sea siempre el medio más eficaz para que los más desfavorecidos puedan beneficiarse de una redistribución efectiva de la riqueza en igualdad de oportunidades, es claro que migrar constituye uno de los pocos recursos que tienen disponibles sus protagonistas para mejorar sus condiciones de vida.14 En un escenario social cada vez más globalizado, el esfuerzo migratorio muy probablemente sea el que más réditos ofrezca a los indi­viduos en la aventura de la movilidad social, muy por encima de los procesos in­ternos de movilidad social ascendente a través de la educación, el trabajo y los cambios en el modelo redistributivo y de acceso a los bienes.

Las diferencias de renta dentro de cada país, que en muchos casos son suma­mente significativas, palidecen ante la desmesura de las diferencias de renta entre los diversos países.15 La división del mundo en Estados separados por fronteras tiene una repercusión directa en el acceso efectivo a bienes y recursos y, en defi­nitiva, en el grado de bienestar. Dicha división del planeta incide decisivamente en la distribución de las oportunidades vitales de las personas y este hecho no guarda relación alguna con los méritos que los individuos agraciados o perjudica­dos puedan acreditar. Nacer hoy, por ejemplo, danés o suizo es como tocarle a uno la lotería para toda la vida, pues en gran medida tendrá su futuro resuelto.16 Por el contrario, muchas personas empiezan la vida con la soga al cuello por el mero hecho de haber nacido en un determinado país. También entre países fun­ciona el llamado efecto Mateo.

Dado que nadie acepta ser víctima de una pura mala suerte (esto es, de hechos azarosos que ni ha elegido ni ha provocado con sus propias acciones), mientras otros resultan beneficiados por esa misma circunstancia sin que medie ningún tipo de compensación, la implementación de algún tipo de medida reparadora ha de ser considerada una práctica justa. Si bien nadie elige dónde o en qué lado de una frontera nacer, sí que le debería caber a cada cual la posibilidad de elegir dónde vivir y, de este modo, compensar unas eventuales malas cartas.17 Eso, sin embargo, solo está a disposición de algunos: de aquellos que, en virtud de su na­cionalidad, disponen del azaroso privilegio de estar en posesión de un pasaporte que les abre el paso a través de las fronteras para moverse sin apenas cortapisas. Es en este contexto donde puede plantearse la libre circulación de personas como una cuestión de justicia para todos.

La libre de circulación se topa en nuestros días con una infinitud de barreras y, pese a ello, una parte considerable de la opinión pública de los países receptores considera que las migraciones están fuera de control. En cierto sentido es una opinión acertada. Actualmente, los movimientos transfronterizos de personas son inseguros, irregulares y desordenados, pero lo son precisamente porque apenas existen vías regulares y previsibles para aquellos que emprenden la aventura mi­gratoria, quienes a menudo se ven sometidos a condiciones de trabajo degradan­tes y a constantes violaciones de sus derechos básicos como personas. La explotación y los abusos de los que son objetos tienen su comienzo en la falta vo­luntad para proporcionarles identidad legal y documentación básica que les per­mita salir de la situación de irregularidad.

Abrir las fronteras es de justicia

Para quebrar estas perniciosas dinámicas tan firmemente asentadas, se requiere, sin duda, introducir un elemento disruptivo en el discurso hegemónico sobre polí­ticas migratorias; esto es, un tipo de argumento que rompa con las inercias men­tales y que haga replantear las rutinas en esta materia. De ahí la indudable relevancia práctica de llevar a la esfera pública el debate sobre la posibilidad de abrir las fronteras. Precisamente porque para muchos biempensantes mentar esa posibilidad no es sino un anatema, cuando no un signo de radicalismo irrespon­sable o de idealismo blandengue,18 «el objetivo del argumento de las fronteras abiertas es desafiar la complacencia, hacernos conscientes de cómo las prácticas democráticas rutinarias en inmigración niegan la libertad y ayudan a mantener la desigualdad injusta».19

En gran medida, la propia idea de una apertura de fronteras representa un espejo invertido del terreno real en donde se desarrollan a diario las políticas migratorias con sus efectos nocivos –incluso a veces letales– para tantas personas. La pro­puesta no es sino una invitación a imaginar un mundo en el cual las fronteras re­presenten, como norma habitual, un dispositivo irrelevante en términos de movilidad humana. Se trataría, pensando ahora de una manera más concreta, de imaginar un mundo en el cual, aunque no se descartasen restricciones coyunturales al tránsito fronterizo en circunstancias especiales, tales restricciones estu­vieran convenientemente tasadas para impedir la discrecionalidad gubernamental y evitar que dicha posibilidad dé pie a limitaciones desproporcionadas de la libertad de movimiento; libertad que, en todo caso, tendría que constituir la regla general, de modo que aquello que es meramente pensado como excepcionalidad no se convierta en normalidad.

Con la propuesta de abrir las fronteras no se trata de perfilar un mundo perfecto, un paraíso en la Tierra, sino simplemente pretende señalar una vía para evitar, o al menos minimizar, los grandes y constantes males generados por la obsesión de control, en la cual está atrapada la mayoría de los Estados contemporáneos. Es una propuesta centrada fundamentalmente en la prevención de los daños provocados por ese irracional afán controlador dirigido a excluir a los desheredados.

Si se considera que las profundas desigualdades globales son ominosas y que han de ser reducidas de manera significativa, si se considera que establecer unos ciertos parámetros mínimos de justicia distributiva entre las distintas partes del planeta no es solo un objetivo deseable, sino un deber de justicia, entonces, ex­plorar la posibilidad de eliminar las restricciones injustificables a los desplazamien­tos migratorios no es una opción que pueda ser desechada sin ofrecer cumplidas explicaciones. Eso es así porque la apertura de fronteras –no su supresión sin más, pues no hay ningún reclamo de justicia que impida que persistan como demarcaciones territoriales de entidades estatales independientes– se presenta como un modo efectivo de asumir las responsabilidades ante los más desfavore­cidos de este mundo cada vez más interdependiente.

Se trata de una invitación a imaginar un mundo en el cual las fronteras sean, como norma, un dispositivo irrelevante en términos de movilidad humana

Durante mucho tiempo las observaciones y análisis sobre la libertad de desplaza­miento transfronterizo eran prácticamente «inaudibles». Algo ha ido cambiando y cada vez se hacen oír más voces críticas. La que modestamente se vierte aquí pretende ser un instrumento para contrarrestar las actuales políticas de amuralla­miento en el mundo y los intentos de arresto domiciliario de las poblaciones del Sur global. Se trataría de pensar las fronteras de otro modo y, sobre todo, de ges­tionarlas de manera más razonable, lo que muy probablemente implique crear un marco institucional adecuado.

Una buena frontera es «la mejor vacuna posible contra la epidemia de los muros».20 Lejos de ser una barrera, una buena frontera moderna y civilizada es una frontera abierta, pero controlada.21 Se trata, en definitiva, de establecer un ré­gimen migratorio que canalice y regule las migraciones para que sean más segu­ras y respetuosas con los derechos humanos. Una apertura de fronteras no sería la panacea a todos los problemas que aquejan a nuestro mundo actual, pero sí que serviría, al menos, para desafiar la indulgente satisfacción de las sociedades occidentales y mitigar las injusticias que sufren cientos de millones de personas.

Juan Carlos Velasco Arroyo es Profesor de Investigación del Instituto de Filosofía del CSIC. Actualmente es el Investigador Principal del proyecto “Fronteras, democracia y justicia global” (PGC2018-093656-B-I00).

NOTAS:

1 Bruno Latour, Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política, Taurus, Madrid, 2019, p. 11.

2 Donatella Di Cesare, Extranjeros y residentes, Amorrortu, Buenos Aires, 2019, p. 95. Como sos­tiene Branko Milanovic (Desigualdad global, FCE, México, 2017, p. 167): «el número potencial de migrantes ha aumentado debido a un mejor conocimiento de las diferencias de ingresos entre naciones».

3 Claire Rodier, El negocio de la xenofobia, Clave Intelectual, Madrid, 2013, p. 13.

4 Saskia Sassen, «La pérdida masiva de hábitat», Iglesia viva, núm. 270, 2017, pp. 11-38.

5 Juan Carlos Velasco, «Hacia una visión cosmopolita de las fronteras. Desigualdades y migraciones desde la perspectiva de la justicia global», Revista Internacional de Sociología (REIS), núm. 78(2): e153, 2020 (https://doi.org/10.3989/ris.2020.78.2.19.006). La desigualdad de riqueza no solo genera desigualdad de opor­tunidades, sino también existencial, reflejada en el riesgo de padecer las patologías de la pobreza y también, a la postre, de morir prematuramente. Ello tiene también su correlato a escala global: así, la esperanza de vida de una persona nacida en un país rico y desarrollado y la de otra nacida en un país pobre pueden llegar a diferir en más de veinticinco años (Göran Therborn, La desigualdad mata, Madrid, Alianza, 2015, pp. 17-28).

6 David Frye, Muros. La civilización a través de sus fronteras, Turner, Madrid, 2019, p. 290.

7 Antonio Giráldez López, «Cambios arquitectónicos en la Frontera Sur de España», Revista CIDOB d’Afers Internacionals, núm. 122, 2019, pp. 61-83.

8 Jürgen Habermas et al., «Declaración de Granada sobre la globalización», El País, 6 de junio de 2005.

9 Carlos Sandoval, «La caravana centroamericana», Migraciones. Reflexiones cívicas, 2018.

10 Ivan Krastev, «Un futuro para las mayorías», en Santiago Alba et al. (eds.), El gran retroceso, Seix Barral, Barcelona, 2017, pp. 165-166.

11 John Torpey, La invención del pasaporte, Cambalache, Oviedo, 2020, pp. 227-242.

12 ONU, Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular, 2018.

13 Lorenzo Cachón y María Aysa-Lastra, «El Pacto Mundial para la Migración Segura, Ordenada y Regular: un contrato social internacional», Anuario CIDOB de la Inmigración, 2019, pp. 84-95.

14 PNUD, Informe sobre Desarrollo Humano 2009. Superando barreras: movilidad y desarrollo humanos. Mundi-Prensa, Madrid, 2009.

15 Branko Milanovic, Los que tienen y los que no tienen. Alianza, Madrid, 2012, p. 132.

16 Ayalet Shachar, The Birthright Lottery, Harvard U.P., Cambridge, MA, 2009.

17 Juan Carlos Velasco, El azar de las fronteras, FCE, México, 2016.

18 Alex Sager, Against Borders: Why the World Needs Free Movement of People, Rowman & Littlefield, Lanham, MD, 2020.

19 Joseph H. Carens, The Ethics of Immigration, Oxford U.P., Oxford/New York, 2013, p.

20 Régis Debray, Elogio de las fronteras, Gedisa, Barcelona, 2016, p. 96.

21 Michel Foucher, Le retour des frontières, CNRS, París, 2016, p. 8.

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