Los planos del debate de la crisis energética

Santiago Álvarez Cantalapiedra escribe en el texto introductorio del número 156 de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global, titulado «Los planos del debate de la crisis energética», que es en el escenario de la crisis energética-climática donde se revelan con mayor claridad los límites biofísicos de la civilización industrial capitalista.

Construida sobre la base energética de los recursos fósiles, la intensificación y expansión del industrialismo a lo largo de los dos últimos siglos ha mostrado la existencia de límites en la disponibilidad de los recursos (debido al agotamiento de unos stocks que se extraen de la corteza terrestre a un ritmo que no se corresponde con los largos periodos geológicos que los forman) y la presencia, aún más apremiante, de límites en la capacidad de asimilación de los residuos.

La contaminación del aire, de las aguas y de la tierra con todo tipo de residuos (sólidos, líquidos y gaseosos) no solo ha hecho del planeta un inmenso vertedero, sino que además ha conseguido alterar el clima en la troposfera y modificar la estructura de la atmósfera.

Ambas circunstancias ofrecen suficientes evidencias para concluir que el modelo energético imperante resulta inviable si queremos preservar las condiciones naturales que facilitan una vida civilizada en el planeta. La contradicción derivada de un modo civilizatorio que no civiliza nos exige renunciar a un modelo de acumulación basado en requerimientos crecientes de materiales y energía y a perfilar horizontes con nuevos fines (sociales, económicos y políticos) y medios que hagan un uso menos intensivo de los recursos.

Este debería ser el insoslayable punto de arranque de cualquier discusión sobre el sistema energético. De ser así, no podrá obviarse que la rápida transición hacia una nueva base energética requiere algo más que una aceleración del desarrollo tecnológico y la sustitución de unas fuentes energéticas insostenibles por otras renovables. La cuestión tiene mayor enjundia, y la interiorización de la existencia de los límites naturales (cuando se cumple el quincuagésimo aniversario de la publicación del informe al Club de Roma de los esposos Meadows) debería situar, como ejes centrales en una estrategia de transición, dos cuestiones: la primera, que la senda por la que transitaremos será descendente en términos energéticos dada la existencia de límites (materiales, territoriales, de eficiencia tecnológica, etc.); y la segunda, que el camino hacia la descarbonización de la economía para sortear las peores consecuencias del cambio climático va a estar condicionado por lo anterior.

Otros planos del debate

Aunque nuestras sociedades fueran más conscientes de lo que muestran en relación con la existencia de los límites naturales, el problema de la transición energética no se resuelve sin la introducción de otros planos en el debate. El primero tiene que ver con el propósito de descarbonizar electrificando todos los procesos que hasta ahora se encuentran alimentados con recursos fósiles y que en adelante obtendrían los suministros de un sistema eléctrico basado en flujos renovables. Esta vía de «descarbonizar electrificando» sin cambios profundos en el modo de vida hegemónico, además de los consabidos límites ya aludidos, no está exenta de su propia problemática, particularmente derivada de la singularidad que presenta la electricidad como producto. Otro plano ineludible que añade complejidad a la transición es la presencia en el sector energético de instituciones, actores y relaciones de poder que, de no tomarse en consideración, marcarán las posibilidades de que aquella pueda llegar a ser justa además de sostenible.

En resumen, que la crisis energética difícilmente se abordará con seriedad si no nos pone frente al espejo de la situación de extralimitación en la que nos encontramos y no se encaran las dificultades específicas que presenta un sistema energético que, además de gobernado por estructuras oligopólicas que condicionan el funcionamiento de los mercados y la fijación de los precios, rezuma fuertes tensiones geopolíticas.

La electrificación del sistema energético

Si la transición energética es la clave de bóveda de la transición ecosocial, la eléctrica se presenta a su vez como la condición necesaria de la primera. Sin embargo, la electrificación del sistema energético es un desafío realmente complicado. Para empezar, hay que recordar el estadio en que estamos, donde la electricidad apenas representa el 20% del consumo energético final sin ser, ni mucho menos, toda de origen renovable. A esa dificultad de partida se suman otras consideraciones en absoluto menores.

En primer lugar, aunque la electricidad se encuentra presente en la naturaleza, los seres humanos no somos capaces de aprovechar directamente ese potencial, por lo que precisamos de tecnologías e infraestructuras -que han de ser fabricadas e instaladas a partir del empleo de un ingente caudal de recursos materiales y energéticos- para ser capaces de transformar los flujos renovables en energía eléctrica y, como señalan en su artículo Carpintero y Nieto,1 esta circunstancia nos sitúa ante la denominada trampa de la energía, es decir, ante el hecho de que el despliegue de esas infraestructuras de captación de las fuentes renovables pueda significar, si no propiciamos cambios radicales en el resto de usos en que se emplean esos recursos requeridos, un agravamiento de los problemas relacionados con los límites de disponibilidad de recursos y desbordamiento de sumideros a los ya hemos hecho referencia.

En segundo lugar, no todas las actividades se pueden electrificar con las tecnologías actualmente disponibles (basta con pensar en el transporte nacional e internacional de mercancías o en la industria química), y cuando empiecen a estar a nuestra disposición las alternativas, la matriz de renovables no parece que pueda garantizar la afluencia energética con la que cubrir los desmesurados niveles de consumo a los que nos hemos acostumbrado en la era de la energía fósil.

La transformación hacia un modelo 100% renovable sin considerar, de nuevo, cambios profundos en las estructuras y dinámicas sociales, es una ilusión que queda -en los plazos de urgencia en los que nos movemos- sencillamente fuera de nuestro alcance.

Finalmente, la electrificación del sistema energético se encuentra con problemas asociados a las peculiaridades de la electricidad, en concreto, las dificultades para su almacenamiento a gran escala y para conjugar la oferta con la demanda derivada de la intermitencia en la generación a partir de fuentes renovables como el sol y el viento. A pesar de las esperanzas depositadas en el hidrógeno como vector energético que facilite una alternativa viable de almacenamiento cuando la generación eléctrica de origen renovable exceda a la demanda, los avances en los esfuerzos encaminados en esta dirección no han proporcionado hasta el momento más que avances muy modestos sin lograr siquiera las condiciones económicas y ecológicas que pudieran hacerlo viable en un corto plazo.2  Tampoco los resultados obtenidos de la conversión mecánica en las centrales hidráulicas por bombeo o en acumuladores de conversión química o electromagnética parece que sean suficientemente significativos como para pensar que el problema está resuelto.

Por otro lado, la conjugación permanente de la oferta con la demanda requiere dotar al sistema eléctrico de los atributos de estabilidad y flexibilidad, algo difícil de lograr dado el carácter discontinuo de las fuentes renovables. Obviamente se trata de un asunto estrechamente relacionado con las posibilidades de almacenamiento a gran escala, aunque no únicamente. Requiere también resolver de forma adecuada la integración de las diferentes secuencias que conforman el sistema eléctrico, desde la generación hasta la utilización final de la electricidad pasando por el transporte a través de redes de alta tensión y la distribución comercial. Para ello se confía en una digitalización a gran escala que haga posible lo que se denomina “energía conectada”. Así pues, la electrificación del sistema energético queda íntimamente ligada a la intensificación de la digitalización de la sociedad, con todas las potencialidades, pero también con todos los problemas y riesgos que comporta. No es el momento (y tampoco hay espacio) para desarrollar este aspecto, pero sí convendría observar cómo se viene construyendo un discurso tecnologicista en el que se habla alegremente de “prosumidores” (actores que desempeñan simultáneamente el papel de productores y consumidores), de redes concebidas como plataformas digitales de servicios, de descentralización gobernada por organizaciones vecinales y comunitarias, etc., sin alusión alguna a cómo se organiza y funciona realmente el sector: con estructuras oligopólicas y una invariable connivencia de los diferentes gobiernos con las grandes empresas para su mayor beneficio y menor atención a los intereses generales de la población.

Las estructuras e instituciones de poder

La integración de las fuentes renovables en un sistema descentralizado y digitalizado basado en redes dinámicas bidireccionales en las que millones de usuarios pudieran gestionar su consumo eléctrico y verter los excedentes a la red es un proyecto que tropieza con las estructuras e instituciones de poder tanto nacionales como internacionales.

La necesidad de cambiar el marco institucional en el que operan los actores implicados en la producción, el comercio y el consumo de la energía emerge como la conditio sine qua non para poder definir democráticamente el rumbo de la transición energética. Se trata de una cuestión crucial de un debate eminentemente político que no puede ser hurtado a la ciudadanía, pero que requiere, para mayor complicación, de un conocimiento riguroso del funcionamiento, las prioridades y los actores decisivos que condicionan la marcha de un sistema energético.3

Por si esto fuera poco, cabe añadir la dimensión internacional en que se desarrolla el sistema energético actual, marcado a su vez por profundas asimetrías y desigualdades. El orden fosilista ha estado acompañado permanentemente de una geopolítica que ha hecho y desecho alianzas internacionales y esferas de influencia, en la mayoría de los casos con consecuencias bélicas para los países que han osado desafiar el orden establecido con el propósito de mejorar su participación en el pastel o garantizar, al menos, su cuota de mercado. Pocos ámbitos han estado tan marcados en la historia reciente por las estrategias de seguridad nacional de las grandes potencias y demasiados han sido los pueblos que les ha tocado sufrir las calamidades que esas estrategias han ocasionado. No es una historia exclusiva del sector energético, aunque tal vez sí uno de los ejemplos más significativos.

Un solo dato puede ser indicativo de la magnitud que va a adquirir esta dimensión geopolítica. En el año 1990, el mundo obtenía el 87% de su energía primaria de fuentes fósiles; en el 2020, representa el 83%, con una reducción de apenas cuatro puntos porcentuales en tres décadas. ¿Cómo será posible moverse desde el 83% al cero en los próximos 30 años, periodo que se contempla para culminar el proceso de descarbonización, sin una recomposición radical de las fuerzas y actores en juego?

Pensar imaginativamente otros fines y medios

Para que no desemboque la tan anhelada transformación de la matriz energética en una tragedia ecosocial sin precedentes o en el apartheid de gran parte de la humanidad, no queda otra que perfilar horizontes nuevos con otros fines y medios. No existe como tal una transición energética en marcha, sino un espacio de disputa que podrá salvarnos de –o encaminarnos sin remedio hacia– los peores escenarios de la crisis ecosocial.

Mientras se disputa y se hacen valer las capacidades políticas y técnicas para resolver los problemas y dificultades concretas en los planos antes mencionados, resulta igualmente necesario y urgente subvertir los objetivos, prioridades y valores que nos han conducido a esta crisis energética que desvela un rango civilizatorio a poco que se escarbe. El capitalismo ha construido un entorno social y cultural que favorece el consumo desenfrenado, creando unos consumidores agitados por el ansia de alcanzar todos sus deseos. Y no lo hace de forma homogénea y continua, sino generando abismales desigualdades y provocando crisis continuas en medio de un despilfarro generalizado. Se antoja imposible construir una sociedad autocontenida y guiada por principios igualitarios en escenarios de escasez sin un cuestionamiento y una radical redefinición de las nociones de bienestar y calidad de vida en las sociedades contemporáneas. La lucha contra la desigualdad y el despilfarro consustanciales a la dinámica capitalista ofrecen cierto margen que, aunque se vaya estrechando, permite aún imaginar sociedades civilizadas con propósitos que no se reduzcan a los de la mera supervivencia.

Santiago Álvarez Cantalapiedra

NOTAS

1.  Óscar Carpintero y Jaime Nieto, «Transición energética y escenarios post-crecimiento», Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 156, invierno 2021, FUHEM Ecosocial, Madrid, pp 93-106.

2.  Véase en esta misma revista Antonio Serrano, «hidrógeno verde y transición energética», Papeles de rela- ciones ecosociales y cambio global, núm. 1153, primavera 2021, FUHEM Ecosocial, Madrid, pp. 83-92.

3.  De la complejidad y cuestiones más relevantes del sistema eléctrico español, dominado por un oligopolio formado por un número muy reducido de compañías que poseen casi toda la capacidad instalada y el control de la mayoría de las redes de distribución y comercialización, ejerciendo una influencia decisiva sobre el marco institucional y enormes posibilidades de captura del regulador, da buena cuenta Enrique Palazuelos en un libro imprescindible para quien desee aventurarse, con conocimiento de causa, en la discusión sobre la viabilidad, características y consecuencias de la transición energética: El oligopolio que domina el sistema eléctrico. Consecuencias para la transición energética, Akal, Madrid, 2019.

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