El deseo de contar un nuevo curso

 

 

Por Ana Belén Martín Vázquez, responsable de Comunicación de FUHEM

Hace mucho tiempo, García Márquez definió el periodismo como el oficio más bello del mundo. Supongo que de vivir aquí y ahora, matizaría mucho esta afirmación e incluso la consideraría errónea. Hace mucho que el periodismo no es un buen oficio, pero si algo tengo que agradecerle es que me haya permitido acercarme al trabajo que se desarrolla en los colegios y dedicarme a contarlo.

Llevo más de veinte años dirigiendo la comunicación de FUHEM, una entidad educativa singular. En este tiempo, hemos comunicado cierres y aperturas de centros escolares, el día a día y lo extraordinario de nuestra actividad educativa. Y siempre lo hemos hecho con el propósito de construir comunidad, que las familias supieran lo que ocurría en las horas que no compartían con sus hijos e hijas, y también con el objetivo de que algunas de nuestras prácticas más innovadoras pudieran servir de guía y estímulo a otros docentes y otras comunidades escolares. Nuestra vocación social siempre ha querido contribuir a una educación transformadora capaz de corregir las desigualdades de nuestra sociedad, sumar energía a un motor colectivo, lanzar propuestas.

Como es fácil de imaginar, todas las rutinas informativas y comunicativas saltaron por los aires en marzo de 2020, cuando los centros escolares cerraron sus puertas mientras se abrían cientos de pantallas en miles de hogares. Los colegios demostraron una capacidad más que notable para convertir su educación tradicional en educación a distancia, con una adaptación y un esfuerzo que no se ha llegado a valorar lo suficiente. Aquel curso que acabó a trompicones fue seguido por el 2020-2021, que empezó y concluyó marcado por la pandemia. Se contaba con la experiencia telemática adquirida en el último cuatrimestre del curso anterior, pero también hubo que aprender cosas nuevas: mucha normativa y procedimientos sanitarios y mucha gestión de las emociones y de la incertidumbre cada vez que un contagio posible se convertía en caso confirmado. El profesorado, el alumnado y sus familias tenían un buen bagaje y, a pesar de las dificultades, el curso acabó bien. Se desmintieron, un mes tras otro, los malos augurios que preveían cierres masivos como si los centros escolares fueran las piezas de un dominó, azarosamente derribado por los efectos de la pandemia. Grupos más pequeños, ventanas abiertas, limpieza exhaustiva, pasillos y accesos delimitados y las omnipresentes mascarillas, que nos han quitado, sobre todo, el poder sanador de la sonrisa. Y otra vez, la comunidad escolar ha trabajado a destajo y en silencio, con pocos aplausos de reconocimiento, a pesar de los muchos que merecían.

Durante este tiempo complejo, casi todo ha sido un quebradero de cabeza. Educar, cuidar, acompañar, evaluar… y también informar y comunicar la experiencia educativa. Parece que en el lapso de un año y medio todo haya cambiado de forma drástica, dejando numerosos interrogantes abiertos, también en lo que respecta a la tarea informativa que concierne a la educación.

Echando la vista atrás al tiempo prepandémico, la memoria recupera las noticias que protagonizaban las páginas web, los boletines y las redes sociales de cada colegio. Al margen de la información reglamentaria y organizativa (calendario escolar, fechas de exámenes, reuniones con familias, procesos de matriculación…), en todos esos canales ganaba por goleada la narración de lo extraordinario, lo que se salía de la rutina de un curso escolar: la participación en eventos singulares; la celebración de actividades festivas, deportivas o reivindicativas; las excursiones y las salidas del centro que permitían el contacto con la naturaleza, con el arte, con otros lugares y personas; la visita de profesionales de distintos ámbitos que abrían la perspectiva de los libros de texto; la presencia de las familias en actividades de voluntariado y aprendizaje…

Y de pronto, toda esa actividad desapareció. Por el contrario, las familias asistían al desarrollo de las clases, se asomaban a saludar a través de la cámara, veían la vivienda del tutor o tutora de su hijo o hija, que se convertía en un lugar tan común como su propia casa. ¿Qué íbamos a contar si lo extraordinario no existía y el día a día era tan visible y compartido? Fue el momento de dar soporte, mostrar la educación transformada, reconocer el esfuerzo y, sobre todo, dar las gracias.

(Leer artículo completo en El Diario de a Educación).

 

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