Mundo de emergencias

El cinco de mayo de este año, el director de la OMS anunció el fin del estado de emergencia sanitaria internacional por la COVID-19.

Esto no significa que haya terminado la pandemia y sus secuelas y, mucho menos, las causas finales que la provocaron. Aún está por ver si el SARS-CoV-2 se vuelve estacional o si se sucederán nuevos brotes a partir de distintas variantes en diferentes estaciones del año. Tampoco se ha encarado la asignatura pendiente del «COVID persistente», que sufre actualmente en torno al 10% de las personas que padecieron la pandemia.

La emergencia sanitaria se cruzó con la emergencia climática, y las dos emergencias traspasaron, a su vez, otras problemáticas de la crisis ecosocial en la que estamos. Si no hacemos nada (y eso significa: si no vamos a las causas, es decir, si no cambiamos nuestro modo de vida), el factor microbiano y el atmosférico seguirán amenazando nuestra existencia.

Santiago Álvarez Cantalapiedra en este artículo, que constituye la Introducción del número 162 de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, habla de cómo los últimos tres lustros han mostrado signos de lo que cabe esperar del mundo que emerge tras cuatro décadas de orden neoliberal.

En el contexto de un cambio global que no deja de acelerarse –cuya principal manifestación es la convergencia de la escasez de recursos con la pérdida irreversible de biodiversidad y la desestabilización abrupta del clima–, hemos asistido durante estos últimos quince años a una crisis financiera descomunal (La Gran Recesión del año 2008), a una pandemia global (la COVID-19 del 2020) y, desde febrero del 2022, a una guerra en Ucrania que acelera la tendencia armamentística que se venía incubando años atrás y que aviva la pesadilla exterminista asociada al Armagedón nuclear. En tiempos de crisis los límites de lo posible se ensanchan en todas direcciones, tanto reaccionarias como emancipadoras, unas veces a favor de las élites y otras en beneficio de las mayorías sociales.

 

La emergencia de un nuevo orden

La crisis ecosocial, resultante de la combinación de la ecológica con la social, revela hasta qué punto el funcionamiento del capitalismo socava las bases de su reproducción. El capital necesita determinadas condiciones sociales y ambientales para proseguir con su senda de acumulación y, al mismo tiempo, esa tendencia a la acumulación ilimitada socava los procesos de reproducción social y ecológica sobre los que asienta sus cimientos. En este escenario de crisis ecosocial plagado de múltiples incertidumbres y contradicciones es en el que emerge hoy un nuevo orden social.

El consenso neoliberal ha saltado por los aires, asegura Gary Gerstle,1 y tardaremos al menos una década en terminar de definir cómo será el próximo orden establecido. Así pues, la caída del orden neoliberal y la emergencia de otro indefinido nos muestran que ya estamos viviendo una transición. El problema es la transición: adónde nos conducirá y en qué condiciones.

El orden emergente arranca de la Gran Recesión provocada por la crisis del neoliberalismo2 y, aunque todavía sin contornos definidos, empiezan a perfilarse algunos de sus rasgos característicos.

En primer lugar, en este orden emergente vivimos un reajuste del papel del Estado y los mercados. Se empezó a vislumbrar con la crisis del 2008 y los primeros programas de estímulo y de rescate bancario, así como con los intentos –más bien retóricos– de regular el capitalismo financiarizado; aconteció de nuevo, pero con mucha más fuerza, con la pandemia, con la parada forzosa de la economía mundial, la emergencia sanitaria y el reinicio posterior de las economías con la ayuda de ingentes planes de reconstrucción y resiliencia; se ha asentado con la guerra, cuando gastos militares y programas armamentísticos se ven impulsados con nuevos fondos. En tales circunstancias, la presencia y expansión de los ámbitos públicos no solo no son cuestionadas, sino que son alentadas de forma generalizada hasta por quienes no hace mucho promovían un miedo cerval al Leviatán del Estado. Cabe preguntarse si esta mayor intervención pública marcada por las circunstancias tiene visos de consolidarse. Hay motivos para pensar que así será: las diversas facetas de la transición –energética, ecológica, digital, y todas aquellas otras que se quieran añadir– parecen estar reclamando una presencia renovada del Estado. El nuevo papel de la intervención pública no se traduce únicamente en la simple cuestión cuantitativa del incremento del gasto: consiste sobre todo en la redefinición del nuevo rol cualitativo que debe desempeñar el Estado (no solo en sus funciones protectoras y redistribuidoras, sino también en las reguladoras y de impulso de la innovación).3 Se trataría de encontrar la oportuna combinación entre gobiernos proactivos, pero controlados, y mercados dinámicos, pero bien regulados. Sin embargo, el regreso del intervencionismo público acontece en un contexto de involución autoritaria. En Occidente viene acompañado de décadas de retroceso de derechos sociales y vaciamiento democrático tras la aplicación de políticas de ajuste y alianzas público-privadas que fusionan el poder económico con el político;4 en Oriente, el capitalismo político o autoritario dirigido por el Estado, ejemplificado perfectamente por China, socava la pretensión de Occidente de afirmar la existencia de un vínculo necesario entre capitalismo y democracia liberal.5

En segundo lugar, asistimos a un retroceso de la hiperglobalización vivida durante la década de los noventa del siglo pasado tras el derrumbe del bloque soviético. Las estrategias orientadas a fragmentar, desplazar y reorganizar los procesos productivos mediante subcontrataciones y deslocalizaciones han mostrado sus inconvenientes. Se ha construido una economía demasiado compleja y, por eso mismo, extremadamente vulnerable: la paralización de parte de la producción por la escasez de suministros, el encarecimiento de los carburantes o los problemas en la logística global (debidos no solo a los cuellos de botella creados por la pandemia sino también a hechos como el acontecido en el Canal de Suez por el buque portacontenedores Ever Given) señalan que se ha ido demasiado lejos con la globalización. Ningún país es capaz de controlar su economía. Las principales potencias de Occidente comienzan a replantearse el papel de las cadenas globales de suministro y a reorganizar a través de políticas industriales las actividades que antes habían fragmentado y deslocalizado a miles de kilómetros, haciéndolas pasar del plano mundial a un ámbito de mayor proximidad geográfica (la UE, la economía nacional) para así garantizar el suministro de componentes e insumos considerados estratégicos (microchips, baterías, vacunas, semillas, cereales, fertilizantes, etc.).

Finalmente, los cambios en la geografía económica mundial, cuyo centro de gravedad se desplaza hacia Asia, y el surgimiento de nuevos actores en el escenario internacional –particularmente China, pero también la India con su enorme peso demográfico–, unido a la creciente pugna por unos recursos estratégicos escasos y las exigencias derivadas de la creciente profundización de la digitalización y el colonialismo verde de los países del centro capitalista, aventuran un recrudecimiento de las rivalidades –en todos los planos: el comercial, el tecnológico o el militar– y un incremento de la importancia de la geopolítica para preservar esferas de influencia y garantizar el acceso y la seguridad en el abastecimiento de los recursos.

En este contexto cabe interpretar el escenario surgido de la guerra de Ucrania. Representa el pulso entre potencias nucleares con el pueblo ucraniano como víctima, reflejando un choque de imperios en declive –el ruso y el occidental nucleado en torno a la OTAN– en un momento dominado por el ascenso fulgurante de una nueva figura: China. Una confrontación que se desprende de la pugna entre potencias ascendentes y dominantes en la emergencia de un nuevo orden, y que ha puesto de actualidad el riesgo que el politólogo norteamericano Graham T. Allison quería señalar al utilizar la expresión «trampa de Tucídides»: la amenaza de guerra que se desprende del miedo a perder la hegemonía.6 La guerra de Ucrania sería la primera salva militar de una nueva guerra fría entre un Occidente Cuadrilateral –formado por EEUU, Europa, Japón y Oceanía– y un Oriente –liderado por China en alianza con Rusia y sus respectivas zonas de influencia– que puede acabar convirtiéndose en caliente en algún momento de las próximas décadas.

 

Nuevos consensos en un nuevo orden

Cada orden social representa una determinada configuración de poder definida por juegos de dominación y compromiso (entre alianzas en torno a una potencia, en el plano internacional; y, en el plano interno, entre clases y fracciones de clase). A cada orden le corresponde un discurso ideológico hegemónico que se presenta como “consenso”. El neoliberalismo logró un éxito sin precedentes en este campo. Generó uno aceptado y asumido incluso por sus oponentes, capturados en un espacio del que no pudieron escapar. En este sentido, los gobiernos de Felipe González, Bill Clinton, Tony Blair, Gerhard Schröder o Barak Obama fueron tan neoliberales como los de Margaret Thatcher o Ronald Reagan. El «Consenso de Washington» definió las reglas del juego para la economía mundial durante casi medio siglo y creó el mito de que la democracia liberal era la forma de gobierno universal con el que se clausuraba la historia.

Nada más lejos de la realidad, pues si hay algo que muestra el nuevo contexto geopolítico es precisamente la caída de dos de los principales mitos del orden neoliberal en el plano internacional: el primero, que el crecimiento económico y el libre comercio conducen a los países sin libertades políticas hacia regímenes de gobernanza y libertades asimilables a los occidentales; el segundo mito consistía en la creencia de que el incremento del comercio y las relaciones económicas garantizaría la paz entre las naciones. Uno y otro han sido desmentidos por China y Rusia respectivamente. Según el consenso occidental, China debería haber iniciado la senda hacia las libertades y los derechos civiles y, sin embargo, no es lo que está ocurriendo cuando el círculo de poder se estrecha cada vez más en torno a la figura de Xi Jinping –quien ha conseguido, no lo olvidemos, prorrogar su mandato indefinidamente– y el capitalismo en aquel país se asienta sobre un poderoso Estado autoritario tecnocrático. El mismo consenso llevó al error de pensar que Rusia iba a aguantar paciente, en virtud de los lazos comerciales contraídos con Europa, todas las ignominias y humillaciones que Occidente le ha estado infligiendo desde el derrumbe del bloque soviético.

La realidad internacional, más allá de los mitos, lo que muestra es la emergencia de un mundo que se fragmenta en bloques en un contexto geopolítico marcado por pulsiones autoritarias y amenazas bélicas. Aunque la crisis ecosocial y las problemáticas emergentes reclaman mayor cooperación y multilateralismo, la realidad que va surgiendo viene marcada por un orden multipolar fragmentado y mediado por un bilateralismo de bloques y áreas de influencia.

En el plano interno también se percibe una pérdida de consensos. El neoliberalismo, como orden social, trascendió las divisiones ideológicas presentes en una sociedad. Las diferencias culturales siguieron existiendo, pero armonizadas en torno a un único proyecto y los mismos principios del libre mercado. Convivían, aunque rivalizando entre ellos, neoconservadores y progresistas neoliberales.7 Los primeros poniendo el énfasis en los valores del esfuerzo, la responsabilidad y la autoridad, en el legado de la tradición, en la defensa de la familia patriarcal y heterosexual; los segundos, enfatizando el mérito y los valores cosmopolitas que celebran el globalismo y la apertura a nuevas culturas, a la diversidad social y a nuevas tipologías de familia y formas de convivencia ancladas en códigos morales plurales. Diferencias ideológicas que se suelen despachar en forma de guerras culturales, pero que no llevan a impugnar el orden social ni el modo de vida de la civilización capitalista. Sin embargo, a medida que empiezan a percibirse con mayor gravedad las amenazas del avance de la insostenibilidad, el deterioro de las condiciones de vida por el incremento de las desigualdades sociales y las brechas territoriales que comprometen la cohesión social, y el retroceso de las instituciones democráticas corre paralelo al avance del poder de las elites, al repliegue autoritario o a la securitización y militarización de la respuesta a los flujos migratorios y a los desplazamientos forzados de población, el orden político y los consensos se resquebrajan al surgir la necesidad de cuestionar los fundamentos sobre los que se estaba instituyendo el orden emergente. De la mano de movimientos como Occupy Wall Street, el 15-M o los chalecos amarillos, se empieza a destacar la importancia de abordar los temas fiscales y poner coto a los mercados financieros y al poder de las corporaciones, se insiste en la urgencia de una transición ecológica justa que reparta con equidad los costes y los esfuerzos, en la necesidad de erigir redes de seguridad que protejan a la gente de las amenazas que se multiplican,8 en suma, se abre el debate sobre el reajuste de las relaciones entre el Estado, la economía y la sociedad, sin olvidar el metabolismo social y la ecología, en el marco de un planeta que se precipita hacia el abismo borracho de (des)información y posverdad.

Sin embargo, nada está decidido. Aún no se ha forjado un nuevo consenso alternativo y el actual orden social continúa indefinido. Las respuestas a las cuestiones estructurales urgentes se van posponiendo porque la combinación de fuerzas no termina de decantarse hacia ningún lado. Mientras tanto, las fuerzas reaccionarias vuelven a la carga con sus cuitas culturales (costumbres y tradición, nación, identidad, ética y moral individuales…), y a su llamada se entra al trapo con tanto entusiasmo como despreocupación por la suerte de miles de millones de personas cuya vida depende de que el orden emergente logre ser más ilustrado y civilizado (o si se prefiere, menos bárbaro) que el saliente.

Santiago Álvarez Cantalapiedra, director de FUHEM Ecosocial y de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global

Acceso al texto completo en formato pdf: Mundo de emergencias.

NOTAS

] Gary Gerstle, Auge y caída del orden neoliberal, Península, Barcelona, 2023.

2 Los órdenes sociales emergen tras profundas crisis en el capitalismo. Desde finales del siglo XIX, momento en el que apareció el capitalismo organizado con rasgos contemporáneos, se han sucedido tres órdenes sociales, cada uno de los cuales empieza y termina con una crisis estructural: la crisis estructural de 1890 inauguró el orden liberal o «primera hegemonía financiera»; la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado abrió la puerta al orden socialdemócrata o «compromiso social keynesiano de izquierdas»; y la crisis de los años setenta del siglo XX, precipitó el comienzo del orden neoliberal o «segunda hegemonía financiera». La Gran Recesión, que se desencadena en el año 2008, representa el inicio del tránsito hacia un orden social emergente cuya suerte aún estaría por decidir.

3 Luis Buendía García (ed), El papel del Estado en la economía. Análisis y perspectivas para el siglo XXI, Catarata/ FUHEM, Madrid, 2023.

4 Sheldon S. Wolin, Democracia S.A., Katz, Buenos Aires/ Madrid, 2008.

5 Branko Milanovic, Capitalismo nada más. El futuro del sistema que domina el mundo, Taurus, Madrid, 2020.

6 Tucídides fue un historiador y general ateniense que escribió Historia de la guerra del Peloponeso, donde se refiere a la pugna entre dos ciudades-Estado de la Antigua Grecia: una Esparta dominante (que lideraba la Liga del Peloponeso) y una Atenas en ascenso (encabezando la Liga de Delos). El profesor de Harvard Graham Allison, en su obra Destined for War: Can America and China Escape Thucydides´s Trap? (Houghton Mifflin Harcourt, Nueva York, 2017), examinó dieciséis enfrentamientos entre potencias ascendentes y dominantes desde el año 1550, señalando que en doce de los casos el desenlace fue el estallido de una guerra.

7 Neovictorianos y cosmopolitas los denomina Gary Gerstle (op. cit). La expresión neoliberalismo progresista la tomo de Nancy Fraser, que la define como una suerte de alianza entre ciertas corrientes de los movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGTBQ) con las fuerzas del capitalismo cognitivo y financiarizado (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood).

8 No solo las amenazas climáticas o las vinculadas a nuevas pandemias y crisis financieras, también las que se puedan desprender del factor demográfico, la política, la geopolítica, la inteligencia artificial u otros aspectos de la actual revolución tecnológica. Nouriel Roubini, en su libro Megamenazas (Deusto, Barcelona, 2023), advierte sobre diez de ellas.