Naturaleza, identidad y paisaje. ¿Necesitamos la naturaleza tanto como parece?

El Dosier Ecosocial Explorando los vínculos entre la biodiversidad y la calidad de vida incluye un texto de José Antonio Corraliza que bajo el título: «Naturaleza, identidad y paisaje. ¿Necesitamos la naturaleza tanto como parece?», reflexiona sobre el papel de la estimulación procedente de la naturaleza en la vida humana, y sobre la necesidad que tenemos de recuperar la conexión y el contacto con la naturaleza en un contexto social cada vez más cargado de recursos tecnológicos.

Introducción

Somos los lugares que habitamos. Y una mera observación de las agendas diarias de las personas que nos rodean confirma la aplastante presencia de la tecnología en nuestra vida cotidiana que parece contener todos los recursos para hacer frente a los problemas que nos amenazan. La tecnología proporciona un horizonte de posibilidades infinitas que, a veces, chocan con las angustias inmediatas y parece acercarnos a un futuro (quizás distópico) donde se pueda vivir al margen de las influencias no deseadas de nuestro entorno cercano, físico y social, y vivir en una falsa burbuja de seguridad. Sin embargo, algunas de las experiencias recientes (como el trauma pandémico o la imposibilidad de hacer frente a las secuelas del cambio climático) muestran los límites de las soluciones meramente técnicas. Y plantean la necesidad de revisar los anclajes sobre los que se articula la existencia humana. Como sugerí recientemente,1 los dos anclajes existenciales más importantes son «la relación con los otros y la vinculación emocional y apego a los lugares que habitamos». «Ambos referentes son cruciales en la construcción de la propia identidad» (p.71).

Explorando los vínculos entre la biodiversidad y la calidad de vida

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Este trabajo pretende aportar algunas reflexiones sobre el papel de la estimulación procedente de la naturaleza en la vida humana, su importancia como elemento de anclaje existencial y la necesidad de recuperar la conexión y el contacto con la naturaleza en un contexto social cada vez más cargado de recursos tecnológicos. La aspiración a la reconexión con la naturaleza no es fruto de una mera moda cultural ni tampoco de una práctica tokenista (simbólica) de «adornar» nuestra vida cotidiana. La renaturalización de los escenarios que vivimos y de nuestra propia agenda diaria es también un recurso para el bienestar y el equilibrio psicológico.

 

Los escenarios de la vida humana

Una de las más contundentes afirmaciones de la Psicología Ambiental es aquélla según la cual si realmente se quiere explicar la acción de una persona, se debe acudir al lugar en el que ocurre. Esta afirmación se debe a una de las más sólidas tradiciones conceptuales de la investigación psicológica: la escuela de la psicología ecológica, que, siguiendo la inspiración lewiniana, contribuyó a forjar el tejido conceptual de lo que hoy conocemos como psicología ambiental. Así, podría argumentarse que, si queremos saber de los sentimientos de una persona, deberíamos acudir al análisis de los lugares que hemos vivido. Conducta y lugar, ambiente y comportamiento humano, sentimiento y paisaje, forman parte de una selva de dicotomías que, durante mucho tiempo, han sido tratadas como realidades diferentes. Hoy sabemos que, en realidad, forman parte de un mismo continuo. Resulta, en efecto, indisociable lo que somos de los lugares que habitamos, lo que sentimos de los paisajes que vivenciamos, y nuestra manera de ser del ambiente y de las situaciones que creamos.

En uno de los trabajos más sugerentes (e ignorados) en la psicología ambiental de Clare Cooper Marcus,2 se relaciona el significado de los lugares (y, por extensión, de la estimulación ambiental) con lo que este autor denomina la «memoria ambiental»:

«Cada uno de nosotros lleva consigo en la memoria el germen de los paisajes de la infancia –aquellos lugares que encontramos, olemos y exploramos cuando nuestros sentidos parecían nacer a la vida… Estos conmovedores recuerdos nos afectan en incontables maneras, desde los colores que elegimos para los muebles de nuestra casa hasta los lugares que elegimos para vivir» (p. 35).

En realidad, más allá de estas imágenes evocadoras del papel de los lugares como escenarios vitales, difíciles de verificar empíricamente, los lugares deben ser considerados como parte del complejo de estimulación ambiental que influye sobre la actividad humana, en el sentido vygotskiano de la expresión, siendo estos mismos lugares, a la vez, consecuencia de la actividad humana. Los lugares son, pues, la «circunstancia» por excelencia, circunstancia que juega el doble papel de ser a la vez determinante y huella de la actividad humana.

En relación con este punto, surge una pregunta de gran interés: ¿qué papel juega la naturaleza en la estimulación de las personas? Las evidencias registradas muestran, en conjunto, que la naturaleza juega un papel importante en nuestras vidas, incluso aunque no seamos conscientes de sus efectos. En 1989, un equipo de investigación de la Universidad de Michigan formado, entre otros, por una especialista en ciencias biológicas y un reconocido psicólogo publicaron un libro titulado La experiencia de la naturaleza.3 En sus primeras páginas, con forma de pregunta, planteaba si realmente podría comprobarse que el contacto con la naturaleza tendría tantos efectos positivos como muchas personas intuitivamente pensaban. Este texto de referencia en el campo está dedicado fundamentalmente (aunque no de manera exclusiva) a recopilar evidencias sobre la percepción del paisaje, que es una manera de valorar la relación con la naturaleza y, en mi opinión, constituye uno de los hitos en el estudio psicológico del impacto de la estimulación natural en la vida humana.

 

Algunas evidencias de los beneficios y efectos restauradores de la naturaleza

Existen múltiples investigaciones que confirman los beneficiosos efectos psicológicos del contacto con la naturaleza. En un reciente trabajo de revisión de 30 estudios sobre efectos de la naturaleza en la población infantil, se muestra que estos son generalmente positivos.4 En este trabajo se define que el contacto con la naturaleza ayuda a la recuperación de capacidades cognitivas, al equilibrio emocional, a la interacción social y a la adopción de estrategias conductuales para hacer frente a situaciones estresantes. Y evidencias similares se registran en un trabajo aún más reciente de F. Smith y W. Turner.5 Este trabajo revisa más de 20 estudios y muestra que el contacto con entornos naturales o naturalizados contribuye a reforzar el sentido del yo y de los otros y, a través de las experiencias positivas de estos entornos, refuerza tanto el bienestar hedónico (vivir experiencias agradables y satisfactorias) como eudaimónico (sentimientos positivos relacionados con la autorrealización).

La línea de trabajo reciente que más sugerente me parece a este respecto es la que relaciona la exposición y el contacto con espacios naturales o naturalizados con problemas de salud mental y, en particular, con una de las epidemias de nuestro tiempo, que es la experiencia de la soledad. Por ejemplo, en una investigación publicada en una importante revista de epidemiología, se pone en relación la disponibilidad de espacios verdes en el entorno cercano con la experiencia de la soledad.6 Este trabajo, realizado por un equipo internacional, registra evidencias empíricas que muestran que cuando se dispone en el entorno cercano al domicilio de un 30% de espacios verdes, se reduce significativamente la tasa de personas que se sienten solas en comparación con aquellas situaciones en las que las personas sólo disponen en su entorno cercano de un 10% de espacios verdes.

En otro trabajo de revisión sobre este mismo tema, miembros de este equipo de investigación plantearon, después de revisar 22 estudios, lo que denominaron la hipótesis del «apoyarse en lo verde» (lean on green), que predice, a partir de evidencias registradas, que los sentimientos negativos (por ejemplo, el de la soledad) podrían aliviarse y/o prevenirse por los sentimientos y la experiencia de recuperación promovidos por el contacto con la naturaleza.7 Es decir, tener la oportunidad de estar en contacto con elementos naturales o naturalizados puede reducir la soledad al ofrecer oportunidades de alivio, de romper el aislamiento social y de reducción del estrés de la vida cotidiana. Así, podemos encontrar en la naturalización de los escenarios de la vida cotidiana un recurso de gran valor estratégico para hacer frente a los problemas generados por experiencias de aislamiento social y de vacío existencial. En suma, en este y en otros trabajos se sistematiza que el contacto con la naturaleza puede tener cuatro grupos de efectos: tres de ellos positivos y uno negativo.8 Los tres positivos son que la naturaleza puede ayudar a desarrollar la capacidad para afrontar mejor los retos vitales, a restaurar las capacidades personales agotadas o disminuidas por los efectos de la vida cotidiana, y a reducir los perjuicios y daños que se arrastran. El cuarto alude al hecho, también comprobado, de que, si los espacios verdes son de mala calidad o se degradan o están mal gestionados (por ejemplo, espacios deteriorados, inseguros o abandonados), se pueden producir perjuicios y agravar situaciones personales.

Muchas evidencias registradas en este sentido se agrupan en torno a la conocida hipótesis de la restauración, que explica, en su versión más clásica, que el contacto con entornos naturaleza y/o naturalizados contribuye a los procesos de recuperación de la capacidad de atención (teoría de la restauración de la atención) y amortigua o reduce los efectos negativos de los eventos estresantes (teoría de la reducción de estrés), entre otros efectos positivos.9 Un estudio con muestras infantiles de 832 participantes de 6 a 12 años realizado en nuestro equipo mostró el papel que el contacto con la naturaleza cercana tiene en la reducción de los efectos negativos de algunos eventos estresantes de la vida cotidiana, como estar expuesto a frecuentes discusiones en la familia o ser víctimas de acoso en el entorno escolar.10 A estas dos versiones de la teoría de la restauración, Terry Hartig añade dos desarrollos teóricos aún por explorar: la teoría de la restauración relacional, que destaca que las experiencias con los espacios verdes pueden permitir y promover interacciones prosociales y de apoyo entre personas que mantienen relaciones estrechas, y la teoría de la restauración colectiva, que se refiere a la disminución de exigencias y demandas y a la oportunidad de experiencias positivas compartidas dentro de las comunidades, ciudades y sociedades locales.11

Como puede verse, el aluvión de evidencias empíricas sobre los beneficiosos efectos de la naturaleza en la vida humana ha dado lugar también a planteamientos teóricos y conceptuales que hacen de este tema uno de los ejes de la investigación psicoambiental en la actualidad. Sin embargo, el modelo de organización social y espacial actual se ha basado en una tendencia secular a la desconexión y alejamiento de la naturaleza, reduciendo el contacto con la estimulación natural a episodios puntuales e ignorando la estrecha dependencia de la vida humana del resto de formas de vida. Esta tendencia ha ido acompañada frecuentemente por un afán destructivo y depredador de los recursos naturales en la arrogante creencia de que todo lo existente está a nuestro exclusivo servicio.

 

La conceptualización de la naturaleza: la naturaleza, patrimonio emocional

Una de las dimensiones básicas de la cultura humana se define por la forma en que es entendida la relación entre la vida humana y la naturaleza. Clyde Kluckhohn, un antropólogo cuyos estudios sobre los navajos nativos norteamericanos han sido de gran importancia, creía que la cultura —cualquiera que sea la acepción que contemplemos de este polisémico concepto— refleja el modo que tenemos de relacionarnos con la naturaleza. Y podemos considerar que es clave para nuestro ser en el mundo y la forma en que nos relacionamos con ella. La naturaleza es una fuente inagotable de actividad mental, incluyendo las emociones transcendentes de asombro y sobrecogimiento.12 Así pues, la experiencia de la naturaleza, la forma en que se enjuicia y los sentimientos que provoca, son muy variados, pero todos ellos confluyen en el hecho de que la experiencia de la naturaleza induce sentimientos y estados de ánimo, a veces positivos y en otras ocasiones negativos. Recientemente, Glenn Albrecht propuso el término de «sumbiografía» (de raíz griega en referencia al hecho de «vivir juntos») para describir los significados y la importancia de la convivencia con la naturaleza, las personas y el resto de los seres vivos.13 Es una manera de describir el universo incontable de relaciones que dan lugar a cualquier forma de vida, que, en consecuencia, nunca será completamente independiente de las otras formas de vida. En esta palabra (sumbiografía) también aparece el término bio, que alude a la vida como resultado de esta trama de relaciones.

Con el énfasis en lo que significa sumbiografía, pretendo criticar el prometeico intento de algunos modelos culturales de considerar la especie humana como una forma de vida radicalmente excepcional, considerando al ser humano superior y dueño del conjunto de la trama vital. El desarrollo tecnológico (la «cultura material») se ha asentado sobre un conjunto de valores («cultura no material») a partir de la consideración supremacista de la vida humana. La tecnología y los valores a ella asociados han conformado una visión dualista de la existencia humana. Esta ficción hace tiempo que entró en crisis, y con ella el modelo de organización estructural que considera la vida humana con una importancia superior y al margen del resto de seres vivos. Esta creencia básica ha sido considerada el punto central del denominado «paradigma social dominante», frente a un paradigma ecocéntrico, o «nuevo paradigma ecológico». De hecho, un estudio de Kilbourne y colaboradores confirma con datos empíricos que a medida que aumenta la creencia en valores del paradigma social dominante, de claro signo antropocentrista, disminuye la preocupación expresada por el medio ambiente.14 La preocupación ambiental, según estos autores, se relaciona con otras creencias, tales como la necesidad de cambios sociales y personales para recuperar el equilibrio ambiental en la relación con otros seres vivos, o con la naturaleza en su conjunto.

El uso extendido de la naturaleza para referirnos a las formas de vida del planeta es muy común y, en ocasiones, un tanto confuso. De hecho, en muchos trabajos de psicología ambiental se plantea como problema de investigación lo que entendemos por el término naturaleza. Si recurrimos al propio concepto de diversidad biológica tampoco se clarifica mucho el concepto. El Convenio de Diversidad Biológica de hace casi 30 años definía la diversidad biológica como «la variabilidad de organismos vivos de todas las clases, incluida la diversidad dentro de las especies, entre las especies y de los ecosistemas». Una definición así parece que coloca la biodiversidad como una cuestión meramente técnica o propia de los diferentes expertos en el estudio de los organismos vivos. Sin embargo, desde mi punto de vista, la naturaleza y la diversidad biológica hace referencia también al tipo de estimulación del funcionamiento psicológico que proporciona la naturaleza y la capacidad que las personas tenemos de reconocerla.

Hace algún tiempo conocí de primera mano un programa de educación ambiental que se realizaba en la Comunidad de Madrid. El eje central de la experiencia consistía en promover visitas de escolares a uno de los lugares más atractivos de la Sierra de Guadarrama (las lagunas y circo de Peñalara). Durante algunas semanas estuve conociendo las formas en que se llevaba a cabo este programa en el que destacaba el meritorio trabajo de las monitoras, que explicaban este impresionante entorno de origen glaciar que ha sobrevivido a pesar de las múltiples amenazas que se ciernen sobre él. Tenía curiosidad no tanto por lo que los escolares aprendían, sino por el tipo de experiencia que vivían. En una parte del recorrido que realizaban conseguimos que durante algunos minutos una veintena de estudiantes de primaria guardaran silencio y, con los ojos cerrados, intentaran identificar qué oían. Prácticamente todos los participantes, después de este tiempo de silencio, insistían en que no oían nada. Sin embargo, la grabación de ese momento sonoro permitía identificar un viento ululante, sonidos lejanos de cencerros de ganado e, incluso, el sordo rumor de un arroyo. Obviamente, todos ellos podían oír. Pero no pudieron reconocer estos elementos del paisaje sonoro del lugar. Propuse entonces el término de «analfabetismo natural» no para definir la falta de conocimiento sobre los nombres de plantas o aves que encontrábamos en el recorrido, sino para definir la incapacidad de reconocer la estimulación del entorno natural que estaban recibiendo. El analfabetismo natural operaría como lo que en psicología se denomina «sordera psicólogica». Envueltos en una variedad amplia de estímulos de todo tipo, no pueden ni reconocer ni identificar ni discriminar la mayor parte de las señales que les rodeaban. Oían, pero eran incapaces de reconocer los estímulos que formaban parte de ese paisaje. Esto no quiere decir que no influya esta estimulación en sus afectos y estados de ánimos, sino que influyen casi de manera automáticamente, más allá de nuestro propio nivel de conciencia sobre la causa que produce estos efectos. Y ello dificulta a veces poner en valor el carácter de patrimonio emocional de la estimulación de los entornos naturales.

Este hecho da idea de la importancia que tiene conocer el concepto de naturaleza y biodiversidad más allá de las definiciones estrictamente técnicas. Me refiero, de nuevo, a la «experiencia de la naturaleza» y a la pregunta de qué entendemos por naturaleza. En un trabajo publicado en 2020, realizado con una muestra infantil de 94 participantes de 5 años, se reflejó que la mayor parte de los participantes reconocían como naturaleza fundamentalmente elementos de vegetación en múltiples formas (31,28%) y de animales (32,29%).15 Otras alusiones para definir naturaleza fueron categorizadas como referencias a «procesos naturales», en un 10,42% de los casos (para referirse, por ejemplo, a ciclos estacionales), y a la naturaleza inanimada (6,34%), como, por ejemplo, el arco iris o cuerpos celestes (como la luna y las estrellas). Estos resultados son similares a los obtenidos en un estudio cualitativo realizado en nuestro equipo de investigación unos años antes.16

Algunos de estos resultados muestran la acepción, un tanto estereotipada, del concepto de naturaleza. Pero lo que no cabe duda (y los dos estudios mencionados anteriormente así lo muestran) es que la experiencia de la naturaleza, la forma en que se enjuicia y los sentimientos que provoca, es muy variada, pero todos ellos confluyen en el hecho de que la experiencia de la naturaleza induce sentimientos y estados de ánimo y, en consecuencia, no sería exagerado considerar a la naturaleza, y a la diversidad que contiene, también como un elemento más de patrimonio emocional, personal y colectivo.

La naturaleza, como el entramado de otras formas de vida con las que se relaciona la vida humana, llega a formar parte del paisaje existencial que habitamos. La experiencia de relación con estos entornos genera en las personas sentimientos de aprecio y vínculos emocionales que tienen una gran importancia en la vida cotidiana e, incluso, en los procesos de formación de la propia identidad. Y predominan los estudios que muestran los efectos positivos del contacto con la naturaleza, aunque tampoco hay que ignorar las reacciones emocionalmente negativas ante la estimulación natural que también existen, que recientemente se han definido como respuestas biofóbicas.17 Surge así la pregunta sobre la razón de estos efectos en la vida humana.

 

El atractivo de la naturaleza

Existe un debate abierto entre los investigadores sobre las razones que explican los beneficiosos efectos del contacto con la naturaleza. El primer nivel de explicación es de carácter filogenético (de inspiración evolucionista) y se puede describir a partir de la conocida hipótesis de la biofilia. Esta aproximación, por muy sugerente que resulte, es sin embargo difícil de comprobar empíricamente en todas sus predicciones. Es mucho más interesante la aproximación basada en los estudios de percepción y preferencia del paisaje. Tal sería el caso de algunas teorías propuestas por Jay Appleton,18 englobadas en lo que este autor denomina la «estética de la supervivencia», como la teoría del hábitat, que predice que resultarán más atractivos aquellos paisajes que contenga contenidos ecológicos que han sido relevantes para la supervivencia de la especie. Y, entre estos elementos, tiene una particular relevancia la presencia de vegetación (fitofilia) y de agua (hidrofilia). Un ejemplo del papel de la variable de la vegetación queda recogido en la Figura 1, que plantea el dilema de cuál de estos dos paisajes resultaría más atractivo. Sin duda, la respuesta mayoritaria es el paisaje 1.2.

 

Figura 1. ¿Cuál cree usted que es el paisaje que gustaría a más gente?19

 

Junto a estos elementos de contenido del paisaje, Appleton formula también su teoría de la panorámica-refugio, que destaca el papel de la forma y la configuración del paisaje. Esta teoría muestra, con una explicación igualmente filogenética, que existe un patrón generalizado de juicio estético sobre lugares que permiten ver mucho (lugares panorámicos) y otros que permitirían, en caso de una eventual amenaza, protegerse (lugares de refugio). Una confirmación empírica de algunos de esos supuestos la hemos obtenido en un trabajo publicado recientemente que confirma el papel inductor de experiencia estética de paisajes naturales o naturalizados que tienen estos cuatro elementos: presencia de agua, de vegetación, oportunidad de exploración panorámica y oportunidad de refugio.20

Junto a esta explicación filogenética, cabe también la posibilidad de una explicación de carácter ontogenético que relaciona estos beneficiosos efectos con la compatibilidad entre tareas mentales cognitivas (como la atención), con la estimulación procedente de los elementos naturales (de vegetación y agua), y con la forma del entorno resultante. En este sentido, destaca el valor no sólo de los elementos naturales de un entorno, sino de la configuración de la relación entre los distintos elementos que lo componen. Por ejemplo, una de las variables que ha sido objeto de estudio, y que deriva de un modelo de percepción de paisaje clásico (el denominado modelo informacional de Stephen y Rachel Kaplan), es la variable del misterio.21 Esta variable hace referencia no tanto al contenido explícito de un entorno natural, sino, más bien, a la promesa de información que el lugar, por su configuración, ofrece. Un paisaje misterioso, asociado con descriptores físicos tales como la existencia de curvas o de pantallas que velan la información que contiene (pero no la ocultan del todo), resulta mucho más atractivo que un paisaje uniforme y monótono. De hecho, la investigación empírica ha mostrado que el misterio es una de las variables predictoras de la preferencia por un paisaje más importantes. La diversidad biológica, por tanto, también se puede experimentar en la forma que tienen un entorno natural.

En la explicación de los beneficiosos efectos de la naturaleza se han sugerido también otros argumentos basados en la conexión con la naturaleza.22 Como se ha dicho al inicio de este trabajo, los lugares que habitamos conforman de manera decisiva no solo nuestros sentimientos y estados de ánimo, sino también nuestra manera de estar y ser en el mundo: nuestra identidad. Y el constructo de conexión con la naturaleza podría describir este patrón. De hecho, la conexión con la naturaleza no se refiere sólo a la naturaleza biofísica de la relación entre el self y la naturaleza, sino también al hecho de que esta experiencia determina la conciencia y comprensión del mundo natural en su conjunto. La conectividad con la naturaleza implica también la construcción de la identidad ecológica. Desde un punto de vista operativo, un estudio de Pasca, Aragonés y Coello, de la escala más utilizada para medir este aspecto (la escala de conectividad con la naturaleza de Mayer y Frantz), propone la reducción de esta escala a una versión de sólo siete ítems.23 Y, de entre todos ellos, el análisis realizado por estos autores permite concluir que el ítem más informativo y que podría ser el mejor ejemplo de una definición operacional de la conectividad sería el siguiente: «Como un árbol puede ser parte de un bosque, me siento inserto en el mundo natural más amplio». Esto nos permite relacionar la conectividad con la naturaleza con el término de Albrecht, ya citado, de la sumbiografía. La conectividad con la naturaleza podría, además, ser útil como un amplio referente conceptual para entender que las experiencias del contacto con la naturaleza ayudan a las personas a estar bien. Surge, además, el interrogante de si esta relación tiene efectos que van más allá de la experiencia psicológica del bienestar.

 

Experiencias ambientales significativas

La naturaleza, pues, ayuda a las personas a estar mejor. ¿Contribuye también a ser mejores? A este respecto, merece la pena recordar el concepto propuesto en los albores de la educación ambiental (en 1980) por Thomas Tanner de las «experiencias significativas de la vida» (significant life experiences) y el importante papel que en la conformación de estas experiencias significativas tiene la naturaleza.24 Tal y como mencionábamos en un trabajo previo,25 Louise Chawla, en un relevante trabajo de revisión sobre esta cuestión, estudió una muestra de 56 personas que en su etapa adulta podrían ser consideradas como activistas ambientales.26 Este trabajo, realizado a partir de los recuerdos reconocidos por los participantes, permite concluir (a pesar de algunos problemas metodológicos que el estudio tiene) que el compromiso ambiental en la edad adulta se asocia con el recuerdo de experiencias positivas de estancias en espacios naturales o naturalizados durante la infancia, y con el reconocimiento a la influencia de personas que actuaron como inductores del valor del compromiso ambiental (especialmente familiares o profesores). Esta contribución de Chawla ha tenido una gran influencia en los diseños de programas de educación ambiental al destacar la importancia de las experiencias ambientales significativas más allá de otros recursos (información, formación, etc.) en la génesis de la conciencia ecológica responsable. En efecto, permite pensar en la importancia estratégica de las experiencias ambientales infantiles, y específicamente en las de contacto con la naturaleza, en la génesis de la proambientalidad. Como se ha dicho anteriormente, estos resultados podrían verse afectados por los sesgos de la memoria y, en particular, por el sesgo del presentismo que predice que los recuerdos más relevantes del pasado (en la infancia) podría emerger como consecuencia de las experiencias y valores que se tienen en el momento en que los recuerdos se evocan (en la etapa adulta). Sin embargo, la idea sobre el papel de las experiencias de contacto con la naturaleza en la infancia se ven confirmadas en un estudio longitudinal más reciente publicado en 2018.27 En este trabajo los investigadores recogieron datos de, entre otras variables, la conciencia ecológica infantil, el comportamiento proambiental y el contacto directo con el medio natural en niños de 6 años. Los mismos datos fueron recogidos cada dos años hasta que los participantes cumplieron los 18 años. Los resultados mostraron que el predictor más fuerte de la acción proecológica a los 18 años son las experiencias ambientales en la naturaleza a la edad de 6 años. Estos estudios y otros muchos que pudiera citarse permiten confirmar el papel relevante que el contacto con la naturaleza tiene en las personas, incluso aunque las personas no se den cuenta de su influencia; y que estos efectos no sólo contribuyen al bienestar humano, sino también a la génesis de una ética proambiental y, en consecuencia, a «ser mejores personas».

 

Conclusión

En este trabajo se ha recogido un conjunto de aportaciones que justifican la relevancia del contacto con la naturaleza en la vida cotidiana de las personas. Una de las inferencias más relevantes de los trabajos mencionados es, precisamente, la importancia estratégica que tienen las propuestas de renaturalización de los escenarios de la vida cotidiana y de la agenda de vida diaria de las personas. Recuperar el contacto con la naturaleza no es sólo una pretensión de inspiración romántica que se ha puesto de moda. En realidad, la recuperación del contacto con la naturaleza refleja una honda necesidad humana, de la que tomamos conciencia cuando reconocemos los beneficiosos efectos de la estimulación natural, incluyendo los beneficios para la salud. Por eso, muchas de estas contribuciones plantean la necesidad de formular nuevas aspiraciones basadas en el sueño de una sociedad mejor que ponga al mismo nivel de importancia el cuidado de las personas y el cuidado de la naturaleza. El colapso social y el incremento de situaciones de riesgo de exclusión social es una secuela más del expolio de nuestros hábitats. El riesgo de colapso ecológico es paralelo al riesgo del colapso social. El cuidado y la protección de la biodiversidad es una manera más de cuidar y proteger la vida humana. Proteger la naturaleza y defender el equilibro natural es una manera más de hacer frente a las crónicas situaciones de desigualdad social, y es una exigencia derivada del necesario compromiso —personal y colectivo— de lucha contra los riesgos que amenazan el futuro de la vida humana.

José Antonio Corraliza es catedrático de Psicología Social y Ambiental en la Universidad Autónoma de Madrid.

 

NOTAS:

1 José A. Corraliza, «El malestar en época de crisis concatenadas: algunas claves psicosociales», Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, núm. 158, 2022, pp. 57-76.

2 Clare Cooper Marcus, «Environmental memories», en Irwin Altman & Setha M. Low (eds.), Place attachment, Plenum Press, New York, 1992.

3 Rachel Kaplan y Stephen Kaplan, The experience of nature. A Psychological perspective, Cambridge University Press, Cambridge, 1989.

4 Adrián Moll et al., «Restorative effects of exposure to nature on children and adolescents: a systematic review», Journal of Environmental Psychology, núm. 84, 2022, pp. 101884.

5 Fliss Smith y William Turner, «What are the psychological and cognitive wellbeing benefits as reported by people experiencing green space? A meta-ethnography», Wellbeing, Space and Society, núm. 5, 2023, pp. 100158.

6 Thomas Astell-Burt et al., «More green, les loneliness? A longitudinal cohort study», International Journal of Epidemiology, núm. 51 (1), 2022, pp. 99–110.

7 Thomas Astell-Burt et al., «Green space and loneliness: A systematic review with theoretical and methodological guidance for future research», Science of The Total Environment, núm. 847, 2022, pp. 157521.

8]Ibidem.

9 Silvia Collado et al., «Restorative Environments and Health» en Ghozlane Fleury-Bahi, Enric Pol, y Óscar Navarro (eds), Handbook of Environmental Psychology and Quality of Life Research, International Handbooks of Quality-of-Life, Springer, Cham, 2017.

10 Silvia Collado y José A. Corraliza, Conciencia ecológica y bienestar en la infancia. Efectos de la relación con la naturaleza, Editorial CCS, Madrid, 2017.

11 Tery Hartig, «Restoration in nature: beyond the conventional narrative» en Anne R. Schutte, Julia Torquati, Jeffrey R. Stevens (eds.), Nature and Psychology: Biological, Cognitive, Developmental, and Social Pathways to Well-being (Proceedings of the 67th Annual Nebraska Symposium on Motivation), Springer Nature, Cham, Switzerland, 2021.

12 Lisbeth C. Bethelmy y José A. Corraliza, «Transcendence and Sublime Experience in Nature: Awe and Inspiring Energy», Frontiers in Psychology, núm. 10, 2019, pp. 509.

13 Glenn Albrecht, Las emociones de la tierra. Nuevas palabras para un nuevo mundo, MRA ediciones, Barcelona, 2020.

14 William E. Kilbourne, Suzanne C.Beckmann y Eva Thelen, «The role of the dominant social paradigm inenvironmental attitudes: A multinational examination», Journal of Business Research, núm. 55, 2002, pp. 193–204.

15 Pablo Olivos-Jara et al., «Biophilia and biophobia as emotional attribution to nature in children of 5 years old». Frontiers in Psychology, núm. 11, 2020, pp. 511.

16 Silvia Collado, Lupicinio Íñíguez-Rueda y José A. Corraliza, «Experiencing nature and children’s conceptualizations of the natural world». Children’s Geographies, núm. 14, 2016, pp. 716–730.

17 Pablo Olivos et al., 2020, op. cit.

18 Jay Appleton, The Experience of Landscape, John Wiley and Sons, New York, 1996.

19 Fotos de Pedro Retamar.

20 José A. Corraliza, Belinda de Frutos y Adrián Moll, «Naturaleza y belleza escénica. Estudio de los juicios de preferencia en paisajes naturales», Ecosistemas, núm. 32 (especial), 2023, pp. 2466.

21 Rachel Kaplan, Stephen Kaplan y Terry Brown, «Environmental Preference: A Comparison of Four Domains of Predictors», Environment and Behavior, núm. 21(5), 1989, pp. 509-530.

22 Pablo Olivos y Susan Clayton, «Self, Nature and Well-Being: Sense of Connectedness and Environmental Identity for Quality of Life» en Ghozlane Fleury-Bahi, Enric Pol, y Óscar Navarro, (eds.), Handbook of Environmental Psychology and Quality of Life Research. International Handbooks of Quality-of-Life, Springer, Cham, 2017.

23]Laura Pasca Laura, Juan I. Aragonés y María T. Coello, «An Analysis of the Connectedness to Nature Scale Based on Item Response Theory», Frontiers in Psychology, núm. 8, 2017.

24 Thomas Tanner, «Significant life experiences. The Journal of Environmental Education», núm. 11(4), 1980, pp. 20-24.

25 José A, Corraliza y Silva Collado, «Conciencia ecológica y experiencia ambiental en la infancia», Papeles del Psicólogo, núm. 40 (3), 2019, pp. 190-196.

26 Louise Chawla, «Significant Life Experiences Revisited: A Review of Research on Sources of Environmental Sensitivity», The Journal of Environmental Education, núm. 29:3, 1998, pp. 11-21.

27 Gary W Evans, Siegmar Otto y Florian G. Kaiser, «Childhood Origins of Young Adult Environmental Behavior», Psychological Science, núm. 29(5), 2018, pp. 679-687.