El mito del trabajo

El mito del trabajo: origen, evolución y perspectivas

Erik Gomez-Baggethun y José Manuel Naredo

Vivimos en una sociedad estructurada en torno al trabajo. El trabajo no es sólo el principal medio por el cual satisfacemos nuestras necesidades, sino también un importante vector de integración social y un indicador clave de estatus e identidad. En nuestra era, los edificios más altos y espectaculares ya no son iglesias, templos y catedrales para honrar a los dioses, sino rascacielos de oficinas al servicio del trabajo.

La noción de trabajo se percibe hoy como una categoría eterna y universal que tendemos a asumir acríticamente. Pero, por naturalizada que nos parezca hoy en día, la noción de trabajo no existía en otros tiempos.[1] Se consolidó allá por el siglo XVIII, junto con que la noción de producción y la propia idea sistema económico.[2]

La mayoría de las sociedades preindustriales no estaban organizadas en torno al trabajo e incluso carecían en sus idiomas de un término equiparable a la palabra trabajo. Las palabras utilizadas para expresar ideas relacionadas con lo que hoy se entiende por trabajo tenían un significado mucho más estrecho (por ejemplo, para designar actividades concretas) o mucho más amplio (que puede incluir la actitud meditativa del chamán).[3]

La antigua Grecia ofrece un buen ejemplo de una sociedad no estructurada en torno al trabajo. El relato etimológico detallado de Arendt[4] muestra que, al igual que las sociedades primitivas, los antiguos griegos no tenían una palabra que integrara la amplia gama de actividades que actualmente incluimos bajo el término «trabajo» como una categoría homogénea, como tampoco la tenían los antiguos romanos. Su vocabulario contenía una variedad de conceptos para designar diferentes actividades, sujetas a diferente valoración social. Por ejemplo, se despreciaban las tareas ordinarias y generalmente penosas (pónos) relacionadas con la subsistencia y el abastecimiento diario, que no se identificaban con la obra (ergon). Pero no era tanto la manualidad o el esfuerzo exigido por las actividades lo que llevaba a calificarlas de serviles o degradantes, como el carácter dependiente de quienes las realizaban ya fueran esclavos o asalariados.

En Roma se mantuvo ese desprecio por las actividades penosas y dependientes, lo que llevó a Cicerón a afirmar que «cuanto tenga que ver con un salario es sórdido e indigno de un hombre libre […] como también lo es el comercio de reventa».[5] Y en la Edad Media también se siguió careciendo de un término que comprendiera la gama de actividades que ahora llamamos trabajo. Además, como todavía no se había inventado la noción hoy usual de sistema económico, en el lenguaje de las sociedades primitivas, antiguas o medievales no se encuentra una clara diferenciación entre actividades productivas e improductivas, ni entre el trabajo (productivo) y el ocio (parasitario).

El trabajo como criatura de la revolución industrial y la ciencia económica

El trabajo tal como lo conocemos hoy en día es una palabra y una categoría que surgió en un contexto social e ideológico concreto: se estableció conjuntamente bajo el capitalismo industrial y bajo la eclosión de la moderna ciencia económica como disciplina independiente.[6] Se introdujo en el siglo XVIII y se consolidó un siglo más tarde a través de la codificación legal. Además, a finales del siglo XIX al XX, el trabajo (como mano de obra asalariada) se convirtió en la fuente central de supervivencia, identidad personal y movilidad social en los países industrializados.[7] Esbocemos sumariamente cómo surgió y se acabó imponiendo la ideología y la disciplina actual del trabajo.

Las alabanzas a una vida ordenada por la reglamentación monástica y militar se ajustaban a las necesidades del naciente capitalismo. El sonido de las campanas en los monasterios y de las trompetas en los campamentos y barracones, pronto sería imitado por la sirena de las fábricas que pidieron a los trabajadores que se sometieran al ritmo del proceso económico a través del reloj.[8] También hay que advertir que, en el medio rural, el ritmo de las tareas realizadas variaba mucho a lo largo del año, al verse condicionada por las estaciones y el clima, dificultando englobarlas todas bajo una categoría homogénea. Solo la reducción del peso de las tareas agrarias y el avance industrial, unidos a la capacidad de controlar el ambiente mediante iluminación y climatización artificiales, abrió la posibilidad de concebir e imponer la aplicación de un tiempo de trabajo homogéneo durante todo el año.

Ya separado de los ritmos de la naturaleza, el tiempo se convirtió en dinero, y el uso del reloj difundió la idea de “falta de tiempo”. Thompson[9] señala que, en el siglo XVI, cuando las campanas de los relojes comenzaron a sonar a intervalos regulares, el trabajo se empezó a erigir en un valor supremo.

La concepción actual del trabajo surge del capitalismo industrial y la eclosión de la moderna ciencia económica

Aunque la ética del trabajo se había ido extendiendo en siglo XVI entre la burguesía industrial y mercantil, todavía costaría mucho tiempo romper el desprecio por el trabajo asalariado presente entre los campesinos. Incluso tras la liquidación de los usos “comunes” de la tierra y el cercamiento de las fincas que dejó sin medios de vida a buena parte del campesinado en Inglaterra, se constata que llevar a los campesinos y artesanos a las fábricas resultó una tarea difícil. «A los tejedores de lana –escribe Thomson[10]– no les gustaban las fábricas: representaban primero la disciplina; la campana o sirena de la fábrica; el tiempo bajo vigilancia […] entrar en la fábrica era pasar de ser una persona autónoma y motivada, por pobre que fuera, a ser un sirviente». Los empleadores se quejaban de que los tejedores mantuvieron el “San lunes”, la tradición del absentismo de los lunes[11], que a veces incluso extendían hasta el martes.[12] Un trabajador dispuesto a vender mano de obra al mejor postor era raro en tiempos preindustriales. Thompson señala que no es hasta mediados del siglo XIX cuando podemos vislumbrar «el tipo de trabajador templado, prudente y responsable, orgulloso de poseer un reloj».[13] El evangelio del trabajo finalmente se había impuesto.

Es en el siglo XVIII cuando fue tomando cuerpo la idea actual de trabajo, consolidando su glorificación y su institucionalización como fuente central de ingresos y estatus.[14] El trabajo apareció entonces por primera vez como una categoría homogénea, medible en unidades de tiempo o valor[15] y se identificó unívocamente con el trabajo productivo (de valor añadido) excluyendo las actividades no mercantilizadas. También se identificó unívocamente con la actividad útil, ya que el ocio se degrada a una naturaleza meramente pasiva y parasitaria, corrompiendo el significado antiguo de la palabra, que comprendía la idea de un ocio activo y creativo. El trabajo se convirtió gradualmente en el principal marcador de estatus e identidad en las sociedades industriales, así como el vector más importante para el reconocimiento y la integración de la sociedad.

En este contexto la palabra trabajo fue surgiendo y extendiéndose junto con la revolución industrial y la ideología económica dominante. Cabe afirmar que en el grueso de los países y lenguas del mundo occidental la palabra trabajo tomó sus raíces de otras que significaban tareas penosas y dependientes. «En el griego moderno la palabra doulía significa trabajo en general, como transposición directa de la palabra esclavitud en el griego antiguo, douleía, y doulos, esclavo. Al igual que en español y en francés las palabras trabajo y travail proceden de la voz latina tripalium, que designaba el potro de tres palos al que se ataban los esclavos o malhechores para infligirles castigo. También en ruso las palabras rabota –trabajo– o rabotnik –trabajador– proceden de la raíz rab –esclavo–. En ingles, la palabra labor –trabajo– es originariamente sinónimo de torment –tormento– o agony –agonía–. Y algo similar ocurre en rumano, macedonio, ucraniano, polaco, búlgaro, checo y eslovaco».[16] De esta manera, resulta en extremo paradójico que se pretenda construir una sociedad de personas libres e iguales a base de someterlas mayoritariamente a las servidumbres de un trabajo dependiente, de considerarlas mera “fuerza de trabajo” o “capital humano” a gestionar por otros, con la diferencia respecto a los propietarios de esclavos que ahora los que alquilan y utilizan el trabajo no tienen que preocuparse de cuidar, ni de amortizar a los trabajadores.

La palabra trabajo tomó sus raíces de otras que significaban tareas penosas y dependientes

Paralelamente, a medida que en el siglo XVIII se extendía la palabra trabajo y se gestaba la moderna idea de sistema económico, con la noción de producción y el afán de acrecentarla mediante el trabajo, fue cambiando también la noción de riqueza y del modo de obtenerla. Así, autores que van desde Aristóteles a Copérnico han venido afirmando que «la tierra concibe por el sol y de él queda preñada, dando a luz todos los años».[17] Sin embargo, William Petty, destacado economista del siglo XVII, estableció ya la llamada “ecuación natural” de la riqueza, en la que afirmaba que «el trabajo es el padre y la tierra la madre de la riqueza». Con lo cual un nuevo ingrediente activo y masculino, el Padre-Trabajo, vino a sustituir a las potencias celestes a la hora de fecundar a la Madre-Tierra, erigiéndose en una categoría fundamental del enfoque económico ordinario. Un paso más allá lo dieron los llamados economistas clásicos, con Adam Smith a la cabeza, atribuyendo ya al Padre-Trabajo el monopolio de la creación (de valor monetario o de cambio). En efecto, la primera frase de su famoso libro fundacional, La riqueza de las naciones (1776), afirma que «el trabajo anual de cada nación es el fondo que la surte de todas aquellas cosas necesarias y útiles para la vida». Frase cuya aceptación acrítica denota que ya se ha operado un fuerte lavado de cerebro, puesto que, entre otras cosas, el aire que respiramos…o el agua que bebemos, asociados a esos dos fenómenos consustanciales con la vida y la alimentación, que son la fotosíntesis y el intercambio iónico, poco tienen que ver con el trabajo. La teoría del valor trabajo, formulada por Smith y asumida y divulgada por Ricardo y por Marx, contribuyó a entronizar la categoría trabajo como ingrediente básico en la producción (de valor) y a afianzar la axiomática que subyace a la idea usual de sistema económico que las Cuentas Nacionales se encargan de cifrar.

Precisiones sobre el concepto de trabajo

En su significado más amplio, trabajar es «ocuparse en cualquier actividad física o mental» (según el Diccionario de la Real Academia Español de la lengua) y trabajo 1) «acción de trabajar» y 2) «ocupación retribuida». El Diccionario de Oxford del Inglés define el trabajo de forma algo más estricta como «toda actividad que implica un esfuerzo mental o físico realizado para lograr un propósito o resultado». Sin embargo, en el lenguaje económico, la noción dominante de “trabajo” tiene un significado mucho más estrecho, que viene delimitado implícitamente por la noción usual de sistema económico. Es corriente que se utilice la palabra trabajo ignorando y solapando las marcadas diferencias de significado que se observan entre la noción amplia y coloquial de trabajo y aquella mucho más estricta del enfoque económico ordinario.

Hemos de recordar por tanto que la noción de trabajo como actividad humana asociada a la actividad de producción (de valor) es un ingrediente básico de la noción usual de sistema económico[18] que a su vez contribuye a reforzar la noción de trabajo al atribuirle funciones productivas (de valor). La categoría trabajo así definida es un objeto teórico. Es decir, que al igual que la de los objetos económicos, es una categoría que viene definida implícitamente por el sistema económico, ya que registra solo aquellas actividades humanas asociadas al proceso llamado de producción, que se supone infunde valor a los objetos económicos. De ahí que esta categoría de trabajo sea más restringida que la acepción coloquial del término y que los contables nacionales se vean obligados a delimitar el contenido de los agregados velando por la coherencia de la representación contable de la idea admitida de sistema económico, cuando exigen una estricta correspondencia entre producción y trabajo y, por ende, dejan de contabilizar como trabajo aquellas actividades que no consideran productivas (de valor), como ocurre, por ejemplo, con las tareas domésticas y de cuidados no retribuidas.

Estas actividades, al no infundir valor monetario a ningún objeto económico, no computan ni como trabajo, ni como producción, ni como consumo. Por el contrario, las metodologías al uso de las contabilidades nacionales han acordado dar a la actividad remunerada de los funcionarios el tratamiento de trabajo, incluyendo también en los agregados de producción y de consumo el valor añadido imputado de estos “servicios no destinados a la venta”, que se valoran simplemente por el sueldo que cobran los funcionarios. En uno y otro caso se trata de preservar la coherencia lógica del sistema manteniendo las correspondencias biunívocas antes mencionadas entre trabajo, producción y consumo (presente o diferido).[19] El aire que respiramos ni se produce ni se consume ni, por supuesto, respirar es trabajo. Como tampoco lo es escribir un artículo, correr, conducir, mover o clasificar objetos, dar patadas a un balón, cocinar, limpiar, cuidar personas, animales o plantas… si no tienen una contrapartida monetaria o monetizable. Sólo si esta contrapartida existe, las actividades pasan a convertirse en trabajos que producen “bienes y servicios”. En suma, que la noción de trabajo así definida forma parte de las categorías constitutivas de la noción usual de sistema económico que se inventó en el siglo XVIII y se consolidó después haciendo creer que se trata de algo objetivo y universal.

Este proceso contribuyó a entronizar la metáfora absoluta de la producción (es decir en, una metáfora que transfiere ideología en cuestiones relevantes sin respaldo lógico ni empírico alguno) y la correspondiente noción de trabajo, noción que al estar asociada a una contrapartida o producto monetario o monetizable deja fuera cantidad de actividades que coloquialmente podrían ser calificadas de trabajo y que pueden ser muy importantes, pero que permanecen así invisibilizadas o ninguneadas por el enfoque económico dominante. Y cuando una red analítica deja escapar aspectos inestudiados caben dos posibilidades: estirar esa misma red para atrapar elementos que quedaban fuera o usar otras redes y enfoques más adecuados, siendo en el caso que nos ocupa esta segunda opción la más fructífera. Porque, por ejemplo, en el caso de las tareas domésticas o de cuidados no retribuidas, no parece que se haría mucha justicia incluyéndolas como producción y consumo de servicios a costa de mercantilizarlas y minusvalorarlas, al imputarles para ello el salario miserable del trabajo doméstico. En vez de minusvalorarlas de esa manera, sería mejor visibilizarlas estudiando el tiempo destinado a cada una de ellas, así como la utilidad social o el sentimiento y la motivación individual de quienes las ejercen (viendo si son obligadas o libres, penosas o placenteras…). También habría que revisar en que medida el “tiempo libre” está plagado de servidumbres que las empresas, administraciones o familias han venido cargando sobre determinadas personas, dando lugar a eso que Illich llamó “trabajo sombra”[20]… o está sometido a los dictados de la “sociedad de consumo”. Esta sería la manera de visibilizar aspectos y dimensiones que ocultan los enfoques económicos dominantes de la producción y del trabajo.

 Crisis de la noción de trabajo

Hemos visto que el contexto social e ideológico marcado por la sociedad industrial y la idea usual de sistema económico aportó el caldo de cultivo adecuado para que la noción de trabajo pudiera prosperar. Pero este contexto fue cambiando y durante las últimas décadas asistimos a una crisis de la noción de trabajo tal y como se ha venido entendiendo en el último siglo en el seno de las sociedades industriales. El peso de las actividades agrarias e industriales fue decayendo en favor de “los servicios”, la metáfora de la producción fue perdiendo capacidad explicativa ante la eclosión de nuevas formas de adquisición de riqueza ajenas al PIB[21], y hasta la propia noción de trabajo se ha ido resquebrajando, pues las relaciones laborales se modificaron, los trabajadores asalariados se fueron reconvirtiendo en falsos autónomos y/o emprendedores y el “trabajo sombra” fue invadiendo el llamado tiempo libre, a la vez que el ocio se sometía cada vez más a las servidumbres de la sociedad de consumo.

La “creación de valor” que realizan las principales empresas tiene hoy más que ver con la emisión de activos financieros y la compraventa de bienes patrimoniales que con el trabajo destinado a la fabricación y venta de mercancías, generando un proceso de acumulación de capital cada vez más desvinculado del trabajo por varias razones. La creciente automatización, no sólo ahorra trabajo, sino que cambia la naturaleza de los procesos y la función de los trabajadores: convierte a los antiguos obreros de las fábricas en meros vigilantes de máquinas mantenidas y reparadas por especialistas, que suelen depender de otras empresas que venden esos servicios. A este fraccionamiento de tareas se añade la posibilidad que ofrecen los actuales medios informáticos de ejercer múltiples actividades sin necesidad de “acudir al trabajo”, diluyendo así la propia jornada y tiempo presencial de trabajo, como bien ha ilustrado la eclosión de “trabajo virtual” practicado durante la reciente pandemia de la COVID-19. Asimismo, las tecnologías digitales y la generalización en el uso de los medios sociales han desconfigurado las tradicionales líneas divisorias entre trabajo y ocio, convirtiéndonos en “trabajadores digitales” para las grandes corporaciones tecnológicas. Nuestra jornada laboral comienza en el momento que encendemos nuestros móviles, nos conectamos a internet y empezamos a generar datos aportando tiempo de “trabajo digital” que las empresas tecnológicas convierten en capital.[22]

Por otra, se acusa el fraccionamiento ocasionado por la deslocalización de procesos desde las antiguas metrópolis industriales hacia el resto del mundo, recurriendo luego al transporte y la logística para unir las piezas a ensamblar y embalar y distribuir los productos a vender. Con lo que las empresas transnacionales han organizado la mismísima creación de valor derivada de la fabricación y venta de mercancías en redes que alcanzan dimensiones planetarias y que se sirven además de los paraísos fiscales para camuflar ingresos y evitar impuestos. Este nuevo contexto –en el que lucro que obtienen los grandes oligopolios empresariales de la fabricación y venta de mercancías al amparo de marcas y modas, se junta con el procedente de operaciones financieras, concesiones, reclasificaciones de terrenos u otros que les permiten obtener plusvalías o rentas de situación– hace imposible calcular la contribución de los distintos trabajadores (ya sean obreros, empleados, directivos…o “trabajadores digitales” gratuitos) a ese proceso de “creación” colectiva de valor.

La creciente automatización, no solo ahorra trabajo, sino que cambia la naturaleza de los procesos y la función de los trabajadores

En esta nueva situación la justificación productivista del trabajo decae en el mundo académico, no sólo con la economía neoclásica y su teoría subjetiva de la formación y distribución del valor, sino también con la economía crítica que recurre a otros instrumentos para romper el reduccionismo del enfoque económico habitual. Por una parte, la economía institucional percibe la distribución del valor generado en el proceso económico como un juego de poder favorable al empresariado, cuyas imposiciones son corregibles por instituciones como el salario mínimo, los convenios reguladores… o la renta básica universal. Por otra, la economía ecológica pide a gritos volver a conectar el análisis de los procesos económicos con el mundo físico y social en el que se desenvuelven, adoptando enfoques transdisciplinares y multidimensionales que también tienen que ver con la distribución. Por ejemplo, la denominada Regla del Notario[23] subraya que la valoración de procesos y trabajos suele variar en sentido inverso al coste físico y a la penosidad de los mismos: es decir que los procesos con mayor coste físico y los trabajos más penosos suelen ser los menos remunerados. Se traslada así al mundo del capital y del trabajo asalariado la valoración elitista de tareas propias de sociedades jerárquicas anteriores.[24]

Y el gran problema actual surge de que cuando se generalizó la necesidad de dinero para vivir y cuando, para esa mayoría de personas carentes de fortuna, el trabajo dependiente aparece como su única fuente de ingresos, esta tendencia, unida al miedo al desempleo por la automatización y deslocalización del trabajo, refuerza la posición negociadora de las empresas, afianzando las relaciones de dominación y la precarización de las condiciones de trabajo observada en los últimos decenios en los países llamados desarrollados. Lo que nos lleva a una situación paradójica: cuando, por una parte, los aumentos el paro y de la productividad física del trabajo[25] piden a gritos la reducción de la jornada laboral acompañada de medidas como el establecimiento de una renta básica universal, por otra, los poderes establecidos se resisten a satisfacer estas demandas. Para defender el statu quo se alimenta la visión de que, por fin, la sociedad industrial ha permitido a la mayoría salir de la miseria y trabajar mucho menos que antes. Pero este mito está hoy solventemente refutado por estudios antropológicos que muestran que las sociedades precapitalistas destinaban a resolver sus problemas de intendencia bastante menos tiempo del que ocupa la actual jornada laboral. Y es que, como puntualiza Marshall Sahlins, el sentimiento de escasez resulta de relacionar medios con fines y los pueblos “primitivos” estudiados por él cubrían con más facilidad sus modestas necesidades que los pobladores de las actuales “sociedades de consumo”, de ahí el provocativo título[26] –«Edad de piedra, edad de abundancia»– de su libro más más divulgado.

En lo referente al tiempo de trabajo hay que puntualizar que aumentó dramáticamente con la revolución industrial y la expansión del capitalismo, alcanzando un máximo de alrededor de 3.500 horas por año a mediados del siglo XIX[27] para luego disminuir progresivamente hasta mediados del siglo XX debido a la lucha sindical. La reducción del tiempo de trabajo llegó a concebirse entonces como el resultado inevitable de los aumentos constantes en la productividad del trabajo. Keynes (1930) predijo famosamente 15 horas de trabajo a sus nietos[28] y hasta Nixon previó una semana laboral de 4 días.[29] Sin embargo, el empoderamiento de la actual tiranía corporativa observado desde finales del siglo pasado ha invertido la situación, manteniendo una enconada oposición a la reducción de la jornada laboral y a la implantación de la renta básica. La evolución histórica descrita evidencia que este cambio de actitud responde sobre todo al afán de la actual tiranía corporativa de ampliar su poder y sus beneficios, forzando a las personas a atarse al tripalium en condiciones cada vez más precarias.

Las sociedades precapitalistas destinaban bastante menos tiempo al trabajo para cubrir sus necesidades del que ocupa la actual jornada laboral

La relativa salud de la que sigue gozando el trabajo como elemento central y vertebrador de las sociedades contemporáneas, se explica por una efectiva combinación en el uso del “palo y la zanahoria”. Así, junto a los mecanismos coercitivos que nos fuerzan a trabajar (miedo al paro, la miseria y la exclusión social), no hay que subestimar los incentivos y mecanismos culturales (consumo como fuente de placer, comodidad, ostento, y símbolo de estatus social) que empujan a grandes segmentos de la población a abrazar voluntariamente el evangelio del trabajo.[30] Sin embargo, una vez que nuestras necesidades materiales básicas han sido cubiertas (con toda la complejidad que supone definir lo que entendemos como “básico”), el trabajo como fuente de felicidad a través del consumo evoca la imagen de una rueda de hámster. En una sociedad desigual, la competición por el estatus a través del consumo no tiene fin.[31] La mercantilización y el afán de emulación desatados en las actuales “sociedades de consumo” hace que la meta de las necesidades se desplace más rápidamente que los ingresos de que dispone la mayoría de la población para alcanzarla, generando un “estado de insatisfacción crónica”. Illich llega a presentar así al homo economicus como un eslabón intermedio en la transfiguración de la naturaleza humana desde el homo sapiens hacia el homo miserabilis. «La generación que siguió a la Segunda Guerra Mundial fue testigo de este cambio de estado en la naturaleza humana desde el hombre común al hombre necesitado (needy man)».[32]

Perspectivas

Las perspectivas que ofrece la encrucijada actual oscilan entre dos extremos. El de una sociedad adquisitiva cada vez más crispada en la que se sigan dando nuevas vueltas de tuerca al aumento conjunto del paro y el trabajo compulsivo precario, del consumo y de la competitividad, a costa de la insolidaridad y la segmentación social. Situación consustancial a una sociedad que seguiría prisionera de la mitología del trabajo.  O bien, el de una sociedad más cohesionada y solidaria, con medidas de protección social que aseguren un mínimo vital y favorezcan el libre ejercicio de actividades útiles e incluso placenteras, creativas y cooperativas. Y en la que se practique una reducción consciente del dominio de la actividad mercantil y de la jornada laboral, a la vez que se reorganiza y reparte el trabajo asalariado, a fin de evitar la actual dicotomía entre el paro y el trabajo compulsivo y de corregir la acusada asimetría que hoy se observa entre la retribución y la penosidad del trabajo.  Todo ello unido a la necesidad de revisar críticamente la propia noción de “tiempo libre”, para defenderla de las servidumbres del “trabajo sombra”.

Durante las últimas décadas, los resultados de la pugna por avanzar en las dos direcciones indicadas se han venido inclinando lamentablemente en favor de la primera. No obstante, en los últimos años se observa un repunte de los debates y movimientos sociales a favor de la reducción de la jornada laboral mediante el reparto del trabajo y de la implementación de una renta básica. Las razones que motivan estas reivindicaciones incluyen la reducción de la desigualdad y el paro frente a la nueva ola de automatización del trabajo,[33] la lucha por la conciliación entre trabajo y la vida privada, comunitaria y pública,[34] y la necesidad de desactivar la carrera consumista ante la crisis ecológica y climática.[35]

Además, el debate en torno al trabajo ha ganado una fuerza renovada al calor de la crisis global desatada por la pandemia de la COVID-19 y su impacto en las relaciones laborales, creando tasas masivas de paro, dando un vuelco a las dinámicas convencionales de trabajo (por ejemplo, con el teletrabajo) y desencadenando de la noche a la mañana esquemas de renta básica como medida de contención frente a los impactos sociales y económicos de la pandemia. Esperemos que este nuevo impulso siga ganado fuerza y ayude a trascender los dogmas de la ideología económica dominante, permitiendo que la dignificación, reducción y reparto equitativo de tareas socialmente necesarias se consolide como una de las grandes luchas sociales del siglo XXI por la salud y el bienestar humano y planetario.

 

Erik Gomez-Baggethun es profesor del Departamento de Estudios Internacionales de Medio Ambiente y Desarrollo en la Universidad Noruega de Ciencias de la Vida (NMBU) y miembro del Instituto Noruego para la Investigación de la Naturaleza (NINA)

José Manuel Naredo es economista y estadístico.

Puedes descargar el artículo completo: El mito del trabajo: origen, evolución y perspectivas

 

NOTAS

[1] José Manuel Naredo, «Configuración y crisis del mito del trabajo», Scripta Nova, vol. VI, núm. 119(2), 2002; Marie-Noëlle Chamoux, «Sociétés avec et sans concept de travail», Sociologie du Travail, núm. 36, 1994, pp. 57-71.

[2] José Manuel Naredo, La economía en evolución: historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico, Siglo XXI de España (4ª ed. actualizada), Madrid, 2015a.

[3] Dominique Méda, Le Travail. Une valeur en voie de disparition? Flammarion, Paris, 2010.

[4] Hannah Arendt, The human condition, University of Chicago Press, Chicago, 1998 [1era ed. 1958].

[5] José Manuel Naredo, op. cit., 2015a, p. 139).

[6] André Gorz, Métamorphose du travail. Critique de la raison économique, Éds. Galilé, Paris, 1988; José Manuel Naredo, op. cit., 2015a.

[7] Andrea Komlosy, Work: The last 1,000 years, Verso Books, London, 2018.

[8] Lewis Mumford, Technics and civilization, The University of Chicago Press, Chicago, 2010 [Ed. en castellano, Madrid, Alianza Ed., 1981].

[9] Edward P. Thompson, «Time, work-discipline, and industrial capitalism», Past & present, núm. 38, pp. 56-97, 1967.

[10] Edward P. Thompson, The making of the English working class, Open Road Media, 1963, pp. 337-338.

[11] Tom Hodgkinson, How to be Idle, Penguin, Londres, 2005.

[12] Frank Ackerman, The changing nature of work. Washington, DC, Island Press, 1998.

[13] Edward P. Thompson op. cit., 1963.

[14] André Gorz, op. cit., 1988.

[15] Jacques Ellul, La technique ou l’enjeu du siècle, A. Colin,  Paris, 1954 [la referencia corresponde a la edición en castellano: La edad de la técnica, Octaedro, Barcelona, 2003, p. 331].

[16] José Manuel Naredo, op. cit., 2015a, p. 142. Ref. Georges Kersaudy, G. Langues sans frontières. A la découverte des langues de l’Europe, Paris, Autremente, Paris, 2001, pp. 136-137.

[17] Nicolás Copérnico, De revolutionibus orbium coelestium, libro I, cap. X, transcripción de Thomas S. Kuhn, La revolución copernicana, Barcelona, Ariel, 1978, pp. 235-240.

[18] Véase José Manuel Naredo, op. cit., 2015a, cap.24.1 «La axiomática que preside la versión cuantitativa corriente del sistema económico y sus limitaciones».

[19] Ibídem, p. 557.

[20] Ivan Illich, Shadow Work, Marion Boyars, New Hampshire, 1981.

[21] Estudiadas en José Manuel Naredo, Taxonomía del lucro, Siglo XXI de España, Madrid, 2019.

[22] Trebor Scholz (ed.), Digital labor: The Internet as playground and factory, Routledge, 2012.

[23] José Manuel Naredo, Raíces económicas del deterioro ecológico y social, Siglo XXI, Madrid, 2015b; José Manuel Naredo, op. cit., 2019.

[24] Thorstein Veblen, The theory of the leisure class, Viking House, Nueva York, 1934 (ed. original: 1899) [Ed. en castellano, México, FCE, 1995]

[25] Por ejemplo, si usamos el sector agrario como ilustración, en la en la agricultura española por cada caloría invertida en forma de trabajo humano se obtenían 94 en productos agrícolas y ganaderos en la campaña 1950-51 y 420 en 1977-78, multiplicándose por 4,5 la productividad del trabajo humano en ese período (José Manuel Naredo, Evolución de la agricultura en España (1940-2000), Granada, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Granada, 2004, p. 401). También se estima que la productividad del trabajo humano, calculada de esa misma manera, se ha multiplicado por 12 entre 1950 y 2008 (a partir de los datos contenidos en Manuel González de Molina et al., Historia de la agricultura española desde una perspectiva biofísica (1900-2015), Servicio de Publicaciones del Ministerio de Agricultura, Madrid, 2019,  pp. 360 y 374). Es obvio por otra parte que estos aumentos de productividad del trabajo humano se han logrado a base de inyectar en energía directa o indirecta usando medios químicos y mecánicos y poniendo en cuestión el futuro de los sistemas agrarios.

[26] De la edición francesa: Marshall Sahlins, Âge de Pierre, âge d’abondance, Gallimard, Paris, 1976,  [Ed. en castellano, Akal, Madrid, 1981].

[27] Hans-Joachim Voth, Time and work in England 1750-1830, Clarendon Press, Oxford, 2000; Juliet Schor,  The overworked American: The unexpected decline of leisure, Basic books, Nueva York, 2008.

[28] John Maynard Keynes, Economic possibilities for our grandchildren. In Essays in persuasion, Palgrave Macmillan, Londres, 2010 [1era ed., 1930], pp. 321-332.

[29] William M. Blair, «Nixon Foresees 4-Day Work Week», New York Times, 23 de septiembre de 1956.

[30] Mecanismos que coinciden en lo fundamental con los descritos por La Boetie hace siglos como base de la “servidumbre voluntaria” que soporta el despotismo (Etienne de La Boetie, Discours de la servitude volontaire, Librairie Philosophique J. Vrin, Paris, 2002 [1576]).

[31] Fred Hirsch, Social limits to growth, Routledge, 2005.

[32] Ivan Illich, I.  (1992) “Needs”, en Wolfgang Sachs , W. (eEd.), The Development Dictionary: A Guide to Knowledge as Power, Londres, Nueva Jersey: Zed Books, Londres, 1992, p. 88 [hay traducción en castellano del Centro de Aprendizaje Intercultural (CAI), Cochabamba, 1997].

[33] Ford, M. (2015). Rise of the Robots: Technology and the Threat of a Jobless Future. Basic Books.

[34] Gorz, Op.Cit. (1988).

[35] Knight, K. W., Rosa, E. A., & Schor, J. B. (2013). “Could working less reduce pressures on the environment? A cross-national panel analysis of OECD countries”, 1970–2007. Global Environmental Change, 23(4), 691-700.