El malestar en época de crisis concatenadas

José Antonio Corraliza, catedrático de Psicología social en la Universidad Autónoma de Madrid, escribe para el número 158 de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global sobre algunas claves psicosociales para comprender el malestar producido por la experiencia vivida de crisis concatenadas en los últimos años.

El malestar en época de crisis concatenadas: algunas claves psicosociales analiza como las expectativas y planes de muchas personas y el ritmo de su propia vida cotidiana se han visto truncados. El síntoma más evidente puede describirse como sensación de malestar con múltiples indicadores económicos, emocionales y de salud mental. Se mencionan algunos indicios de las alteraciones de la salud mental y el bienestar. Y se proponen algunas claves descriptivas de este malestar como la incertidumbre, la parálisis de la acción y el vacío existencial.

Vivimos momentos de incertidumbre, que se convierte en angustia.

Siempre me ha fascinado la seguridad existencial de algunas personas a la hora de planear su vida y, sobre todo, a la hora de explicarse las circunstancias de sus decisiones. Durante un tiempo, he tenido que visitar periódicamente un centro de fisioterapia en el que me obligaban a permanecer durante más de una hora sin poder hacer gran cosa. Escuchaba las conversaciones que se mezclaban en ese ambiente de aparatos y de idas y venidas pausadas. En cierta ocasión, un grupo de personas hablaban, escandalizados, de la decisión que un conocido común había tomado en su vida. Y realmente no lograban ponerse de acuerdo en la explicación de esa decisión. Hasta que una persona de autoridad (la propia fisioterapeuta) dijo que «eso es la costumbre». Todos aceptaron la explicación como explicación definitiva. Me di cuenta, una vez más, del modo en que engañan las falsas respuestas que agotan el caudal de interrogantes ante una situación.

Una sensación similar tuve cuando leí, hace años, el best-seller sobre economía de J. K. Galbraith, titulado La era de la incertidumbre.1 En el prólogo de ese libro, Galbraith, aun asumiendo el éxito de imagen de un título así (que, por ejemplo, le reportó incluso una serie de televisión en la BBC sobre esta cuestión), se veía obligado a reconocer que, en realidad, todas las etapas de la historia de la humanidad podrían ser consideradas eras de incertidumbre. Y, sin embargo, hay momentos en los que las personas y los grupos sociales generan una atmósfera de incertidumbre que, a veces, puede llegar a ser tan intensa que se convierte en un rasgo característico y compartido de un espacio social en un tiempo dado. Quizás sea este uno de esos momentos en los que se comparte una cierta sensación de agobio y un clima generalizado de ansiedad por las circunstancias vitales. Y así, se termina asumiendo que, en efecto, estamos viviendo en una era de incertidumbre, cerrando el paso a indagaciones ulteriores sobre las causas de esa incertidumbre.

La más íntimas experiencias personales se ven atravesadas por la incidencia, a veces perturbadora, de la condiciones sociales de la existencia.

La respuesta, a diferencia de la que proporcionaba la fisioterapeuta en el caso anteriormente mencionado, no tranquiliza, sino que se convierte en un motivo de angustia más. Se traduce en un ansia infinita de que pase todo de una vez. Como el caso de Don Quijote cuando tranquilizaba a Sancho con una apelación, apenas explicable, en la conocida sentencia inspirada en el refranero popular: «Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca».2

 

Amenazas y angustia

Estamos viviendo unos tiempos de borrascas encadenadas cuyos efectos inciden no solo en los ritmos existenciales y las rutinas de la vida cotidiana, sino, sobre todo, a la capacidad de elaborar los significados personales de las propias experiencias.  El filósofo alemán de origen surcoreano, Byung-Chul Han –aunque no acertó en muchas de sus predicciones sobre el fin de los riesgos bacterianos y víricos–, sugiere que este tipo de experiencias conducen al lamento personal de que nada es posible:3 «No-poder-más conduce a un destructivo reproche de sí mismo y a la autoagresión» (p. 31). El conjunto de rutinas que estructuran las vidas personales –y a las que se adhiere con intensidad la persona– se rompen y también se truncan las expectativas. Las condiciones sociales –de optimismo irracional extremo o de angustia existencial máxima– se acaban traduciendo en una sensación de parálisis a la hora de actuar: la persona activa, adopta un patrón de respuesta expectante, y la inquietud en un patrón de mirada borrosa, víctima de lo que el propio Han denomina la “guerra interiorizada”.

Esta guerra interiorizada incrusta las condiciones históricas en la propia biografía personal. Una idea similar ya fue planteada (en un libro originalmente publicado en 1959) por Charles Wright Mills,4 cuando planteaba la necesidad de elaborar constructos que permitiera analizar simultáneamente “historia” (experiencia colectiva) y biografía (experiencia personal), inquietudes personales y problemas de la estructura social. Las más íntimas experiencias personales se ven atravesadas por la incidencia, a veces, perturbadora, de las condiciones sociales de la existencia.

Este enfoque es especialmente relevante cuando el horizonte que describe el escenario vital es, en realidad, una fuente de incertidumbre, si no un telón de fondo de amenazas que alteran los planes personales trabajosamente construidos. Esto afecta especialmente en momentos de crisis reconocidas, como las actuales. Surgen, así, dos incisivas preguntas que afectan al bienestar existencial de las personas; la primera hace referencia a los riesgos personales en este tipo de circunstancias (¿cómo me afecta?) y la segunda a las estrategias de afrontamiento (¿qué puedo hacer?) y el eventual compromiso ante esa situación.

Además, a ello se suma la presencia de riesgos invisibles que se hacen visibles, como destacaba Ulrich Beck.5 Los riesgos más claros son los riesgos derivados de la desestabilización económica que se vive desde hace más de una década, los derivados del calentamiento global y el cambio climático, los riesgos sanitarios debido a los límites de la efectividad de medicamentos como los antibióticos, las guerras constantes y, por supuesto, los derivados de la pandemia de la COVID-19. Esta situación ha creado un contexto generalizado de incertidumbre sobre las causas y, en consecuencia, también de incertidumbre sobre las soluciones. La tentación es, sin más, como en el caso de la clínica de fisioterapia, conformarse con la falsa explicación de la incertidumbre, o, por el contrario, aunque no se pueda con las causas, indagar modestamente, al menos, algunas de las claves que describen las secuelas de la situación que vivimos.

Uno de los costes existenciales de la aparente adaptación a estas situaciones de crisis se traduce, precisamente en sentimientos (incluso íntimos) de malestar como consecuencia del desasosiego emocional vinculado a la incertidumbre y las expectativas frustradas. Nuestras biografías se llenan de planes truncados y la trama vital se convierte en una malla de hilos rotos, casi imposible de recomponer. Los costes de esta experiencia se traducen en síntomas de alteración de la salud, física, social y psicológica.

 

Indicios de malestar: la salud mental en riesgo

El lenguaje común apela con frecuencia a expresiones ilusorias, según las cuales cualquier problema, por grave que sea, tiene solución. Quizás (ojalá) eso sea cierto. Algunos especialistas, además, aluden a la casi infinita plasticidad de los recursos psicológico para adaptarse a cualquier situación. La cuestión es que la adaptación a situaciones de exceso de demanda –como son las crisis sucesivas que estamos viviendo– puede ser efectiva. En efecto, las personas de adaptan a situaciones más o menos extremas, pero esto lleva aparejado un amplio conjunto de costes que se traducen en alteraciones relevantes del bienestar físico y psicológico de las personas. Estos costes, en psicología, se reconocen con el término estrés. Uno de los aspectos en los que con más claridad se pueden identificar estos costes es en las alteraciones de la salud mental. Vamos a repasar algunos de los indicios sobre estos problemas, una selección de los cuales se recoge en la tabla 1.

En octubre de 2021, la Fundación Adecco (en colaboración con Johnson & Johnson) publicó un informe sobre salud mental,6 basado en una doble encuesta a 101 empresas de 21 áreas de actividad y a 234 demandantes de empleo con certificado de discapacidad por problemas de salud mental. En dicho informe ser reconoce, entre otros datos, que la OMS predice que los problemas de salud mental serán la principal causa de discapacidad en el año 2030. Y, por ejemplo, que el 64,6% de los encuestados considera que la crisis de la COVID-19 ha empeorado mucho o bastante su salud (véase también la tabla 1).

 

Tabla 1. Algunos indicios del impacto en la salud mental de los cambios de los últimos años

Indicadores Fuente
·        El 25% de la población sufrirá algún trastorno de este tipo a lo largo de su vida.

·        El 64,6% cree que la crisis de la Covid-19 ha empeorado mucho (35,6%) o bastante (29%)  su salud.

Fundación Adecco y Johnson & Johnson (2021). Un empleo para la #SaludMental.
a) Trastorno depresivo mayor:

•       Incremento adicional: 27,6% de (53,2 millones, -44,8 a 62,9-), por la Covid-19.

•       La tasa de incidencia por 100.000: 3252,9 casos (2722,5 a 3654,5).

b) Trastorno de ansiedad general:

•       Incremento adicional: 25,6% (76,2 millones -64,3 a 90,6-).

•       La tasa de incidencia por 100.000: 4802,4 casos (4108,2- 5588,6).

COVID-19 Mental Disorders Collaborators (2021) The Lancet, 398(10312): 1700-1712. DOI: https://doi.org/10.1016/S0140-6736(21)02143-7
·        Los trastornos de ansiedad en España: 6,7% de población (8,8% en mujeres, 4,5% en hombres).

·        TDAH en España: 40% de las consultas de especialistas en neuropediatría.

·        Estimación ansiedad en la población infanto-juvenil (OMS): entre un 5% y un 8%.

Sistema Nacional de Salud (2020, diciembre). Salud mental en datos. BDCAP-Series 2.
a) Buena salud física autoinformada:

·        En 2017: 86,7%

·        En 2020-21: 54,6%.

b) Trastornos mentales en la juventud:

·        En 2017:  6,2%.

·        En 2020: 15.9%.

c) Ideas suicidas en la juventud:

·        En 2019:5,8%.

·        En 2021: 8,9%.

·        35,4% lo ha pensado alguna vez

d) Otras alteraciones:

·        56%: Dificultad para concentrarse y control de impulsos (edad 15-20).

·        47%: Inquietud/desasosiego (edad 20-24).

·        38%: irritación, explosividad (edad 20-24).

·        48%: cansancio y apatía (edad 20-24).

·        45%: miedo e incertidumbre ante el futuro (edad 20-24).

·        44% dificultades para dormir (edad 20-24).

Sanmartín, A., Ballesteros, J. C., Calderón, D. y Kuric, S. (2022), Barómetro Juvenil 2021, Madrid: Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, Fundación FAD Juventud.

(ver también: https://www.alimente.elconfidencial.com/bienestar/2022-06-03/peor-salud-fisica-y-mental-jovenes-espanoles_3435341/)

 

•       Tasa de emancipación juvenil: El 14,9%. de las personas jóvenes está emancipado. Consejo de la Juventud de España (2021).

Fuente: Elaboración propia

 

Un trabajo, publicado en la revista Lancet,7 realizado por un equipo internacional de investigadores sobre trastornos mentales y COVID-19, basado en una revisión sistemática de 40 estudios publicados entre enero de 2020 y enero de 2021 en todo el mundo, concluye que globalmente se ha producido un incremento adicional de 53,2 millones de casos adicionales de trastorno depresivo mayor (un incremento del 27,6%) como consecuencia de la pandemia. En este mismo estudio se apunta el dato de que el incremento adicional de trastornos de ansiedad es del 25,6% (esto supone una cantidad absoluta estimada de 76,2 millones de personas afectadas). Los cálculos, bastante rigurosos, de este este estudio no permiten, sin embargo, estimar cuánto de este crecimiento de las tasas de depresión y ansiedad se deben a efectos exclusivos de la pandemia, y cuántos se deben al efecto acumulado de otras amenazas derivadas de la crisis económica desencadenada después de la caída de Lehman Brothers (2008), de las ocasionadas por otras alertas sanitarias, las guerras en el mundo, los movimientos migratorios forzados o las amenazas derivadas del calentamiento global y el cambio climático. Lo que parece claro, tal y como se recoge en la tabla 1, es que las vidas personales y los niveles de salud y bienestar están claramente marcados por las circunstancias extremadamente demandantes que estamos viviendo.

Otros indicadores recogidos en la mencionada tabla aluden a indicios sustanciales de alteraciones de los indicadores de salud mental que afectan a la población española. Llama la atención, por ejemplo, el registro de la incidencia de los trastornos de ansiedad generalizada en la población española que afectan al 6,7% de población total, con una diferencia en la incidencia entre mujeres (8,8%) y hombre (4,5%), según un informe de 2020 del sistema Nacional de Salud.8

Igualmente, merece la pena destacar que en la población juvenil española la tasa de incidencia de trastornos mentales en el año 2020 es del 15,9%, mientras que tres años antes esta tasa era del 6,2%, lo cual puede ser un indicador de la incidencia diferencial de los efectos de las crisis en grupos especialmente vulnerables. También llama la atención el incremento de la ideación suicida en tres puntos en este mismo grupo de edad. Estos datos, tomados del Barómetro Juvenil 2021. Salud y bienestar,9 y otros que se recogen en la tabla 1, según reconocen las personas encuestadas, son síntomas que están estrechamente relacionados con el estrés que les produce el trabajo y los estudios (63%) y la situación económica (51,4%). Teniendo en cuenta este tipo de datos, no puede llamar la atención la baja incidencia de otro indicador de vulnerabilidad de la población juvenil como el que se refleja en las dificultades de emancipación juvenil (solo el 14,9% de está emancipado), tasa esta que, según reconocen el informe del Consejo de la Juventud de España,10  es la tasa más baja de emancipación juvenil de las dos últimas décadas.

Los datos recogidos son un indicador de la soterrada situación de trauma compartido que se está viviendo. Y muestran, en conjunto, la extremada vulnerabilidad de grupos particulares y de la sociedad en su conjunto. En algunos foros de discusión, normalmente de personas acomodadas relativamente blindadas ante las más negativas secuelas de estas situaciones, se alude a la “generación de mantequilla”, para aludir a la escasa capacidad de resiliencia que algunos modelos educativos han generado en las nuevas generaciones y que contrastan con la capacidad de aguante y sacrificio de otras personas en otros momentos históricos. No puede ser más desenfocada esta alusión, como algunas otras muchas derivadas de superficiales libros de autoayuda. Realmente, las borrascas encadenadas que estamos viviendo no serán el fin del mundo, pero exigen de las personas y los grupos estrategias de adaptación y afrontamiento con elevados costes psicológicos, de los cuales los datos anteriores son solo indicios de las alteraciones globales que se están produciendo. Además de mostrar un bajísimo nivel de empatía ante el sufrimiento humano que estas crisis desencadenan, los acomodados líderes que argumenta estas ideas pretenden incrementar la responsabilidad individual en las consecuencias. Este argumento convierte a la víctima en su propio verdugo, agravando aún más los síntomas del estrés, al convertir la propia situación de malestar en un destructivo reproche a sí mismo, cuyas consecuencias se traducen en un incremento de los sentimientos de culpabilidad e, incluso, un motivo para la propia agresión.

Más allá de los síntomas, estos datos plantean la necesidad de recurrir a algunas claves que nos ayuden a mejor comprender estas situaciones de vulnerabilidad, que obviamente no pueden agotarse en la extensión limitada de este artículo. Algunas de estas claves son, en realidad, dimensiones emocionales vinculadas a la experiencia de estas situaciones de amenazas encadenadas que estamos viviendo, que actúan como lastre que dificulta comprender mejor la situación así como tranquilizar sobre nuestras capacidades personales para hacerles frente.

 

Clave 1. Tratar con la incertidumbre y miedo

El filósofo Han, antes mencionado, alude a que el prototipo ideal de la persona en las sociedades modernas (en el momento en el que él escribe, en el tránsito de siglo pasado al actual) es el del «sujeto del rendimiento». Y este referente, sin duda, ha planteado un horizonte axiológico basado en el planteamiento de metas y consecución de objetivos coherentes, basados en el principio de racionalidad en la gestión de la información disponible. Sin duda, este modelo es, en exceso, artificial y voluntarioso. Y todo ello se desmorona cuando la ecuación de metas-objetivos-acciones se llena del ruido que produce la incertidumbre extrema de una situación.

Pero, ¿por qué atribuir tantos efectos negativos a la exposición a situaciones de incertidumbre? En realidad, el funcionamiento psicológico está preparado para la acción en situaciones de incertidumbre. Algunos investigadores defienden, incluso, que la alerta que produce cualquier señal imprevista y sorprendente desencadena el mecanismo, evolutivamente adquirido, de la curiosidad. La curiosidad es un tipo de respuesta que pone en alerta a la persona ante el peligro que pudiera entrañar una señal o información imprevista. De hecho, como se ha escrito, la selección natural ha favorecido a los individuos más sensibles a las alarmas, sean reales o infundadas.  Dos psicólogos sociales, Haselton y Nettle, acuñaron en el año 200611 el término de «paranoia optimista». La paranoia optimista alude al hecho de que los costes de alarmarse inútilmente son, en términos funcionales, menores que los riesgos derivados de no alarmarse. Podría conectarse con el refrán castizo de «mejor prevenir que lamentar». En términos evolutivos, podríamos decir que los individuos de las comunidades de nuestros ancestros que se alarmaban por la rápida aparición de un nubarrón en el cielo y corrían a protegerse se adaptaron mejor que aquellos que despreciaron esa señal de alarma, que, de haberse producido, podrían haber tenido consecuencias fatales. El coste funcional de alarmarse es menor que el coste potencial de no alarmarse (que puede tener consecuencias irreversibles). Desde este punto de vista, el miedo ante señales inciertas no tiene nada de irracional; al contrario, constituye un recurso de sagacidad que asegura la supervivencia. En otras palabras, como reconoce Gérald Bronner,  «somos descendientes de los miedosos».12

La paranoia optimista precisamente alude al sesgo de estimar de manera diferente el estado personal de la situación social. De hecho, como sugieren los autores, este fenómeno del optimismo paranoico predice «paranoia sobre el entorno, pero optimismo sobre uno mismo». Y Haselton y Nettle, en el artículo antes citado, reconocen que hay evidencias en la literatura que sugieren este doble rasero. Y citan varios de estos trabajos.13 Por ejemplo, un metaanálisis de más de 70 estudios de satisfacción con la vida de nueve países muestra que las personas tienden a creer que su propia vida está mejorando, al mismo tiempo que creen que la vida en general en el país donde viven está empeorando.14 Igualmente, citan el trabajo de McKenna,15 en el que se confirma que las personas creen que tienen menos riesgo de ser víctima de un accidente de coche si son conductores, pero no son pasajeros. Este mecanismo regulador se ve afectado por la intensa propaganda del terror, tal y como describiera hace algunos años Naomi Klein.

Este fenómeno de la paranoia optimista debe tranquilizar sobre el papel adaptativo del miedo, procurando evitar el miedo a tener miedo. Pero, este enganche, de origen evolutivo, con los mensajes alarmantes tiene un efecto perverso que deriva del hecho de que concede a aquellos que actúan como “productores del miedo” una “ventaja competitiva”. Y esta ventaja competitiva, además, se justifica en que, como se ha mostrado en la psicología social, las informaciones negativas son más seguidas que las positivas.16  Es mucho más probable que se sigan los mensajes de miedo e incertidumbre que cualquier otro mensaje. Esta idea ya fue anunciada por Naomi Klein en su libro de 2007,17 donde anunciaba la difusión de mensajes de miedo como estrategia controladora de las respuestas de las personas antes situaciones difíciles, explicando el contexto político y económico de este abuso del miedo que ella denominó la «doctrina del shock».

Así pues, más allá de visiones conspiranoicas, a mí me preocupa que, frente a los discursos infundados que prometen futuros felices de estética Disney, se generalice lo que Bronner ha denominado el «embotellamiento de temores», que agotan la capacidad de respuesta humana ante las situaciones de desastres y que pueden describir la sensación de falta de futuro que muchas personas tienen en el momento presente.

¿Cómo nos percibimos a nosotros mismos en estas situaciones? El rasgo más característico que emerge es precisamente el de la indefensión, la creencia en la imposibilidad de afrontar estas situaciones, lo que explica alguna de las altas tasas de incidencia de trastornos de la salud mental que se comentaron anteriormente.  Frente a esto, hay que asumir, como condición normal de desenvolvimiento, un óptimo nivel de incertidumbre como una vacuna frente a la inoculación de temores y miedos infundados.

En otras palabras, hay que definir estrategias sociales y personales basadas en tratar (negociar) con un cierto nivel de incertidumbre, asumiendo compromisos y riesgos derivados de ello, pero sin caer en indefensión. No todo está asegurado, pero tampoco todo está condenado fatalmente. Un ejemplo que podría ilustrar esta reacción es la respuesta humana ante el calentamiento global. Obviamente, el riesgo y el miedo es real, y los factores que amenazan la supervivencia están relacionados con acciones, estilos de vida y patrones de organización económica y social, y no surgen como consecuencia de dinámicas autónomas de la naturaleza. Una difusión mera y descarnada de los mensajes de miedo puede hacer que las personas desconecten de los mismos y de las ideas y propuestas en que se apoya. Y, sin embargo, hay que negociar entre la inoculación del miedo y la difusión de información sobre las medidas de mitigación más adecuadas. No es suficiente el mensaje del miedo, aunque sea más probable que este sea el mensaje que llegue. Para negociar y tratar con la incertidumbre es decisivo abrir caminos a la acción y la intervención humana. Por eso, es muy importante recuperar el principio de la responsabilidad (básico en el ecologismo contemporáneo, como el de James Lovelock), que no solo conduce a imaginar siempre lo peor, sino a asumir los cambios en los patrones y estilos de vida que puedan mitigar o evitar el potencial colapso. Siempre habrá algo que se pueda hacer y, de hecho, el miedo no es necesariamente paralizante, si va acompañado de la difusión de estrategias que refuercen la adopción de medidas de afrontamiento sin renunciar a establecer consecuencias.

Tabla 2. Contradicción en la opinión sobre política y cambio climático

Pregunta 17

Y, ¿Qué importancia, mucha, bastante, poca o ninguna, cree Ud. que deberían dar en sus programas los partidos políticos españoles a luchar contra el cambio climático?

Mucho 36,9
Bastante 24,7
Poca 9,5
Ninguna 3,2
N.S. 5,3
N.C. 0,6
(N) (2.974)

 

Pregunta 18

En general, ¿Cuánto influye en usted la problemática ecologista y medioambiental la hora de vota por un partido político o por otro: mucho, bastante, poco o nada?

Mucho 7,4
Bastante 24,7
(NO LEER) Regular 10,8
Poco 30,2
Nada 20,7
No sabe, duda 5,5
N.C. 0,7
(N) (2.974)

 

Fuente: CIS.18

Un caso claro de esta contradicción podemos observarlo en los datos de uno de los estudios del CIS sobre el cambio climático de 2018. En este estudio (véase la tabla 2), observamos el registro de dos datos esencialmente contradictorios. Cuando se pregunta a la muestra de participantes hasta qué punto considera conveniente que los partidos políticos introduzcan en sus programas medias de lucha contra el cambio climático, se obtiene que un porcentaje superior al 80% de las personas encuestadas creen que es muy y bastante necesario. Sin embargo, cuando se pregunta hasta qué punto tiene en cuenta las propuestas sobre medio ambiente en general a la hora de votar, el porcentaje de personas que lo tienen en cuenta bastante o mucho se reduce a poco más del 30%. Es un indicio claro de falta de “consecuencialismo”. O quizás es solo el reflejo de una cierto “ecofatalismo”. La tendencia al ecofatalismo refuerza el carácter inevitable de los datos de la evolución del cambio climático. El ecofatalismo no se basa en el miedo y en la incertidumbre, sino en la certidumbre del desastre inevitables, del “naufragio inminente” que ya se está produciendo.

Y esto se relaciona con la segunda de las claves que quiero mencionar: la parálisis de la acción,

 

Clave 2. Parálisis de acción: «bostezando en el Apocalipsis»

En el año 2018, dos psicólogos de la Universidad de Cambridge escribieron un pequeño artículo titulado «Bostezando en el Apocalipsis».19 Intentan explicar la falta de respuesta ante la gravedad de algunas de las amenazas, especialmente las derivadas del cambio climático. En realidad, la imagen que sugiere este trabajo intriga más que aclara. Pero, sin duda, plantea una cuestión relevante sobre las razones de la aparente inacción ante los graves problemas actuales, incluidos, por supuesto, los de la emergencia climática. Para más enganche, proponen una interesante interpretación del cuento sobre el cerdo y el cuervo del fabulista ruso Ivan Andreevich Krylov (1769-1844). Esta fábula cuenta la historia de un cerdo que, después de haber comido hasta hartarse las bellotas que están debajo de un roble, se dedica, jugueteando, a hozar las raíces del árbol dejándolas al descubierto. El cuervo le advierte del riesgo que eso supone para el roble, que podría llegar a secarse. Y el cerdo le replica: «a quién le importa un árbol cuando uno está harto de bellotas». Esta imagen ilustra la despreocupación por las consecuencias futuras de las acciones que se desarrollan buscando una ganancia inmediata y, en cierta medida, puede ser aplicable para definir algunas claves de la percepción humana de problemas como el cambio climático. Reposando después de una suculenta comida, uno queda inactivo ante los riesgos que atenazan el futuro. En efecto, una posible explicación de la falta de implicación se deriva de la incapacidad para estimar las consecuencias de las decisiones que se toman, así como de los hábitos que conforman los estilos de vida cotidiana.

Esta no es la única explicación de la inacción. William Rees publicó un artículo de divulgación en 2017 con el título «What, Me Worry? Humans Are Blind to Inminnent Environmental Collapse». Basándose en una contribución previa,20 aduce, como han hecho otros investigadores, que la cuestión no es tanto que no preocupe el cambio climático como que el problema es tan enorme e inabarcable que incluso las personas preocupadas se sienten impotentes y sin saber qué se puede hacer. De hecho, algunos autores como Glenn Albrecht han hablado de «ecoparálisis»21 y otros investigadores han señalado directamente la ansiedad por el cambio climático22 e, incluso, en algunas contribuciones se alude específicamente a la significación clínica de la ansiedad o preocupación por el cambio climático.23 Los resultados de este último artículo sugieren, entre otras cosas, que la ansiedad por el cambio climático no es infrecuente, especialmente entre los adultos más jóvenes, dato confirmado también con muestras adolescentes y jóvenes en nuestro país por un estudio que hemos realizado hace unos meses. Pero lo que me parece más importante de este artículo es que se confirma empíricamente que la ansiedad por el cambio climático está correlacionada con respuestas emocionales, pero no conductuales, ante el cambio climático. Y aquí nos encontramos, otra vez, con la inacción. Aunque sea exagerado decir que «bostezamos ante el apocalipsis», está claro que este elevado nivel de preocupación no cambia necesariamente las acciones de las personas. Aunque el problema obviamente preocupa y es objeto de interés, las causas y las consecuencias son realmente inabarcables y acaba suscitando intensas respuestas emocionales –como la compasión e incluso angustia– sin encontrar las estrategias para dar rienda suelta a estas respuestas emocionales.

Una vez más, la cuestión no se refiere solo a la dimensión real y objetiva de los problemas que nos atenaza, sino al modo en que percibimos (vale decir, “experimentamos”) los problemas de nuestra época. Y el rasgo más importante es que están fuera de nuestro control. La experiencia concatenada de crisis sucesivas refuerza, aún más, esta respuesta de indefensión que se asocia a pautas depresivas según las cuales no hay nada que hacer. De hecho, aunque sin connotación clínica, en muchos estudios de opinión se suelen registrar dos tipos de respuesta con frecuencias bastante elevadas. La primera podría ser etiquetada como ineficacia («cambiar mi comportamiento no tendrá efectos reales»); y la segunda, como desconocimiento («no sé lo que yo puedo hacer contra el cambio climático»). Por ejemplo, en un estudio de referencia de 2014 sobre cambio climático en España de GFK, estas categorías agrupan respectivamente el 24% y el 19% respectivamente del total de la muestra de participantes. En conjunto, el 43% de las respuestas. Especialmente relevante es la percepción de ineficacia de la propia acción, que refuerza el sentimiento de dependencia de la persona y desmotiva para implicarse en acciones que puedan tener impacto en las circunstancias de la propia existencia. La disminución del sentimiento de control sobre las situaciones avala la generalización de patrones de respuestas inactivas y la tendencia a la parálisis.

Esto se ve reforzado, en la situación actual, por la existencia de amenazas concatenadas y seguramente relacionadas entre sí. El mismo hecho de la proliferación de amenazas –económicas, sanitarias, ambientales y de todo tipo– redunda en la tendencia a convertirse en espectador y no en actor. Uno se refugia, agobiado por el exceso de exhibición de riesgos, en su propia esfera privada, rumiando incesantemente argumentos paralizantes y los juicios sobre la esterilidad de la acción misma. La tendencia a la inacción surge como consecuencia del exceso de señales, sean positivas o negativas. Un experimento que narra el psicólogo alemán Gerd Gigerenzer24 sobre el comportamiento ante un estante repleto de 24 productos (en este caso, confituras) y otro con solo 4 de estos productos, muestra que, obviamente, el estante con más productos ocupó más tiempo de atención de los clientes, pero suscito menos decisiones de compra. El segundo de los estantes atrae menos la atención, pero facilita diez veces más decisiones de compra que el primero. Es decir, es mucho más probable que adoptemos acciones efectivas en contextos no saturados que en situaciones que provocan un alto nivel de estimulación. Esta evidencia puede ser generalizada a otros muchos contextos, más allá del ámbito de comportamiento de compra del estudio original. Y, en efecto, en situaciones de demandas múltiples y excesivas, es mucho más probable que los planes de acción se paralicen, sea por miedo o por simple prudencia. O quizás como consecuencia del estado de confusión mental que puede generar estar expuesto a una ingente cantidad de señales que demandan nuestra atención.

Y, en momentos como los presentes, evidentemente hay muchas señales –la mayor parte de ellas de alerta– que llaman nuestra atención. En la sociedad digital podría pensarse en una excepción de esta regla que se refiere sobre todo al desplazamiento de nuestras intenciones de acción (o incluso nuestra indignación) a través de las redes sociales. Así, las redes sociales pueden llegar a convertirse en canales a través de los cuales se expresan, como si fueran acciones simuladas, dosis ingentes de indignación y cólera. Diversos autores (por ejemplo, Gerald Bronner, ya citado) han reconocido el interés, a este respecto, del comentario de Crockett en la revista Nature (Human Behaviour) de 2017 sobre la expresión de la indignación moral en redes sociales25 que, junto a muchas luces que presenta –expresión de críticas, ámbito de acciones fuera de circuitos controlados, etc.–,  puede tener un “lado oscuro” y servir como sustituto de acciones y compromisos efectivos, reducir los discursos sociales elaborados más productivos y, como este autor reconoce en sus conclusiones, «puede exacerbar conflictos sociales, deshumanizar a los demás y aumentar el riesgo de peleas destructivas».

 

Clave 3. Vacío existencial: soledad y solastalgia

La expresión de vacío existencial quizás resulte un tanto retórica, y, en efecto, lo es. Pero con ella quiero referirme a la experiencia de fragilidad que nos invade cuando sentimos que los puntales de nuestra existencia se desvanecen. Esencialmente, los dos puntales más importantes de nuestra existencia son la relación con los otros y la vinculación emocional y apego a los lugares que habitamos. Ambos referentes son cruciales en la construcción de la propia identidad. El vacío existencial, pues, fundamentalmente, se produce cuando se difumina los patrones de nuestra propia identidad por la falta de referentes sociales o la desaparición de los lugares que nos anclan al territorio.

La soledad. La disminución de los lazos sociales o la falta de apoyo social percibido constituye el primero de los eslabones que desencadenan esta experiencia de vacío existencial. Como es bien sabido, desde la vieja teoría de Cooley del «yo espejo», los otros son un apoyo fundamental en el manejo de nuestra propia vida. Sin ellos, sin su referencia, quizás nos convirtamos en ciclistas alocados que deambulan por una ruta sin sentido. Siempre me ha impresionado la imagen del conejo blanco que se describe en el libro Alicia en el país de las maravillas, y que mira compulsivamente su reloj insistiendo en que llega tarde sin que quede claro ni el motivo ni el destino, reflejando, mucho tiempo antes de que se describiera, el comportamiento ansioso compulsivo. La falta de referencias de la presencia, real o imaginaria, de los otros es una fuente de esta respuesta ansiosa. Así, emerge como un problema clave la denominada experiencia de soledad.

La soledad puede definirse como la experiencia subjetiva relacionada con la insatisfacción con las relaciones sociales esperadas. La soledad, por definición, es, pues, la experiencia de una persona que quiere abrirse a los demás y no tiene éxito, siendo, en mi opinión, redundante el uso de la coletilla “no deseada”.

Uno de los más interesantes informes sobre el sentimiento de soledad ha sido publicado en el año 2020, pero con datos referidos a 2018.26 Según este informe, el 10,2% de la población de Madrid (aproximadamente, 400.000 personas) se ha sentido sola siempre, casi siempre o bastantes veces. Y de ellos, el 21,5% viven solos, aunque también aparece este sentimiento en el 8,5% de las personas que viven acompañadas. De hecho, en algunos textos se ha etiquetado este problema como una verdadera epidemia en ascenso y un problema de salud pública.27 Según esta nota de Cacioppo y Cacioppo, publicada en la revista The Lancet, la experiencia de la soledad puede producir un 26% más de riesgo de mortalidad y, según su estimación, afecta a alrededor de un tercio de la población de los países desarrollados. Cabe imaginar que las condiciones vividas en la pandemia posiblemente hayan incrementado la tasa de población afectada, así como la gravedad de sus secuelas. También estos autores plantean algo que es lógico y es que, tanto las condiciones extremas de soledad como sus más graves efectos, están relacionado con variables como el nivel de ingresos, la educación, el género, la raza. Y en determinadas situaciones resulta contagiosa. La experiencia de la soledad también se explica por las condiciones estructurales de la sociedad.

La explicación de este fenómeno es bastante compleja y requiere recurrir a causas de nivel macrosistémico (como la organización espacial de los entornos urbanos), mesosistémico (como la disminución de la intensidad de los lazos comunitarios) y microsistémico (como quizás el exagerado aprecio de la autonomía individual en algunas etapas de la vida). Tanto las causas como las consecuencias deberían ser objeto de estudio, más aún después de la experiencia de la pandemia, en la que muchos grupos y colectivos se dieron cuenta de la vulnerabilidad añadida de las personas en soledad, acometiendo programas e iniciativas de apoyo social a las personas más vulnerables. En cualquier caso, la experiencia de la soledad no puede considerarse fruto exclusivo de una decisión personal (por rasgos caracteriales de la persona afectada o por el denominado síndrome del ermitaño), sino el reflejo de desajustes graves en el flujo de interacción social que se reduce también como consecuencia de la exposición a entornos gravemente afectados por la crisis económica, ambiental y sanitaria, entre otras. De los muchos efectos que se pueden registrar, uno de los más importantes en el desdibujamiento de la propia identidad como consecuencia de la falta de contacto social, sea intencional o no. De hecho, se hace necesaria una especie de cirugía social a través de programas comunitarios, intervenciones conductuales e incluso recursos online para hacer frente al problema de la soledad. Una de las potenciales consecuencias –además de los riesgos para la salud física y psicológica, así como el incremento de la fobia social– es, precisamente, la restricción del horizonte vital que, en algún lugar, se ha denominado déficit de futuro.

El apego al lugar y la solastalgia. El vacío existencial también puede estar motivado por la ruptura o el deterioro de la estrecha vinculación emocional que se construye en la relación con los lugares. De hecho, los lugares son un referente importante en la formación de la propia identidad. En la psicología ambiental se aborda este proceso con la etiqueta del apego al lugar,28 que ha sido estudiado especialmente –aunque no solo– en relación con el ambiente residencial. El apego hace referencia «al vínculo que las personas establecen con los entornos en los que llevan a cabo sus actividades diarias y el desarrollo de sus historias personales, donde la persona se siente segura y a salvo y en el que, por tanto, quiere permanecer».29 Este vínculo (unidireccional, a diferencia del apego social) supone establecer lazos afectivos con el entorno que acaba actuando como una extensión del propio yo. La cuestión es cuáles son los efectos que tiene la ruptura de este vínculo. Cabe imaginar que los efectos son corrosivos. De hecho, en este mismo artículo se apunta que «la mayoría de la evidencia disponible parece consistente al señalar que hay una influencia positiva del apego al lugar sobre la felicidad, independientemente tanto de que esta se conceptualice como calidad de vida, satisfacción con la vida o bienestar».30  En consecuencia, se puede deducir que la ruptura del apego al lugar puede afectar seriamente tanto al equilibrio emocional como al desempeño psicológico.

Un caso específico que podría relacionarse o deducirse del apego al lugar es el que se plantea con el concepto de solastalgia.31 Glenn Albrecht explica la génesis del término relacionando la primera parte del término con el verbo latino solari (aliviar, calmar, apaciguar) y la conocida terminación de origen griega de -algia para referirse al dolor o tristeza. De esta forma, el término, ampliamente reconocido, aunque aún poco investigado empíricamente, alude a la experiencia de desolación que puede describir, simultáneamente, el sentimiento personal de abandono por una crisis existencial y la apreciación de un lugar o un paisaje con un alto nivel de degradación y/o deterioro. Albrecht define la solastalgia como «el dolor y la angustia causada por la pérdida continuada de consuelo y la sensación de desolación producida por el estado actual del entorno y del territorio».32 Este tipo de emoción negativa genera una experiencia existencial de malestar que se produce como consecuencia de la observación de un cambio ambiental negativo que rompe el vínculo afectivo de la persona con el lugar. Es, en definitiva, el trauma producido por la destrucción del “sentido del lugar” que trabajosamente las personas construimos a lo largo de nuestra experiencia ambiental.  Se supone que ello se traduce, entre otras cosas, en una crisis existencial que afecta tanto a la persona como a las comunidades. En suma, la solastalgia describe la respuesta emocional negativa que surge por el hecho de que la degradación y pérdida del territorio que produce también el deterioro del sentido del lugar, a la vez que socava elementos claves de la propia identidad.

Pero la ansiedad solastálgica no está motivada únicamente por el impacto paisajístico y territorial de la actividad minera o cualquier otra actividad humana que directamente degrada el entorno. Se puede relacionar con el juicio de la irreversibilidad de la destrucción de un entorno (natural o urbano) que puede aparecer como consecuencia de una sequía persistente, las inundaciones, los incendios o los procesos de gentrificación urbana, entre otros factores. En definitiva, define la experiencia vivida de los efectos negativos de los procesos de degradación del entorno que vive una persona.

Entre otras consecuencias, la hipótesis de la solastalgia supone una pérdida personal puesto que con la pérdida del lugar se pierden las emociones a él asociadas y en él guardadas en las distintas etapas de la vida. Y esto altera el nivel de bienestar existencial que el territorio y los lugares proporcionan. También puede hacer emerger un sentimiento que podemos denominar déficit de futuro, un sentimiento producido por una pérdida que personalmente se considera irrecuperable. Los procesos de degradación ambiental actúan como desencadenantes de una angustia irremediable por la imposibilidad de recuperar los recuerdos y emociones que guardamos en los lugares que habitamos y los daños colaterales que estos procesos de cambio ambiental negativo producen a la propia identidad.

El estudio de estas emociones negativas se encuentra en un estado incipiente y muchas de nuestras suposiciones se encuentran en un estado embrionario, basado en intuiciones; es necesario el desarrollo de líneas de trabajo e investigación que empíricamente puedan mostrar la incidencia psicológica de los procesos de degradación ambiental en la degradación de la propia identidad.

La soledad y la solastalgia son solo dos ejemplos con los que se pretende mostrar que los graves problemas globales tienen secuelas que afectan a dimensiones íntimas de la vida cotidiana, que, en este caso, se vinculan con lo que se ha denominado el vacío existencial.

 

Conclusión

Este trabajo pretende ofrecer algunas claves para la lectura existencial de algunos efectos de las crisis concatenadas que vivimos en el momento presente y que afectan a prácticamente todos los escenarios en los que transcurre nuestra vida cotidiana. Es cierto que el momento presente, quizás más que otros períodos del pasado, puede describirse como una experiencia traumática.

Las emergencias intensas repentinamente entran en nuestra biografía y la evolución de los parámetros estructurales –ecológicos, económicos, políticos, geopolíticos y de emergencia sanitaria, entre otros– incrementa el catálogo de riesgos que nos amenazan. Tan importante como este catálogo de amenazas es el modo en que las personas construyen significados de esta experiencia de trauma compartido. No está claro que compartir experiencias traumáticas genere espontáneamente más redes solidarias. Estas tienen que aparecer como consecuencia de un esfuerzo voluntarioso y comprometido por descubrir que el destino personal es indisociable del destino colectivo. Y poder reconstruir redes de apoyo social e institucional para hacer frente a las situaciones de grupos y personas más vulnerables.

Junto a este esfuerzo, es necesario alertar del riesgo de colapso ecológico. Algunos especialistas defienden que el origen de estas crisis concatenadas hay que buscarlo en la inadecuada relación que nuestras sociedades y nosotros mismos tenemos con los hábitats y los recursos que contienen. Recuperar la importancia del vínculo con el territorio puede ser clave para asumir con más detalle la responsabilidad en su cuidado y el apoyo a políticas públicas que mitiguen los graves y alarmantes indicadores de crisis ecosocial.

La experiencia de estos últimos años, como hemos visto, nos ha hecho más vulnerables. Si algo estamos aprendiendo de esta situación es que, como en los contagios víricos, dependemos unos de otros. Avishai Margalit, en un libro de referencia de hace algunos años,33 dice que la sociedad civilizada nos ha permitido aprender, aunque se olvide con mucha frecuencia, a no humillarnos entre nosotros. Propone, además, que la sociedad sea decente. La sociedad decente es aquella en la que las instituciones asumen el compromiso de no humillar a las personas. Exigir a las instituciones públicas un compromiso para defender y no humillar a las personas, es una tarea de siempre. Es aún más imperioso exigir este compromiso en el momento presente.

José Antonio Corraliza Rodríguez es catedrático de Psicología social en la Universidad Autónoma de Madrid.

NOTAS

1 John Kenneth Galbraith, La era de la incertidumbre, Plaza & Janés, Barcelona, 1981.

2 Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, capítulo XVIII (primera parte), Alfaguara, Madrid, 2015 [1605].

3 Byung-Chul Han, La sociedad del cansancio (segundo ensayo: «Más allá de la sociedad disciplinaria»), Bilbao, Herder, Bilbao, 2012.

4 Charles Wright-Mills, La imaginación sociológica, FCE, Madrid, 1999.

5 Ulrich Beck, La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad, Paidós, Madrid, 2006.

6 Fundación Adecco/Johnson & Johnson, Un empleo para la #SaludMental, 2021, disponible en: file:///C:/Users/Usuario/Desktop/Art%C3%ADculo%20de%20FUHEM%202022/ADecco,%201921%20Informe-Un-empleo-para-la-salud-mental.pdf

7 COVID-19 Mental Disorders Collaborators, «Global Prevalence and Burden of Depressive and Anxiety Disorders in 204 Countries and Territories in 2020 Due to the COVID-19 Pandemic», The Lancet, 398(10312): 1700-1712, 2021, DOI: https://doi.org/10.1016/S0140-6736(21)02143-7

8 Sistema Nacional de Salud, Salud mental en datos: prevalencia de los problemas de salud y consumo de psicofármacos y fármacos relacionados a partir de registros clínicos de atención primaria. BDCAP-Series 2, diciembre de 2020, disponible en: https://www.sanidad.gob.es/estadEstudios/estadisticas/estadisticas/estMinisterio/SIAP/Salud_mental_datos.pdf

9 Anna Sanmartín, Juan Carlos Ballesteros, Daniel Calderón y Stribor Kuric, Barómetro Juvenil 2021. Salud y bienestar: Informe Sintético de Resultados, Centro Reina Sofía sobre Adolescencia y Juventud, Fundación FAD Juventud, Madrid, 2022, DOI:  https://doi.org/10.5281/zenodo.6340841

10 Consejo de la Juventud de España, Observatorio de Emancipación del primer semestre de 2021, Consejo de la Juventud de España (CJE), Madrid, 2021, disponible en: http://www.cje.org/es/publicaciones/novedades/observatorio-emancipacion-primer-semestre-2021/#:~:text=Observatorio%20de%20Emancipaci%C3%B3n%20primer%20semestre%202021&text=La%20presente%20edici%C3%B3n%20registra%20la,j%C3%B3venes%20en%20Espa%C3%B1a%20est%C3%A1%20emancipado.

11 Martie G. Haselton y Daniel Nettle, «The “paranoid optimism”: An integrativee evolutionary model of cognitive bias», Personality and Social Psychology Review, 10 (1), 2006, pp. 47-66.

12 Gérald Bronner, Apocalipsis cognitivo. Cómo nos manipulan el cerebro en la era digital, Paidós, Madrid, 2021, p. 90.

13 Haselton y Nettle, op. cit., p. 29.

14 Michael R. Hagerty, «Was life better in the “good old days”? Intertemporal judgments of life satisfaction», Journal of Happiness Studies, 4, 2003, pp. 115-39.

15 Frank P. McKenna, «It won’t happen to me: Unrealistic optimism or illusion of control?», British Journal of Psychology, núm. 84, 1993, pp. 39-50. https://doi.org/10.1111/j.2044-8295.1993.tb02461.x

16 Michael Siegrist y George Cvektovichc, «Better negative than positive? Evidence of a bias for negative information about possible health dangers», Risk Analysis, 21, 2001, pp. 199-206. https://doi.org/10.1111/0272-4332.211102.

17 Naomi Klein, La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre, Paidós, Madrid, 2007.

18 Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), Barómetro, noviembre de 2018.

19 Cameron Brick y Sander van der Linden, «Yawning at the Apocalypse», The Psychologist, 31, 2018, pp. 30-35.

20 William Rees, «What´s blocking sustainability? Human, nature, cognition and denial», Sustainability: Science, Practice and Policy, 6(2), 2010, pp. 13-25. https://doi.org/10.1080/15487733.2010.11908046

21 Glenn Albrecht, Las emociones de la tierra, mra ediciones, Barcelona, 2020, pp. 116 y ss.

22 Susan Clayton, «Climate Change and Mental Health», Current Environmental Health Reports, 8, 1-6, 2021. https://doi.org/10.1007/s40572-020-00303-3.

23 Susan Clayton y Bryan Karazsia, «Development and validation of a measure of climate change anxiety», Journal of Environmental Psychology, 69, 101434, 2020. https://doi.org/10.1016/j.jenvp.2020.101434.

24 Gerd Gigerenzer, Decisiones instintivas: la inteligencia del inconsciente, Ariel, Barcelona, 2018.

25 Molly J. Crockett, (20117). «Moral outrage in the Digital Age», Nature Human Behaviour, 1, 2017, pp. 769-771, DOI: 10.1038/s41562-017-0213-3

26 Rodríguez Pérez M., Díaz-Olalla J. M., Pedrero Pérez E. J. y Sanz Cuesta M. R., (2020). «Informe monográfico: Sentimiento de Soledad en la Ciudad de Madrid», en Díaz Olalla J. M. (Dir.); Benítez Robredo M. T., Rodríguez Pérez M., y Sanz Cuesta M. R. (Coord.) Estudio de Salud de la Ciudad de Madrid 2018, Madrid Salud: Ayuntamiento de Madrid, Madrid, 2020, pp. 429-503.

27 John T. Cacioppo y Stephanie Cacioppo, «The growing problem of loneliness», The Lancet, 391(10119), 426, 2018, DOI: https://doi.org/10.1016/S0140-6736(18)30142-9.

28 Bernardo Hernández, «Place Attachment: Antecedents and Consequences, PsyEcology, 12:1, 2021, pp. 99-122, disponible en: https://doi.org/10.1080/21711976.2020.1851879.

29 Ibid., p. 110.

30 Ibid., p. 117.

31 Albrecht, 2020, op.cit. Ver también José Antonio Corraliza, «¿Por qué nos duele la tierra? Emociones negativas y naturaleza», Hoja verde (ADENEX), 5, 2022, pp. 7-11.

32 Albrecht, op. cit., p. 59.

33 Avishai Margalit, La sociedad decente, Paidós, Barcelona, 2010.

 

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