Lectura Recomendada: Técnica y Tecnología

Adrián Almazán, Técnica y tecnología. Cómo conversar con un tecnófilo, Madrid: Taugenit, 2021, 180 páginas.

Reseña elaborada por Pablo Alonso López y publicada en el número 156 de la revista Papeles de Relaciones Ecosociales y Cambio Global. 

Encontramos en la actualidad una creciente oferta de libros que tratan la crítica a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC), especialmente a las redes sociales, convertidos casi en un nuevo género ensayístico con sección propia en las librerías, lo cual no deja de ser una señal de que existe una creciente preocupación social en torno al nuevo entorno digital en el que nos movemos cada vez con mayor frecuencia. Con este libro, Técnica y tecnología, Adrián Almazán –doctor en Filosofía y militante de Ecologistas en Acción, donde es coordinador del Área de Digitalización y Contaminación Electromagnética– se propone un horizonte de reflexión más amplio que permite enjuiciar estas tecnologías no solamente por sus efectos disgregadores en la atención, las relaciones sociales o las fake news, sino desde el papel civilizatorio que han jugado históricamente como materialización de un modo muy concreto de comprender el progreso por parte de las sociedades modernas industrializadas.

Escrito de forma accesible y plagado de interesantes referencias, uno de los rasgos que lo hacen especialmente valioso es precisamente su vocación de abrir un hilo de reflexión prácticamente inexistente en el espacio público –incluida buena parte del ecologismo– al respecto de los aspectos políticos de la tecnología. Dada su vocación explícita de intervención en los debates estratégicos y políticos sobre la actual crisis socioecológica, su autor hace gala de una cualidad que caracteriza al buen académico: la capacidad de escribir un ensayo divulgativo comprensible por el público no especializado a la par que riguroso y fundamentado, con el que consigue no perder el rigor sin extraviarse en disquisiciones demasiado complejas.

A fin de lograr ese propósito, el libro está concebido desde su título como una conversación con la figura del tecnolófilo, que no es otro que el ciudadano medio de cualquier país industrializado con el que se trata de entablar un diálogo crítico para hacerlo reflexionar sobre la tecnología. A través de sus páginas, el lector pronto se percatará de que los argumentos esgrimidos cotidianamente en defensa del avance tecnológico serían más propiamente tópicos espetados sin demasiada reflexión por su fuerte arraigo en el sentido común colectivo y que, por tanto, merecen al menos la oportunidad de confrontarse con una revisión más sosegada para evitar las inercias culturales en las que se mueven normalmente dichos debates. Para alcanzar ese propósito, nos encontramos un ensayo estructurado en torno a cada uno de los cuatro tópicos más frecuentes del arsenal argumentativo de cualquier tecnolófilo.

En el primer capítulo se hace frente al argumento de que la técnica es lo que nos hace humanos. Para ello, encontramos una crítica de dos prejuicios antropológicos importantes. Por un lado, el que sostiene que tan solo los seres humanos tienen técnicas, lo cual es fácil de desmentir para cualquiera que haya visto a un gorrión construir un nido para sus polluelos y que podemos ratificar el trabajo de primatólogos de prestigio como Franz de Waal para el caso nuestros parientes más cercanos. En segundo lugar, se atiende a la construcción histórica, propia del siglo XIX, de que el trabajo productivo mediante las técnicas y tecnologías es lo que nos hace propiamente humanos, sugiriendo así una definición supuestamente universal y atemporal de la naturaleza humana. Por el contrario, «en vez de la imagen simplificada y unidimensional de un animal humano egoísta obsesionado con la producción y el trabajo, la realidad histórica nos ofrece el retablo de un animal gozoso y complejo que disfruta de una rica vida simbólica» (p. 33). Fue el mundo industrial el que, por miope optimismo epocal o por interés económico situó en la predisposición a la transformación técnica del mundo y el aumento incesante de la riqueza el estándar de humanidad que ha cargado la definición posterior de conceptos con pretensión civilizatoria como el de “desarrollo” y legitimado el maltrato histórico de pueblos enteros bajo la excusa de una naturaleza subhumana que había de madurar.

El segundo capítulo aborda el mito del progreso. Para hacer frente a este tópico, se nos ofrece un breve pero nutrido recorrido por la historia de las ideas para rastrear cómo las sociedades modernas europeas fueron configurando su noción de progreso y finalmente la convirtieron en un programa político y un imaginario colectivo. Así, «el nacimiento simultáneo […] del capitalismo, la modernidad y la tecnología es a la vez causa y efecto de la aparición de un nuevo programa social encastrado en el imaginario del progreso: la expansión ilimitada del dominio racional» (p. 71). Un imaginario cuyo origen podemos ubicar en el siglo XVI, pero que sigue caracterizando la orientación de nuestras sociedades actuales. Sin embargo, el autor subraya que dicha fascinación colectiva por la tecnociencia convertida en medio privilegiado para el cambio social no se extendió sin resistencias campesinas y cosmovisiones alternativas que disputaron la localización de la verdadera sede del bienestar colectivo en una naturaleza cuyos límites debían ser respetados. Poco a poco la crítica a la sociedad industrial se iría desnaturalizando dejando de lado sus devastadores efectos sobre los ecosistemas y la autonomía colectiva —el fenómeno que Adrián denomina la Gran Expropiación—en favor de una crítica al capitalismo por su indeseable organización de la vida socioeconómica del cual, sin embargo, podrían rescatarse sus medios, es decir, el entramado tecnoindustrial que lo caracteriza para ponerlo al servicio de un horizonte supuestamente emancipatorio –de la tierra y de los cuerpos, como nos recuerda la mirada ecofeminista–. Cuando en 1848 se publica el Manifiesto Comunista ya existe un amplio consenso social entre las clases trabajadoras de que lo que necesita la revolución social es una revolución de las fuerzas productivas que, por sí mismas, traerán el fin del capitalismo y el reino de la abundancia en igualdad.

Esta idea se encuentra profundamente conectada con la tercera parte del libro, quizá la más puramente filosófica y que condensa el trabajo original de su autor, que se afana por desbancar el tópico probablemente más extendido sobre la tecnología que afirma que los objetos técnicos no son en sí mismos ni buenos ni malos, sino que en todo caso deberían juzgarse los fines a los que sirven. Gracias a la propuesta de una ontología sociohistórica, comprendemos que las tecnologías no son simplemente un conjunto de aparatos y máquinas neutrales, sino que configuran todo un entramado de significaciones simbólicas, relaciones sociales y necesidades metabólicas, en suma, un sistema técnico –diríamos con Jacques Ellul– cuyo funcionamiento es tan complejo que requiere de una ingente movilización constante de recursos humanos y extrahumanos a su servicio. Cuando pensamos en una central nuclear o en un smartphone no basta únicamente con señalar las consecuencias nocivas derivadas de su uso –como si fueran un problema de mal funcionamiento– sin pararse a pensar en qué tipo de relaciones socioecológicas las hacen posibles. El problema es que nuestra estrecha racionalidad instrumental tan solo concibe la evaluación de las tecnologías en términos de eficacia sin atender al resto de dimensiones consustanciales a su existencia. De tal manera que es inadecuado concebir hoy la tecnología como un conjunto de elementos más de nuestras vidas, un complemento del cual podemos prescindir a voluntad, ya que en cierta medida –y sin caer en un determinismo tecnológico del cual el autor pretende distanciarse a lo largo de todo el libro– la existencia de nuestras sociedades es indisociable a la de dichas tecnologías.

El último capítulo parte de una idea consumada en el discurso hegemónico: de la crisis ecosocial solo saldremos con más tecnología, lo cual permite asumir al tecnolófilo con fría confianza que el resto de los factores (éticos, político-institucionales, económicos, etc.) no requieren de modificación y pueden permanecer inalterados. En realidad, para nuestra cultura, todos aquellos problemas para los que no se encuentre una solución tecnológica que permita que el orden socioeconómico siga intacto, dejan automáticamente de ser problemas para convertirse en efectos colaterales que debemos asumir con resignación bajo el discurso de una lógica sacrificial. La tecnología, convertida en nuestras sociedades secularizadas en el único medio para lograr y determinar la medida del progreso social recibe así un trato propio de dioses que nos hace ciegos y sumisos frente a todos los cambios que su implementación requiere de nosotros. Por ello, a quien pone en duda el despliegue incansable de más tecnologías se le mira con la sospecha de un hereje que cuestiona las leyes de la historia y del universo. Como nos recuerda Paul Kingsnorth, si Dios es hoy el Progreso, la tecnología es su Mesías. Pero quizá el síntoma más terrible de esta religión industrial es el «estrechamiento brutal de nuestra capacidad para imaginar» (p. 122) otras formas posibles de organizar la sociedad y la economía, lo cual nos deja en pañales frente a la urgente tarea de construir una civilización compatible con los límites biofísicos del planeta.

Uno de los grandes retos a los que se enfrenta este ensayo, por su pretensión filosófica, es establecer una definición operativa que permita distinguir con claridad entre “técnica” y “tecnología”. Este es quizá el punto que por su complejidad admita una mayor posibilidad de elaboración teórica ulterior. La hipótesis que se nos lanza es que, si bien todas las sociedades humanas han tenido técnicas, no todas han desarrollado tecnologías, siendo estas la forma específica con la que la técnica se da en la Modernidad de la mano del ascenso del imaginario del progreso como proyecto civilizatorio. Por otro lado, queda también abierta la discusión sobre qué tipo de tecnologías serían deseables en el actual contexto de crisis socioecológica. Encontramos pistas en esa dirección a través de nociones como las tecnologías conviviales que propuso Iván Illich en el siglo pasado. Algunos criterios tentativos que podrían servirnos de orientación serían la posibilidad de generalización de dichas tecnologías por sus propios requerimientos materiales y energéticos, así como la capacidad de sometimiento a control democrático por parte de las comunidades en sus fases de diseño, producción, implementación y consumo, una idea compartida por el teórico crítico de la tecnología Andrew Feenberg.

El Rompenieves, referencia de la cultura audiovisual que se rescata hacia el final del libro para representar la aparente marcha inexorable de la megamáquina del sistema capitalista termoindustrial, serviría quizá también como una excelente metáfora en un sentido distinto al imaginado por su autor. Y es que este libro contiene un conglomerado de reflexiones que pretenden abrirse paso en un entorno difícilmente más inhóspito, un paisaje inerte para quienes desean abrir un debate acerca de las implicaciones ético-políticas que supone la dependencia sistémica de las tecnologías que tienen nuestras sociedades y cómo estas han servido como herramienta de dominación de las comunidades humanas y la progresiva desestabilización de los ecosistemas que hacen posible la vida.

En suma, la publicación de Técnica y tecnología, además de ser una excelente introducción a la filosofía de la tecnología en castellano, es una gran noticia en tanto que permite poner todas estas cuestiones sobre la mesa en un contexto de necesaria reflexión colectiva. Esperamos que libros como este contribuyan a dignificar las posturas antiindustriales y críticas con el progreso, tantas veces tachadas injustamente de tecnófobas para imprimir un carácter irracional injustificado a sus partidarios. Una lectura juiciosa comprenderá que no es miedo o rechazo visceral hacia la tecnología lo que hay detrás de estas líneas, sino una reflexión bien ponderada que sirve a la firme voluntad de conservar las posibilidades de habitabilidad en un mundo desgarrado por las fauces de la megamáquina y de no conceder más retrocesos en una autonomía política y material que de por sí se encuentra hoy ya alarmantemente mermada.

 

Pablo Alonso López

Máster en Crítica y Argumentación Filosófica (UAM)

Máster en Humanidades Ecológicas, Sustentabilidad y Transición Ecosocial (UPV/AM)