El hambre, la pandemia del siglo XXI

El artículo de Enrique Yeves Valero, «El hambre, la pandemia del siglo XXI», publicado en el número 154 de la revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, constata que en pleno siglo XXI de avances tecnológicos sin precedentes donde exploramos lejanos planetas y con acceso a una información masiva como ninguna otra generación anterior convivimos sin embargo con un viejo drama que apenas recibe atención.

Casi 700 millones de personas mueren por causas relacionadas con el hambre cada año, es decir, una de cada nueve personas de nuestro planeta (según los últimos datos de la ONU). Cifra escandalosa, vergonzante, que el azote de la COVID-19 no va, precisamente, a mitigar. Bien al contrario, según la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), la pandemia podría provocar un aumento de otros 130 millones a esa cifra ya de por sí indecente.

Toda una paradoja en un planeta que produce la cantidad suficiente de alimentos para alimentar a todos, casi el doble para ser exactos.

Y peor aún, desde que se aprobaron pomposamente en 2015 los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) en Nueva York por todos los dignatarios del mundo en los que se comprometían a erradicar el hambre en el mundo esta no ha hecho más que aumentar desde entonces, cambiando la tendencia positiva de varias décadas.

La geografía del hambre

Pero vayamos por partes. ¿Dónde hay hambre hoy en el mundo?

Asia sigue albergando al número más elevado de personas subalimentadas (381 millones). África ocupa el segundo lugar (250 millones), seguida de América Latina y el Caribe (48 millones). La prevalencia mundial de la subalimentación (es decir, la tasa general de personas hambrientas), del 8,9%, ha variado poco, pero los números absolutos vienen aumentando desde 2015. Esto significa que en los últimos cinco años el hambre ha crecido al ritmo de la población mundial.

A su vez, ello oculta grandes disparidades regionales: en términos porcentuales, África es la región más afectada –y lo es cada vez más–, ya que el 19,1% de la población está subalimentada. Este porcentaje duplica con creces la tasa de Asia (8,3%) y de América Latina y el Caribe (7,4%). Sobre la base de las tendencias actuales, para 2030 África concentrará más de la mitad de las personas aquejadas de hambre crónica en el mundo.

En otras palabras, donde hay más gente que sufre el hambre es en Asia, pero porcentualmente la tasa proporcional más elevada es en África.

El impulso a estas tendencias se debe principalmente a una combinación de factores, en particular los conflictos y los fenómenos meteorológicos extremos, que afectan actualmente a una serie de países de África. Por ejemplo, en los países del África subsahariana afectados por conflictos, el número de personas subalimentadas aumentó 23,4 millones entre 2015 y 2018, un incremento notablemente más acusado en comparación con los países no expuestos a conflictos.

Una repercusión en la seguridad alimentaria incluso más drástica y a más largo plazo parece estar asociada con la exposición a la sequía. Los países clasificados como sensibles a la sequía en el África subsahariana han experimentado un incremento de la prevalencia de la subalimentación del 17,4% al 21,8% durante los últimos seis años, mientras que, de hecho, en el mismo período la subalimentación disminuyó (de una media del 24,6% al 23,8%) en los demás países de la región. El número de personas subalimentadas en los países sensibles a la sequía se ha incrementado un 45,6% desde 2012.

En Asia, la subalimentación ha descendido de manera constante en la mayoría de las regiones, alcanzando el 11,4% en 2017. La excepción es Asia occidental, donde la subalimentación ha aumentado desde 2010 hasta alcanzar a más del 12% de la población. En la subregión de Asia occidental, los países que se han visto afectados por conflictos o por levantamientos populares en los estados árabes muestran un incremento de la subalimentación desde un valor del 17,8% en el 2010 hasta un 27% de la población en el año 2018.

En América Latina y el Caribe, las tasas de subalimentación se han incrementado en los últimos años, principalmente como consecuencia de la situación en América del Sur, donde la subalimentación pasó del 4,6% en 2013 al 5,5% en 2017. El aumento observado en los últimos años se debe a la desaceleración eco- nómica experimentada por varios países, especialmente de Venezuela, donde la subalimentación casi se cuadruplicó, al pasar del 6,4% en 2012-14 al 21,2% en 2016-18.

Por el contrario, las tasas de la prevalencia de la subalimentación en América Central y el Caribe, a pesar de ser superiores a las de América del Sur, han disminuido en los últimos años.

 

Un planeta abundante

Pero, ¿por qué hay hambre?

El hambre es un fenómeno complejo. No se trata de producir más, como mucha gente piensa. Producimos lo suficiente, y de sobra.

Desde los albores de la humanidad, es decir, durante unos 2,5 millones de años, los humanos se alimentaron con lo que tenían a su alcance, cazando animales y recolectando plantas. Hace aproximadamente 12.000 años, en la cuenca de los grandes ríos –Tigris, Éufrates, Nilo y Yangtsé– tuvo lugar el nacimiento de la agricultura y, con ella, una revolución agrícola que provocó un crecimiento imparable hasta nuestros días.

En los siguientes años vimos alzarse las primeras grandes ciudades y los grandes imperios sucederse escalonadamente cada vez más potentes: Sumer, Persia, Grecia, Roma, China, aztecas, mayas, el imperio español, holandés, británico… pero en realidad el crecimiento de la población fue relativamente moderado hasta hace muy poco, hasta la revolución industrial de principios de 1800.

Si contamos desde el nacimiento de la agricultura, la humanidad tardó unos 10.000 años en alcanzar los 100 millones de habitantes (alrededor de la época de imperio romano). Hacia 1500 se llega a la cifra de los 500 millones y para 1820 se supera por primera vez a la cifra mágica de los 1.000 millones. A partir de aquí, con la revolución industrial, el número se dispara: en un siglo se duplica. En 1970 se llega a los 3.000 millones y bastaron solo otras cuatro décadas para que se volviera a duplicar superando los 6.000 millones. En la actualidad se calcula que somos unos 7.700 millones de habitantes y, según las proyecciones de Naciones Unidas, alcanzaremos la barrera de los 10.000 millones alrededor del 2050 y llegaremos a un máximo de casi 11.000 millones a finales de siglo, a medida que siga disminuyendo la tasa de fecundidad. Durante este período, se prevé que la población mundial será cada vez más urbana y que la población de 65 años o más superará en número a la de menores de 5 años.

Se prevé que, de aquí a 2050, la mitad del crecimiento de la población mundial se originará en solo nueve países, a saber: India, Nigeria, Pakistán, República Democrática del Congo, Etiopía, Tanzania, Indonesia, Egipto y Estados Unidos de América (en orden decreciente). Es probable que la población de África Subsahariana se duplique, mientras que la población de Europa podría disminuir.

Como hemos visto, la presión del ser humano sobre los recursos disponibles en el planeta es tremenda. Pero la capacidad del hombre de incrementar y mejorar los rendimientos de los recursos es asimismo espectacular.

En los últimos 500 años ¡la población se ha multiplicado por 14!  ¡La producción humana por 240!

Desde la revolución agrícola y el inicio de la diabólica progresión geométrica del crecimiento demográfico, la carrera entre producción de alimentos y población la ha venido ganando holgadamente la primera.

Detengamos de nuevo para reflexionar cómo el mundo ha cambiado de forma tan radical en poco tiempo. Hasta la época moderna tardía, alrededor de un 90% de la población mundial vivía de la agricultura. Dicha cifra fue reduciéndose a medida que no era ya necesaria tanta gente para producir suficientes alimentos.

En Estados Unidos tan solo el 2% de la población vive de la agricultura, pero esa cifra ínfima produce no solo lo suficiente para alimentar al resto del país sino para exportar sus excedentes. En Europa la cifra dedicada a la agricultura es apenas del 3% de su población.

Para ver cómo hemos afrontado esa constante dialéctica entre el incremento de la población y la necesidad de alimentos no hay ejemplo más evidente que el ocurrido en los últimos cincuenta años del siglo XX, entre 1950 y el 2000. Mientras la población del planeta se multiplicaba por dos veces y media, una serie de avances científicos permitía incrementar los rendimientos agrícolas de forma espectacular en lo que se ha denominado la revolución verde (que luego se ha demostrado que era cualquier cosa menos “verde”) consiguiendo que la producción de alimentos se triplicara con creces.

¿Podremos seguir ganando esta carrera? ¿Y si es así, a qué precio?

La FAO calcula que para dar de comer a los aproximadamente 10.000 millones de personas en el año 2050 habrá que incrementar aproximadamente un 50% nuestra producción actual de alimentos.

En la actualidad tres cuartas partes de la comida que consumimos son arroz, trigo o maíz. Solo el arroz supone la mitad de la comida mundial. Pero esa dieta está cambiando a un ritmo tan acelerado como nuestro propio mundo. En 1980 los chinos comían, de media, unos 14 kilos de carne por persona al año: ahora unos 55.

En las últimas décadas el consumo de carne aumentó el doble que la población, el consumo de huevos tres veces más. Hacia 1950 el consumo mundial de carne era de unos 50 millones de toneladas al año; en la actualidad se ha multiplicado por seis y se espera que hacia el 2030 vuelva a duplicarse.

Hacia 1950 el consumo mundial de carne era de unos 50 millones de toneladas al año; en la actualidad se ha multiplicado por seis

Basta citar como ejemplo nuestras macro producciones de cerdos y pollos. Brasil, que es el primer exportador mundial de pollos, produce cada año unos 7.000 millones de pollos, tantos como habitantes tiene la Tierra, cantidad que sacrifica y exporta a todos los rincones del planeta. En Estados Unido y en China producen una cifra parecida, pero se los comen ellos.

El ser humano ha pulverizado su entorno para convertirlo en una gran despensa: en la actualidad frente a los 7.500 leones que todavía viven y los 200.000 osos en peligro de extinción conviven unos 1.500 millones de vacas, 1.000 millones de ovejas, 1.000 millones de cerdos y más de 25.000 millones de gallinas repartidas por el mundo. La gallina doméstica es el ave más ampliamente extendida en toda la historia de la humanidad. Después del ser humano, las vacas, los cerdos y las ovejas domésticas son los mamíferos grandes más extendidos por el mundo, en dicho orden.

Durante milenios, los seres humanos hemos dependido de la existencia de unas 10.000 especies de plantas para la alimentación. Pero gran parte de esta diversidad se ha ido perdiendo y ahora dependemos de solo unas 150. Y aunque pueda parecer extraño, son solo cuatro de ellas –el arroz, trigo, maíz y patatas– las que nos proporcionan alrededor del 60% de las calorías que obtenemos de las plantas.

Hay numerosas experiencias que demuestran que es posible reducir y eliminar el hambre en periodos relativamente cortos

Hemos señalado el gran logro de incrementar nuestra capacidad de producción de alimentos a pesar del creciente desafío demográfico. Pero la gran paradoja de nuestro sistema actual es que a pesar de la abundancia y de que se produce mucho más de lo necesario, casi 700 millones de personas siguen pereciendo por causas relacionadas por la falta de alimentos.

 

Es posible erradicar el hambre

La lucha contra el hambre en el mundo es una historia de frustración para una generación, la nuestra, que podría –y debería– ser la primera en la historia que consiguiera erradicarla.

Porque el hambre no es una cuestión endémica, como mucha gente cree, sino que tiene solución y no tan complicada. Ya hay numerosas experiencias que demuestra que es posible reducir y eliminar el hambre en periodos relativamente cortos. Y hemos aprendido algo claro y decisivo: para tener éxito en la lucha contra el hambre es básico querer hacerlo, aunque parezca una perogrullada, hay que tener la voluntad política de afrontarlo e implementar medidas adecuadas para su solución.

El problema se ve, además, agudizado por multitud de causas: las guerras, las sequías, los desastres naturales, los vaivenes en los precios, las enfermedades animales y vegetales… Y en efecto, todas estas cuestiones pueden desatar el hambre o incluso —esa palabra terrible— la hambruna. Gente muriendo de inanición mientras otros tiran toneladas de comida en buen estado a la basura.

Pero si acercamos el foco un poco más podemos ver que, aunque sea lo que encienda la mecha, las sequías por sí solas no son la causa del hambre en Etiopía o Somalia. Porque un agricultor californiano puede sufrir por la falta de lluvias –incluso arruinarse–, pero difícilmente llegará a pasar hambre. No podemos impedir una sequía, pero sí la hambruna.

Una subida de los precios del pan puede trastocar el presupuesto de una familia española, pero es poco probable que les empuje al hambre. Pero un pequeño aumento de los precios afecta enormemente a las personas más vulnerables en los países pobres y su capacidad para conseguir alimentos. Cada vez son más los estudios que relacionan la volatilidad de precios con protestas, disturbios, violencia e incluso guerras. Un ejemplo son los países de la primavera árabe, todos importadores de alimentos, lo cual significa que sus habitantes eran muy vulnerables a la escalada de los precios mundiales que fue la mecha que incendió los levantamientos populares en 2008 y 2011.

En la actualidad se espera que el año 2021 venga con una recuperación económica sólida de la mano, que a su vez vendrá acompañada de una mayor inflación. Uno de los factores que está impulsando los precios, sobre todo en los mercados emergentes, es el auge de los precios de los alimentos sin procesar, una tendencia que ya suma diez meses (subidas mensuales de precios de los alimentos) y que está provocada por varios factores: mayor demanda de los hogares de determinados productos, cuellos de botella, restricciones en la oferta y la demanda insaciable de China.

Con este cóctel de factores, los precios mundiales de los productos alimenticios subieron en abril de este año, lo que representa el décimo aumento mensual consecutivo, siendo en ese mes las cotizaciones de los aceites vegetales y los productos lácteos las que lideraron la subida, según ha advertido la FAO.

En definitiva, bajo todas estas “causas del hambre” subyace un motivo principal: la pobreza y la falta de desarrollo. En la inmensa mayoría de los casos, la gente pasa hambre porque es pobre. Porque vive (y come) de lo poco que produce. Porque no tiene acceso a la educación, a la sanidad ni a un empleo digno. Porque no tiene capacidad de anticiparse a esos golpes (climáticos, violentos, económicos, naturales…) ni la posibilidad de crear colchones que le protejan en caso de que llegue. Porque entre ellos y el hambre, entre ellos y la pobreza, no hay ninguna red de protección.

La otra gran paradoja de nuestro mundo actual es que no solo aumenta el hambre. La obesidad se ha convertido en una plaga que no diferencia países ricos o pobres, del norte o del sur, desarrollados o no, ni las barreras de género, ni las edades. Es una amenaza perfectamente globalizada. El sobrepeso y la obesidad han aumentado en todas las regiones sin excepción con cifras impresionantes. Unos 2000 millones de adultos –más del doble de la cifra de hambrientos– padecen sobrepeso, al igual que unos 207 millones de adolescentes y 131 millones de niños de entre 5 y 9 años: casi un tercio de los adolescentes y adultos que padecen sobrepeso son también obesos.

 

Unos mucho, otros muy poco

Pero volvamos a la pregunta inicial. Si hay alimentos suficientes, ¿por qué entonces siguen millones de personas muriendo de hambre?

La respuesta es por la pobreza o, dicho mejor de otra manera, por la riqueza: unos tenemos mucho y otros muy poco. El ya tristemente famoso 1% de la población posee el 46% de toda la riqueza generada en el planeta. Estas desigualdades han generado una sociedad donde a una amplia capa no le llegan los beneficios colectivos.

Hoy vivimos en un mundo más rico, pero también más desigual que nunca. Se están negando los derechos sociales y económicos a demasiadas personas en todo el mundo, incluidos los 800 millones que aún viven en la pobreza extrema.

Según las cifras de la OCDE, la desigualdad de ingresos en sus países –es decir, los países ricos– se encuentra en su nivel más alto en cincuenta años. Por cierto, en este mundo de contradicciones, bastaría una mínima fracción de los más de trillón y medio de dólares que los gobiernos se gastan en armamento para financiar la erradicación del hambre. Otra vez, es necesaria la voluntad política de vencer al “enemigo más viejo del hombre”.

La desaceleración económica como consecuencia de la pandemia está agudizando estas diferencias y provocando recortes en servicios esenciales como la asistencia sanitaria y la educación.

De todas formas, como ha como ha quedado claro en los últimos años y los estudios empíricos han demostrado, un crecimiento económico sólido no contribuye necesariamente a reducir la pobreza y a mejorar la seguridad alimentaria y nutrición. El crecimiento económico, si bien es necesario, puede no ser suficiente si no se acompaña con políticas claras de distribución de la riqueza. La desigualdad de ingresos es un problema clave en nuestros días ya que va en aumento en casi la mitad de los países del mundo, incluidos numerosos países de ingresos medianos y bajos. Cabe señalar que varios países de África y Asia han registrado un gran aumento de la desigualdad de ingresos en los últimos 15 años.

Bastaría una mínima fracción de los más de trillón y medio de dólares que los gobiernos gastan en armamento para financiar la erradicación del hambre

En países en los que la desigualdad es mayor, las desaceleraciones y debilitamientos de la economía tienen un efecto desproporcionado en las poblaciones de bajos ingresos por lo que se refiere a la seguridad alimentaria y nutricional ya que utilizan buena parte de sus ingresos para la compra de alimentos.

Naciones Unidas recomienda que se adopten medidas en dos frentes. El primero, salvaguardar la seguridad alimentaria y la nutrición por medio de políticas económicas y sociales que ayuden a contrarrestar los efectos de las desaceleraciones de la economía, tales como garantizar fondos para las redes de seguridad social y garantizar el acceso universal a la salud y la educación. El segundo, hacer frente a las desigualdades existentes en todos los niveles por medio de políticas multisectoriales que permitan lograr formas sostenibles de escapar de la inseguridad alimentaria y la malnutrición.

Todo este incierto panorama nos lleva a concluir que estamos cada vez más lejos de alcanzar las metas fijadas para el año 2030 de hambre cero. Bien al contrario, desde que se firmó dicho objetivo los datos van de mal en peor, como hemos señalado. Casi 700 millones de hambrientos en un planeta que produce casi el doble de lo necesario es un escándalo moral, ético y económico en pleno siglo XXI de vanguardia tecnológica y capacidad de producción sin precedentes.

Enrique Yeves Valero es periodista especializado en temas de Naciones Unidas, donde ha sido portavoz del Presidente de la Asamblea General en Nueva York, director de Comunicación de la FAO en Roma y director de FAO en España.

 

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